jueves, 18 de septiembre de 2014

Tristán: capítulo 2

Muchas gracias a los lectores, y también curiosamente muchas lectoras, que me han escrito tras la publicación del primer capítulo de Tristán y me han animado a escribir el segundo. Aquí lo tenéis, espero que os guste y, si tenéis un momentillo para escribir una línea o dos, no dejéis de hacer comentarios:

CAPÍTULO 2: EL ABAD

“Reverendo padre Abad:

No somos una familia de muchos medios, vivo de un modesto negocio y durante años me he sacrificado mucho, al igual que tantos otros padres, para que mi hijo tuviera la mejor educación y el mejor futuro posible. Pablo, mi único hijo varón, aunque siempre ha sido un poco holgazán, nunca dio excesivos problemas en su niñez, siempre ha sido un muchacho cariñoso y obediente, hasta que hace ya un par de años empezó a frecuentar compañías indeseables y a llegar a casa tarde, desaliñado, oliendo a vino o a perfume barato de mujer … Supongo que me comprende y le ahorro a usted, así como a mí mismo, el bochorno de entrar en más detalles. Si la primera vez que Pablito no se presentó a cenar y tuvo a su pobre madre en vilo durante varias horas me hubiera sacado el cinturón y le hubiera recibido con una buena paliza, como de hecho tenía pensado hacer... pero cometí el error de expresar mis intenciones claramente a su madre, y ella intercedió en seguida en su favor. Con la azotaina nos habríamos ahorrado seguramente la segunda, la tercera y todas las demás noches de borrachera, consumo de drogas, derroche del dinero y del patrimonio familiar, ...

No obstante, aunque tarde, la situación llegó a tales extremos que reaccioné por fin recientemente, un día en el que le faltó al respeto a su madre; sin pensar siquiera en lo que hacía, de manera instintiva le arreé un par de bofetones, lo llevé cogido de la oreja hasta su habitación y cerré la puerta para castigarlo como es debido sin mediaciones de mi esposa ni de mis hijas. Por fin hice lo que quise hacer desde el primer instante en que empezó su mal comportamiento; le hice desnudarse completamente, de hecho yo mismo le quité los calzoncillos al no querer sacárselos él mismo, me senté en su cama (que él tenía sin hacer, por supuesto), lo puse como el Señor lo trajo al mundo sobre mis rodillas y le di una larga y contundente azotaina. A pesar de los gritos, sollozos, súplicas y quejidos de Pablo, y también de su madre y sus hermanas al otro lado de la puerta, no paré hasta que el dolor en la mano me impidió continuar. La tenía inmensamente roja, pero nada comparado con el tono granate del culito del sinvergüenza, que se había convertido por fin en el niño adorable que había sido antes. Lloraba desconsoladamente; lo puse un rato de cara a la pared desnudito y con las nalgas ardientes para que reflexionara, y luego cuando le levanté el castigo él mismo se echó en mis brazos pidiéndome perdón, llorando de nuevo y prometiendo cambiar. Después de tanta tensión por fin volvíamos a ser padre e hijo y a sentirnos cerca el uno del otro.

Pero se imaginará que el propósito de enmienda duró poco y este caradura está volviendo a las andadas … Se ha apartado demasiado del camino y no va a ser tan fácil encarrilarlo, pero pienso cumplir con mi deber como padre de corregir a este chico y conseguir que no eche a perder su vida. Para evitar problemas con su madre y sus hermanas, que a ratos reconocen que tengo razón pero que enseguida se ablandan y quieren ablandarme a mí, tengo la intención de tomarme unas vacaciones, dejar unos días la tienda en manos de mi mujer, y llevarme al granujilla a una cabaña que utiliza un primo mío durante la temporada de caza pero que en esas fechas estará desocupada. Sin vecinos ni nadie que nos moleste, Pablo y yo solos, por fin podré disponer de tiempo y lugar para proporcionarle todo el cariño y la atención, pero sin duda también todos los azotes y el castigo que necesita. Quiero recuperar al niño obediente al que tanto echo de menos, y estoy seguro de que, aunque no sea consciente de ello, él también necesita, creo que más que nunca, la firmeza de la mano dura de su padre.

Estas vacaciones son la última esperanza que tengo para evitar perder a mi hijo, pero para su éxito necesito su ayuda. Aunque en su interior sigue siendo un crío, el chaval tiene ya el cuerpo de un hombre, con unas nalgas recias y firmes para las que la mano de su padre ya no es suficiente a la hora de darles todo el escarmiento que necesitan. A través de un vecino que también tuvo problemas similares con su hijo hace un tiempo, he conocido el estupendo catálogo de artículos de disciplina que elaboran los religiosos de su Orden y que son lo ideal para los propósitos de un padre desesperado como yo .......”

