martes, 28 de diciembre de 2010

El polizón del tren (segunda parte)


El muchacho obedeció poniéndose de espaldas al revisor. Al levantar los brazos, la camiseta dejó al descubierto completamente su trasero encantador, cuya redondez era aún más destacada por el ceñido slip negro que llevaba puesto. El revisor estuvo disfrutando unos instantes de la visión, fijándose en las marcas rojas que se veían en el trozo de nalga que no cubría el calzoncillo. Luego se levantó, le dio un azote que hizo vibrar los carrillos del culo y salió del vagón.


El silencio cayó en el vagón hasta que, unos minutos después, se abrió la puerta del mismo y el revisor pelirrojo se asomó con cautela. Al ver a Jesús abrió la boca con gesto de asombro y tras fijarse un rato en su trasero retrocedió cerrando la puerta con cuidado y marchándose sin decir nada.


El tren hizo una parada y Jesús se removió, inquieto. Bajó los brazos un momento y con las dos manos se frotó las nalgas que notaba tensas y acaloradas. Luego, al ponerse de nuevo el tren en marcha volvió a subir los brazos a la nuca y tensó la espalda, poniendo el trasero curvado en una exposición deliciosa.


Pasaron varios minutos hasta que volvió el revisor jefe, que esbozó una sonrisa satisfecha al ver a Jesús en posición. Se acercó a él y con calma le bajó el calzoncillo por detrás dejando a la vista el trasero del muchacho, aún ruborizado por la azotaina recibida. Le dio una palmada que resonó en el vagón y lo volvió a cubrir. “Bien” dijo. “Me gusta que seas obediente. Pero eso no te va a salvar el culo – y nunca mejor dicho – porque tengo por aquí un par de amigos que están deseando trabar íntima relación con él. Pero de momento veo que se ha enfriado un poco, y eso no es bueno. Vamos a volver a calentarlo”.


Cogiendo al chico, lo llevó a trompicones – tenía los pantalones del chándal en los tobillos – al baúl donde antes había estado sentado. Puso el pie en alto en el baúl e hizo que Jesús se tumbara sobre su muslo, azotándole con la mano sobre el calzoncillo por un buen rato. Luego metió los dedos en el elástico del slip y lo bajó justo a la altura de los muslos, dejando así el castigado trasero al aire. Lo acarició “Así está mucho mejor” dijo y volvió a azotarlo con la palma de la mano. Jesús gemía y se retorcía bajo la lluvia de azotes que calentaba su culo apretando a veces las nalgas cuando pensaba que iba a caer la mano, pero el revisor entonces paraba un momento, y acto seguido azotaba con más ganas los ya calientes carrillos.


Por fin, tras una andanada que dejó jadeante a su víctima, se detuvo y volvió a acariciar los cachetes enrojecidos. Hizo levantarse al muchacho y con calma se desabrochó el cinturón y lo sacó lentamente, deleitándose en el susurro que hacía al salir de las trabillas del pantalón. Jesús le miraba con los ojos llenos de lágrimas. “Por favor” dijo “Ya me ha castigado bastante”. Una palmada en las nalgas le hizo estremecerse. “Eso lo decido yo” dijo el revisor. Una nueva palmada. “y aún queda la mejor parte. Quiero estar seguro de que se te quitan las ganas de montarte en el tren sin billete.”


Dobló el cinturón en dos y dijo: “Ponte mirando al baúl, y apoya las dos manos en él. Te quiero con el culo en pompa… las piernas separadas. Así. Veamos. Vamos a bajar un poco más el calzoncillo para que no moleste… bien… así está mejor…” Chasqueó el cinto de cuero y lo empuñó mientras se ponía en un lado. Levantó el cinto y lo descargó con fuerza en el trasero. El muchacho dobló las piernas con un gemido al notar el impacto. “Perdón. – Gemido - Perdón. – Gemido - Perdón”… decía a cada impacto de la correa, moviendo el trasero a un lado y otro intentando en vano esquivar los azotes.