El Abad fue interrumpido en su lectura al escuchar el sonido de nudillos golpeando la puerta de su despacho. Era el Padre Isidoro, el responsable del taller de la Abadía.

  • Buenos días, Reverendo. No quiero entretenerlo, pero ya tenemos listos los nuevos pedidos para esta semana, necesitamos su firma.
  • Por supuesto, Padre, pase.

El Padre Isidoro acercó el listado de artículos de disciplina que debían salir en el correo del día, junto con las direcciones de los clientes, y que solamente necesitaban la autorización del Abad para poder enviarse. La firma del responsable de la Abadía se estampó debajo de la larga lista de varas, correas, cuerdas, cepillos, banquetas de castigo, supositorios, y largo etcétera de herramientas de disciplina que en breve saldrían hacia todos los barrios de la capital y los pueblos de la comarca. Unos pedidos esperados con mucha ilusión por sus receptores, aunque naturalmente no tanto por los jóvenes cuyos traviesos traseros eran los destinatarios finales de todos esos eficientes instrumentos de castigo.

  • Perfecto, ahora mismo se lo firmo. ¿Alguna novedad en el taller?
  • Hemos recibido una petición de los hermanos de la sede del suroeste, Reverendo. Parece que han tenido un gran incremento de la demanda y nos preguntan si tenemos excedentes.
  • Pues lo veo complicado, fíjese en todo el correo que tenemos esta semana – el Abad señaló la pila de cartas que tenía encima de la mesa, al lado de la que había estado leyendo hasta ese momento-. Y la correspondencia ha sido ya filtrada previamente por el Padre Germán; salvo algún error por su parte, que sería extraño, todas estas solicitudes serán aceptadas. Tan pronto podamos les daremos una lista de todos los instrumentos de corrección que deberían estar listos para la próxima semana. Ya me comentará si necesitan refuerzos en el taller para la producción.
  • Pues es posible, Reverendo, cada vez tenemos más peticiones. Parece que hay mucho traviesillo portándose mal en todas partes.

El Abad sonrió.

  • Eso siempre lo ha habido y lo habrá, Padre. Más bien diría que hay más padres y amos preocupándose por enderezar su comportamiento, y que va dándose poco a poco a conocer la ayuda que pueden recibir por parte de nuestra Orden. Así que me alegro mucho de oírlo, aunque me apena no poder ayudar a nuestros compañeros. Tal vez en la sede del Noroeste sí dispongan de excedentes.
  • Me alegro, Reverendo. Y tengo el placer de comunicarle otra buena noticia: ya tenemos listos los nuevos cepillos y los nuevos termómetros. Cuando quiera pásese por el taller y se los mostraremos.

La cara del Abad se iluminó; la eficiencia de su equipo no dejaba de impresionarle.

  • Estupendo, Padre, será un placer. ¿Le viene bien dentro de una hora, cuando haya acabado de revisar el correo?
  • Perfecto; nos encantaría realizar una demostración práctica. ¿Da usted su autorización para que empleemos a chicos de la sala de castigo?
  • Naturalmente; creo recordar que hay como cinco o seis muchachos sancionados ahora mismo. ¿Le bastaría con dos de ellos? Dígale al Padre Julián que se los proporcione; a ser posible novicios de la Orden. Debemos ser siempre más severos con ellos que con los pupilos del internado.
  • Más que suficiente; muchas gracias, Reverendo. Estaremos esperándole.

De nuevo una tarde de mucho trabajo, pensó el Abad al verse solo de nuevo. Aunque un tanto contrariado porque iba a tener menos tiempo para sus actividades de investigación, presenciar la demostración de los nuevos cepillos y termómetros iba a ser desde luego una actividad muy agradable. Aunque no podría demorarse mucho porque debía darle también tiempo a recibir a los nuevos pupilos que acababan de llegar ese mismo día, especialmente al jovencito hijo de un antiguo cliente en el que el Padre Juan había puesto tantas ilusiones y cuya adquisición había llegado finalmente a buen puerto. ¿Era Tristán su nombre? Un muchacho al parecer tan especial iba a requerir de un entrenamiento igualmente especial para su amo y el Reverendo Padre tenía ya en mente una idea un tanto arriesgada pero que valía la pena intentar.

Aunque le gustaba leer el correo de sus clientes, se veía obligado a hacerlo por encima ante la falta de tiempo; a fin de cuentas el padre Germán, encargado de recibir y contestar la correspondencia, ya había realizado el primer filtro y separado las solicitudes de compra de artículos de disciplina que cabía estimar de las cartas de agradecimiento, las reclamaciones (pocas), las solicitudes de información y de visitas, y las de compras que no reunieran los requisitos considerados imprescindibles.

El Abad recordó la polémica desatada en su día, hacía ya años, respecto a la venta de estos artículos de disciplina de fabricación artesanal, hasta entonces de uso únicamente interno dentro de la Abadía para la corrección de los novicios o que tal vez se regalaban en ocasiones a clientes especiales. Su calidad y eficacia, unidas al aumento de peticiones y a las necesidades económicas de la Abadía en aquella época, hicieron que un grupo de monjes propusiera su comercialización, una práctica que ya era frecuente en otras sedes de la Orden. El éxito fue enorme, permitió financiar unas costosas obras de restauración de todo el complejo en torno a la Abadía, y le convirtió a él, el monje que había sido cabecilla del grupo propulsor de la idea, en el nuevo abad del lugar tras la jubilación del anterior.

La condición de los altos cargos de la Orden para aceptar la fabricación de instrumentos de disciplina con fines comerciales había sido, no obstante, un riguroso control que asegurara el uso correcto de los mismos. Los solicitantes debían enviar una carta firmada a la atención del Reverendo Abad en la que expusieran las razones que motivaban la petición, así como además el nombre y la foto tanto del caballero que los iba a emplear como de los jóvenes a los que pertenecían las nalgas necesitadas de corrección. Los solicitantes debían ser señores respetables, que hubieran pasado de la cuarentena y que explicaran el vínculo que les unía a los muchachos a los que deseaban azotar; normalmente se trataba de familiares que necesitaban poner en su sitio a un hijo, sobrino, yerno o nieto díscolo, o bien de amos o mayordomos con criados poco obedientes o capataces con aprendices holgazanes. Los muchachos necesitados de castigo debían ser naturalmente varones jóvenes de edad legal y los azotes debían aplicarse exclusivamente en los glúteos y la parte superior trasera de los muslos.

Dio un visto bueno a la carta que estaba leyendo tras dar un vistazo a las fotos del papá desesperado, un simpático hombre que intentaba parecer recio pero que no podía evitar un cierto aire bonachón, y del granujilla, un guapo joven moreno con una mirada pícara que concordaba con las andanzas como Casanova y juerguista narradas por su padre. El Abad sonrió al observar la lista de peticiones paternas, que consistía en una vara, una correa, una pesada zapatilla de esparto, un contundente cepillo de madera de roble, un manojo de cuerdas para atar y someter al descarriado joven, una mordaza y una banqueta de castigo para situar las nalgas traviesas en la posición óptima para los azotes. El traviesete no iba a olvidar fácilmente las lecciones que su papá iba a impartirle durante las vacaciones en la cabaña de caza.

Pero por desgracia sus muchas obligaciones impedían al Abad leer íntegramente los textos de las cartas. Se limitó a echar un vistazo y revisar algunos párrafos sueltos del resto de solicitudes antes de darles el visto bueno:

“... Debido a un reciente ascenso laboral, me he mudado a una casa más grande para cuyo mantenimiento necesito contratar personal. Me han recomendado a dos muchachos de confianza, al parecer buenos y obedientes; a pesar de las buenas referencias, conozco cómo son los jóvenes, soy muy estricto con respecto a la disciplina y considero que nada mejor que calentarles el trasero con la mayor frecuencia posible para mantenerlos a raya. Aunque tengo una mano fuerte, prefiero asegurarme su sumisión disponiendo también de una buena vara...”

“... Mi hija se acaba de casar con el hijo de unos buenos amigos de nuestra familia. Tanto mi mujer y yo como nuestros consuegros estamos muy contentos con el enlace; nuestro yerno es un joven cariñoso y muy bien parecido. Su padre lo ha educado con mano firme y hasta el día de su boda le ha propinado frecuentes azotainas. Varias veces estando yo de visita, lo ha cogido de la oreja cuando no había ninguna señora presente y, delante de mí y de otros amigos, le ha bajado pantalones y calzoncillos, lo ha puesto sobre sus rodillas y le ha zurrado en el culito durante no menos de quince o veinte minutos hasta ponérselo rojo como un tomate y mandarlo lloroso de cara a la pared. El día antes de la boda mi consuegro me enseñó el secreto que según él ha mantenido a su chico obediente y respetuoso a lo largo de su adolescencia y primera juventud: un recio cepillo de madera de roble que convierte a los traviesillos más recalcitrantes en niños dóciles y mimosos. Y me encomendó, puesto que mi hija y mi yerno vivirán con nosotros a la vuelta de su luna de miel, que continuase impartiendo al muchacho la disciplina que todo joven de su edad necesita aunque sea ya un hombre casado. Por desgracia no pude recibir como obsequio de mi consuegro el eficiente cepillo; este era todavía necesario en su casa, puesto que mi yerno tiene un hermano menor todavía soltero algo holgazán y necesitado con frecuencia de mano dura; yo mismo he presenciado, de hecho, alguna azotaina impartida de manera simultánea a ambos hermanos, cada uno inclinado sobre una de las rodillas de su padre, seguida de un buen rato cara a la pared con los dos culitos rojos y calientes al aire. Tras una ardua búsqueda, por fin he encontrado en su catálogo algunos cepillos igualmente hermosos y contundentes que podrán servir para cumplir mis obligaciones como suegro...”