El revisor le sujeto entonces por la cintura, y descargó una buena lluvia de correazos. Jesús intentó doblar las piernas, pero el revisor de nuevo metió su rodilla bajo el torso del muchacho manteniéndole así en posición mientras daba juego a la correa.


Cuando por fin se detuvo, Jesús tenía el trasero en llamas, y sollozaba pidiendo a su verdugo que pusiera fin al castigo. El revisor, todavía con el chico en su rodilla, se secó el sudor de la frente. Miró su reloj. Bien. Quedaba tiempo para un descanso y la última fase que iba a dejar un recuerdo imborrable durante unos días a las nalgas del muchacho.


Le hizo levantarse de su forzada posición y de nuevo le puso mirando a la pared, esta vez con el calzoncillo bajado justo al comienzo de los muslos. El trasero ya tenía las marcas de la azotaina en forma de verdugones que le cruzaban la antes blanca piel.


Ordenándole de nuevo que no se moviera, salió del vagón para hacer la última ronda por todo el tren. Jesús aprovechó para apretarse las nalgas con las manos, sintiendo las marcas dejadas por la correa como líneas ardientes en sus carrillos. De nuevo se abrió la puerta y asomó la cabeza del revisor pelirrojo que esta vez entró un momento en el vagón. Jesús le miró, los ojos llenos de dolor y lágrimas. El otro chico se acercó como hipnotizado y acercando su mano, acarició suavemente el escarmentado culo. Sacó de su pecho un papel que dio a Jesús y salió corriendo a fin de evitar al revisor jefe. Jesús lo miró, curioso a su pesar. En el papel se leía “Diego” y un número de teléfono. Con cuidado, lo guardó en su macuto y volvió a ponerse en posición de espera, preguntándose que le esperaba en el último tercio del viaje.


Tuvo que esperar de nuevo un rato hasta la vuelta del revisor jefe. Este abrió la puerta silbando una tonadilla. Estaba evidentemente contento y en su mano llevaba una vara que de vez en cuando hacía silbar en el aire. Jesús, al verlo, retrocedió con los ojos muy abiertos. “Señor, por favor” dijo con evidente miedo. “con la vara no, Por favor”.

“Me temo que no está en tu mano el pedir nada”. Dijo el revisor con una mueca feroz. “Te avisé que iba ser un buen castigo, y me voy a asegurar que no te olvides de portarte bien una buena temporada. Ahora ven aquí. Primero vamos a recalentar ese culito y luego nos aseguraremos de dejarle unas buenas marcas de recuerdo”.


Jesús, medio resistiendo, medio cediendo, se dejó arrastrar hasta el baúl donde el revisor volvió a tomar asiento y colocó al muchacho de nuevo sobre su muslo, dejando caer una lluvia de azotes muy rápida y enérgica sobre las nalgas desnudas. El muchacho gemía y se retorcía bajo el castigo, sujetándose a la pierna del revisor con ambas manos para mantener el equilibrio. En un momento, el revisor puso su pierna derecha sobre las de Jesús haciendo pinza y manteniéndole de esa forma en posición con el culo en pompa sobre su muslo.


Por fin, los dos jadeando, el revisor paró la azotaina y tuvo un rato quieto al muchacho en la misma posición. Los sollozos hacían que Jesús agitara los hombros. Sentía el trasero caliente como nunca pensó tenerlo. Y aun faltaba lo peor…


El revisor le hizo levantarse de su regazo. Había llegado el momento de la vara. Le hizo poner las manos sobre el baúl, doblándose para presentar el culo al castigo. El revisor sonrió. Estaba rojo y caliente al tacto, y se veían las marcas del cinturón. Pero con el nuevo instrumento le iba a dejar las nalgas aún más marcadas con verdugones. Cimbreó la vara, haciéndola silbar en el aire y la puso en contacto con la piel. Jesús se estremeció al contacto de la fría vara y tragó saliva pensando en lo que le esperaba. El revisor dejó caer el primer azote y Jesús no pudo evitar un gemido al tiempo que una línea violácea se marcaba en sus rojas nalgas. A cada varazo, Jesús gemía y en un momento intentó cubrirse las nalgas – que le ardían – con las manos, pero un varazo en los dedos le hizo desistir. “Por eso” dijo el revisor “serán diez más. Eso hace un total de veinticuatro”… Jesús gimió pero aguantó el resto de los azotes sintiendo como su trasero se cruzaba de líneas de fuego.