“... Llevo diez años como entrenador de fútbol y nunca me había enfrentado a un equipo tan desobediente como el de esta temporada. Hay dos cabecillas que son quienes desestabilizan el grupo y no me gustaría tener que echarlos del equipo porque son buenos jugadores; pero no pienso dejar que desciendan de categoría y echen por la borda el trabajo de años. Y desde luego todos sus compañeros son responsables por hacerse cómplices de estos dos gamberros; en resumen, todo el equipo necesita jarabe de palo. El otro día, después de varias semanas sin rendir en los entrenamientos y tras ser derrotados jugando en casa frente a los colistas de la tabla, hablé muy en serio con los chavales, que estaban muy arrepentidos y se mostraron conformes en endurecer los castigos por faltar a los entrenamientos o desobedecerme durante ellos. Después de cada entrenamiento ellos mismos deciden, con mi visto bueno naturalmente, quienes han sido los tres más flojos y esos se llevan en ese mismo momento una buena azotaina con el culo al aire delante de sus compañeros, sanción que ellos mismos han considerado como la más efectiva. El masajista y uno de los chicos, el que mejor haya jugado, me ayudan en la tarea y cada uno colocamos sobre nuestras rodillas a un jovencito desobediente y le zurramos con la mano en el culito como calentamiento. A continuación les hacemos inclinarse y poner las manos en los tobillos para azotarles con las palas grandes de madera de las que disponemos para ese fin; cuando pierden un partido, todo el equipo es azotado. El método está siendo un éxito y los chicos colaboran, incluso castigando a sus compañeros con azotes más fuertes que los míos o los del masajista. El problema es que este año las estamos utilizando tanto que dos palas se han roto y necesitamos reponerlas urgentemente ...”

La carta que venía a continuación había sido marcada como dudosa por el padre Germán:

“... El comportamiento de mi nieto es intolerable y considero responsable del mismo a mi hijo, que pese a prometérmelo reiteradamente, se ablanda luego y no lo castiga como debe; pero ¿cómo va a hacerlo si él era un crío cuando nació mi nieto, nunca ha sabido ejercer de padre y es el primero que se emborracha cada dos por tres e incumple sus obligaciones más básicas? De hecho ni siquiera tiene instrumentos como es debido para azotar a su hijo; yo mismo le regalé una preciosa vara de abedul y una alpargata que han sido usadas en los traseros de varias generaciones de varones en mi familia, incluyendo al propio padre de mi nieto, que las ha perdido. El único remedio que veo es irme a vivir una temporada con ambos, mi hijo y mi nieto, y establecer un régimen de disciplina como es debido, calentándoles a los dos, al padre y al hijo, el culo como los traviesetes que son. Una buena zurra todas las noches para mandarlos con las nalgas bien rojas a la cama, además de ponerlos sobre mis rodillas cada una de las veces que no obedezcan; no van a poder sentarse desde el momento en que llegue yo a esa casa hasta que por fin su comportamiento se haya enderezado. Necesito para ello en primer lugar una vara y una alpargata de suela bien dura para reemplazar a las que mi hijo ha perdido ...”

Efectivamente la carta se apartaba de la ortodoxia, aunque no tanto como para rechazar completamente la petición del abuelo. Se le enviarían los instrumentos de castigo que necesitaba, pero con una indicación de que no azotase a padre e hijo de manera conjunta, o de lo contrario el muchacho jamás aprendería a respetar a su padre; el trasero de este último no debía ser desnudado, ni mucho menos castigado, delante del chico. A pesar de que debía contar ya con cierta edad, el papá tenía una apariencia juvenil que permitía plantear una excepción; desde luego su comportamiento merecía muchos azotes, tantos como el muchacho o probablemente más, y debía empezar a recibirlos cuanto antes.