Por fin el revisor paró y se acercó a Jesús. Con una sonrisa, le acarició las nalgas, ahora rugosas por los verdugones, sintiendo el fuego que salía de ellas. “Bien” dijo. “Creo que la lección está aprendida. Levántate”. Jesús, los ojos arrasados de lágrimas, se levantó, agarrándose el trasero ardiente con las dos manos a fin de aliviar algo el dolor.


“Queda aún un poco para llegar. Ponte en el rincón y vendré a buscarte para avisarte y que te prepares a bajar… no te molestes en subirte los calzoncillos hasta entonces… quiero ver como te queda el trasero cuando vuelva”.


Salió dejando solo a Jesús, que quedó por tercera vez en posición de espera. Esta vez el tiempo pasó más rápido para el castigado muchacho, más cuando se pudo estar apretando las nalgas para reducir su ardor. El revisor volvió y se paró a su lado. Los dos de pie, le rodeó el pecho con el brazo izquierdo y palmeó con la mando derecha las calientes nalgas de abajo arriba, sintiéndolas vibrar a cada cachete. Tras unos diez o doce azotes de esta forma, le dijo que se preparara para bajar del tren. El muchacho se subió con cuidado calzoncillo y pantalón, y una rápida visita al cuarto de baño le bastó para lavarse la cara y quitar de sus ojos las muestras del llanto.


Volvió al departamento y recogió sus cosas, sin levantar la mirada, ante la mirada burlona del revisor, que aún le dio un último cachete en los fondillos del pantalón como despedida. Jesús salió del compartimento y se unió a la gente que bajaba del tren. Con disimulo, el muchacho se frotó con la palma de la mano el trasero que notaba caliente y con marcas. El calzoncillo se había pegado a la piel y con las yemas de los dedos siguió el trazado de los verdugones que cruzaban sus nalgas. En el andén vio a su tío y a su hermano, que le habían venido a buscar. Su hermano tenía un algo que le sorprendió. Parecía más joven, más infantil incluso, que la última vez que le vio en casa, como si hubiera perdido algo de la dureza de pandillero que le conoció en su última época en la ciudad y hubiera regresado a un tiempo anterior de la vida de ambos. Le dio dos besos a su tío y un abrazo a su hermano, y dirigió una última mirada hacia atrás, al revisor que estaba asomado a la puerta del vagón del que había bajado.


El revisor le vio alejarse entre la gente y ser recibido por un hombre y un joven, sin duda el hermano mayor del muchacho por el gran parecido entre ambos. Por un momento fantaseó con la idea de que el hermano mayor también pasara por lo que había pasado el pequeño. Sonrió ensimismado. En su mano aún notaba la tersura y el aroma de la piel del muchacho y deseó que el viaje se repitiera. Volvió a sonreír. El día había cambiado completamente y sabía bien como iba a acabar para que el cambio fuera total. Ahora se iría a casa y prepararía una buena cena, y esa tarde, cuando Manuel llegara de vuelta a casa, le encontraría listo y preparado: estaría acodado sobre la mesa de la cocina, con el culo en pompa. Pensó si tendría el pantalón bajado a los tobillos, pero decidió que simplemente le tendría desabrochado y listo para que Manuel lo bajara a su gusto. A su lado, en la mesa, pondría el cepillo de dorso plano preferido por Manuel y la vara de madera que tanto le gustaba a él. Sí. Al final iba a ser un día completo.


El revisor se volvió para entrar en el vagón y, al pensar en la azotaina que le esperaba se frotó instintivamente el trasero en el mismo gesto que antes había hecho Jesús. Justo en ese momento fue cuando Jesús le miró y vio el gesto, repitiéndolo él con una sonrisa cómplice. Se volvió hacia su tío y, sacando del bolsillo de la sudadera el billete del tren, lo tiró a la papelera al pasar junto a ella.

sábado, 11 de diciembre de 2010

Polizón en el tren

Nuevo relato del amable autor de En casa del tío e Historias de Luis.


Era un día horrible. La discusión de la noche anterior había sido tan fuerte que acabó por dormir en el sofá, y en el desayuno no se habían cruzado palabra. Día lluvioso, y encima, en el segundo viaje, un problema con la máquina y media hora de retraso sobre el horario habitual. De hecho, acababan de recibir el permiso para la salida y los viajeros estaban acabando de montar al tren.


Un movimiento le llamó la atención. Entre la gente que subía en el vagón anterior, había un muchacho de unos veinte años, con chándal de sudadera gris y pantalón blanco que se ocultaba del revisor y, aprovechando un descuido, se coló en el vagón. Sonrió casi por primera vez en el día. Tenían un polizón a bordo. Un polizón con muy buen trasero. El viaje iba a ser más placentero de lo que esperaba.


Tenía – siempre había tenido – un sexto sentido para los que querían viajar de gorra en su convoy. Por eso, a pesar de su juventud – tenía solo 27 años – le habían hecho revisor jefe en las grandes líneas, cuando normalmente no llegabas a ello hasta más de diez años de servicio – y eso si llegabas. Pero él olía a los polizones a distancia. Siempre los delataba un cierto aire furtivo, un intentar volverse invisibles que para él era la mejor forma de descubrirse. Miró a su compañero – un joven de unos 22 que coincidía con él de forma esporádica y alardeaba que no se le colaba nadie en el tren. Bien, en aquella ocasión estaba claro que se le había colado alguien, pero ya ajustaría cuentas con él. Ahora su prioridad era el polizón. Sonrió. “Me acabas de alegrar el día” pensó.


Se dio la primera vuelta por los vagones de cola. El tren iba por allí medio vacío y la galería permanecía desierta. Solo tres de los compartimentos del penúltimo vagón estaban ocupados por sendas familias y en el último no había nadie. Echó también un vistazo al furgón de cola, en el que se llevaban los equipajes y algunas mercancías. Sonrió de nuevo: en aquel viaje, solo llevaban los grandes baúles de un grupo de teatro. Decididamente, el día estaba cambiando.


Pasó a los vagones anteriores, que recorrió tranquilamente. La gente estaba sentada en los compartimentos o de pie en la galería charlando o fumando. Era un viaje cómodo, de apenas tres horas. Saludó a sus dos subalternos y estuvo un rato de charla con ellos. El que había dejado colarse al polizón era un pelirrojo pecoso con los ojos verdes:


- Bueno – le preguntó con sorna – seguro que no has dejado colarse hoy a nadie, ¿verdad?


- No, señor. Le aseguro que no hay nadie sin billete en el tren.


- Eso está bien. Hay que ser cuidadoso. Nos dan una buena paga por ello y nadie quiere perder el empleo.


- Por supuesto señor. – respondió el joven, removiéndose intranquilo ante la aguda mirada del revisor jefe.


Recorrió todo el convoy sin ver al polizón. Sonrió. Seguro que se había escondido en el baño como solían hacer pensando que nadie los buscaría allí. No importaba. Aún había tiempo. Y cuanto más durara la caza, mejor sería la recompensa.


A la vuelta le vio por fin. Estaba en la galería del vagón, tratando de ocultarse entre los viajeros que había fumando, acodado en la ventana que estaba abierta para dejar salir el humo del tabaco. No se había equivocado. 20 años, estatura media, muy bien formado, deportista. Se fijó en el pelo, castaño, muy corto, y de pronto estuvo seguro de que era cadete. Se relamió, sintiendo con placer el cosquilleo de la lengua contra el bigote, revisando al chico de arriba abajo. Zapatillas grises de deporte, sudadera gris ajustada y pantalón de chándal blanco. Era una verdadera delicia. Tragó saliva. A través de la tela, se veía que el muchacho tenía un par de piernas largas, musculosas y bien torneadas y un trasero delicioso, firme, redondeado en una curvatura perfecta. Se lo imaginó en cueros, y sintió una erección indomable que le hizo lamerse los labios y, disimuladamente, llevarse la mano bajo la ropa para colocarse el pene.


Con una calma fingida se acercó al joven y se inclinó a su lado para decirle en voz baja: “Perdón, ¿me permite el billete?”. El muchacho, sorprendido, retrocedió un paso y, nervioso, empezó a buscar por los bolsillos de la sudadera. “Sí, por supuesto” dijo sin dejar de buscarse arriba y abajo. El revisor esperaba con una paciencia irónica en su mirada. El polizón empezó a rebuscar en su macuto diciendo: “estaba por aquí. Estoy seguro que lo tenía”. “Mire – dijo el revisor al ver que algunos pasajeros estaban empezando a prestar atención a la escena – haga el favor de pasar al último vagón y allí hablaremos más tranquilos.”. El muchacho asintió y tras recoger un petate le siguió sumisamente por las galerías.


Al pasar junto al revisor pelirrojo, el revisor jefe le saludó llevándose la mano a la gorra con un gesto burlón y haciendo una señal hacia el chico que le seguía. El joven revisor se ruborizó de modo que las pecas se hicieron casi invisibles en el tono rojizo de su rostro. Bajó la cabeza entendiendo por fin lo que antes le había preguntado el revisor jefe.


Éste siguió adelante, siempre seguido por el muchacho de chándal a corta distancia. Atravesaron los dos últimos vagones y llegaron por fin al furgón de equipaje. Allí, el revisor abrió la puerta e hizo pasar delante al polizón. Éste, con la cabeza gacha, entró en el vagón y se quedó quieto en el centro del vagón sin alzar la vista del suelo. A fin de mantener el equilibrio, tenía separadas las piernas, y el revisor echó una mirada apreciativa a su trasero antes de pasar a su lado y sentarse en uno de los baúles que estaba adosado a la pared.


- “Deja tus bultos” – hizo un gesto señalando un rincón - “y ven aquí”. – El muchacho obedeció dejando macuto y petate donde le decían y luego se acercó a dos pasos del revisor, siempre con la vista en el suelo. – “Más cerca” – dijo el revisor haciéndole ponerse al alcance de su brazo. – “Bien” – dijo entonces – “¿Cómo te llamas?”

- ….Jesús…


- Jesús, ¿que?


- Jesús Ruiz, señor. Me llamo Jesús Ruiz, señor.


- Bien. Jesús ¿Me equivoco o estás en el ejército?


- Sí señor. Así es.

- ¿voluntario, no? ¿Es decir que estás en el cuerpo de cadetes?


- Sí señor.


- Bien Jesús, pues hablemos claramente. Por lo que yo veo, hay tres opciones” – levantó la mano con la palma hacia el muchacho y los dedos doblados – “Uno” – desplegó el dedo índice – “puedes pagar el billete y por supuesto la multa correspondiente por haberte colado en el tren, que equivale a diez veces el precio del billete… pero seguro que no tienes dinero para ello ni quieres pedírselo a nadie para no descubrirte, ¿verdad?” – El muchacho asintió tímidamente, con la cabeza baja – “Era de suponer. Bien, sigamos: dos” – y desplegó el dedo corazón – “vía legal. Te denuncio y ello hace que te detengan, un juicio rápido y una condena a lo anterior – agravado por las costas, claro – pero creo que tampoco eso es solución porque la justicia pierde tiempo y dinero en un mindundi como tú, y vuelves a descubrirte”. – El muchacho levantó la mirada un momento con una expresión de miedo en los ojos. El revisor sonrió malévolamente. Le tenía justo donde le quería.- “Y, tres” – levantó el dedo anular – “aprovechar el viaje para solucionar el tema, sin coste alguno para la sociedad, dándote el escarmiento que mereces” - Y al decir la palabra escarmiento desplegó y juntó los dedos y agitó la mano de forma lateral, arriba y abajo con el universal gesto de aviso de unos azotes.


Jesús se ruborizó intensamente al oír la amenaza y ver el gesto. El revisor esperó unos segundos y entonces se paró al lado del muchacho. Le sacaba media cabeza y estaba claro que dominaba la situación. Con calma, alargó las manos y cogió la cremallera de la sudadera bajándola lentamente. Jesús se dejaba hacer, inmóvil, la cabeza gacha y los brazos caídos a lo largo del cuerpo. El revisor le quitó la sudadera dejándole simplemente con una ceñida camiseta a rayas. Dejó la sudadera a un lado y se volvió a sentar.


- Ven aquí – dijo, palmeándose el muslo derecho. Jesús dio dos pasos y se puso donde el revisor le decía. Este alargó la mano cogiendo al chico de la muñeca y le hizo tumbarse sobre sus muslos. Jesús no dijo una palabra y se dejó guiar mansamente. Al recostarse en el regazo del revisor éste le acarició la cabeza. “buen chico” – dijo – “pero tu obediencia no va a evitar que te lleves un buen castigo. Y este culito” – dio un azote apreciativo en la nalga derecha valorando su firmeza y volumen – “va a estar muy colorado cuando acabe contigo”. Se alegró de la sumisión del muchacho. Le habría gustado que rogara y se resistiera algo, pero también le agradaba esa cesión que hacía que el chico se quedara relajado e inmóvil en su regazo.


Levantó entonces la mano y la dejó caer con fuerza. Zas. Zas. Zas. Tres azotes cayeron rápidamente en el centro del trasero. Siguió entonces más pausado, azotando primero un lado y luego otro, sintiendo la mano calentarse al chocar con las nalgas y a Jesús agitarse cada vez que sentía un impacto. Poco a poco aceleró de nuevo el castigo, y una buena lluvia de azotes cayó sobre las indefensas nalgas provocando que el castigado empezara a gemir y se sujetara a la pierna izquierda del revisor con las dos manos. El primer castigo duró más de diez minutos, hasta que el revisor se paró y volvió a acariciar el cabello de Jesús. “Pobrecito” – dijo – “ya ves que el delito se paga”. Acarició el trasero y le hizo ponerse en pie a su derecha. Jesús estaba enrojecido y el sudor le cubría la frente, pero se quedó inmóvil delante de su verdugo.


Éste alargó las manos y desabrochó el lazo que sujetaba el pantalón del chándal. Ante la inmovilidad de Jesús metió los dedos por el elástico y de un tirón bajó los pantalones dejando a la vista el calzoncillo negro y los bien torneados muslos del muchacho. Poniéndole la mano en el trasero, el revisor le hizo volverse a tumbar en sus muslos. Con deleite, levantó el faldón de la camiseta dejando al aire un trozo de carne morena de la espalda y dejó reposar la mano sobre el calzoncillo. “Ahora” – dijo – “voy a seguir con el calentamiento… como te puedes imaginar, tu castigo no ha hecho más que empezar… esto es solo un aperitivo”. Le acarició el pelo y las mejillas. “¿algo que decir?” “No, señor. Lo merezco señor” respondió el muchacho. “Así me gusta” dijo el revisor, y levantando la mano la descargó con un sonido restallante sobre el calzoncillo negro.


El castigo siguió durante no menos de otros quince minutos, y por fin el revisor se detuvo. Notaba la mano ardiendo de los golpes y al apoyar la mano izquierda sobre el trasero lo notó tan caliente como si tuviera fuego. Hizo levantarse entonces a Jesús y le ordenó: “No te subas ni te quites el pantalón. Ponte de frente a aquella pared, con los brazos en alto y las manos en la nuca. Te quiero ahí quieto mientras yo hago mi ronda. Y no quiero que te muevas hasta que vuelva”.