Mientras acababa por fin de revisar el correo, llegó a los oídos del Abad el bullicio característico que le confirmó que los nuevos pupilos se encontraban ya en el edificio. Su despacho se encontraba próximo a los baños, que era el primer lugar al que llevaban los monjes a los chicos nuevos para bañarlos y afeitar sus partes íntimas antes de presentarlos ante la comunidad. Pronto distinguió el sonido de azotes golpeando los temerosos traseros de los recién llegados, resultado tal vez de cierta resistencia a ser desnudados para el baño o a dejarse frotar y restregar por las enérgicas manos y cepillos de los frailes. Insistir en que ya eran mayores y preferían bañarse ellos mismos solo serviría para que los culitos de los traviesillos rebeldes recibieran una generosa ración de azotes, que provocarían un escozor extra al caer sobre la piel mojada, antes de ser vigorosamente frotados y enjabonados por las mismas manos y cepillos que acababan de darles su merecido.

Los impactos de las poderosas manos de los religiosos, muy ejercitadas en dominar a muchachos jóvenes, sobre nalgas en la mayor parte de los casos vírgenes en lo que a azotes se refiere enseguida provocaron gemidos y sollozos de una irresistible ternura que, aunque se repitieran todos los días de llegada de novatos al lugar, siempre conmovían al Abad. Y le complacía que las severas atenciones que los inocentes jóvenes estaban recibiendo tuvieran como objeto, al menos en parte, complacerle a él, ante quien los nuevos pupilos debían presentarse guapos y relucientes. Por supuesto el fin de aquellos primeros castigos no era solamente enseñar sumisión ante el máximo señor del lugar, sino que se trataba de sanciones ejemplarizantes que tenían por objeto que aquellos traviesetes no acostumbrados aún a la disciplina fuesen conscientes de lo que se esperaba de ellos y lo que les podía ocurrir ante la más mínima desobediencia.

La escena que no podía ver, pero sí escuchar, le recordó que tenía una pendiente una gestión relacionada con uno de los chavales recién llegados a la Abadía. Pidió que mandaran lo antes posible a su despacho al hermano Horacio mientras seguían llegándole los dulces ecos de azotainas y gemidos provenientes de los baños.

Pocos minutos más tarde, el miembro más joven de la congregación llamaba a su puerta y pedía educadamente permiso para entrar. Lo primero que hizo fue disculparse por presentarse ante el Abad con ropa de deporte, puesto que estaba entrenando a los novicios en ese momento y le comunicaron que el Reverendo Padre deseaba verle urgentemente. Este último sonrió; era imposible no mostrar indulgencia ante los anchos y muy deseables brazos y muslos del atractivo hermano. Su barba semicerrada aumentaba aún más su belleza viril y el magnetismo que desprendía.

  • Pasa, muchacho. ¿Puedo ofrecerte algo de beber?

El tono distendido de su superior relajó a Horacio, que temía que le llamaran para una reprimenda. Acepto un vaso de agua y esperó obediente y curioso a saber por qué había sido llamado al despacho del Abad a esa hora inusual. Este último, perspicaz, se apresuró a acabar de tranquilizar al joven Hermano.

  • No te apures, no te he llamado porque haya ningún problema con tus entrenamientos. Al contrario, los padres y hermanos de la Abadía hablan muy bien de ti, y los dos sabemos que algunos de ellos no son fáciles de convencer. Y también los novicios y los pupilos están muy contentos contigo; el deporte mantiene su mente despejada de travesuras gracias a la estupenda tarea que estás desempeñando.
  • Vaya, muchas gracias, Reverendo. -La modestia del joven, levemente ruborizado ante los piropos, agradó al Abad.

Se sucedió un momento de silencio mientras el superior, al que le gustaba conversar sin prisas, contemplaba complacido los hermosos muslos de su subordinado, entre los cuales se infiltraba algo de vello púbico debido a lo corto del pantalón de deporte. El Abad creyó recordar haber bajado más de una vez con sus propias manos ese mismo pantalón, aunque no podría asegurar que no se tratara de otro modelo idéntico.

En ese momento, entre el jaleo atenuado que se filtraba desde los años, se destacó con claridad el compás producido por madera impactando de manera continua y rítmica sobre piel desnuda, seguidos de los gritos de súplica del muchacho objeto de castigo. El hermano Horacio sonrió al identificar el sonido, muy habitual en la Abadía en la hora del baño de los muchachos, de una dolorosa azotaina propinada a algún jovencito con el reverso del cepillo empleado para enjabonarle. Los cepillos de baño en la Abadía eran largos, sólidos y pesados y frotar los cuerpos de los traviesetes era solo una de las dos funciones que cumplían con gran eficacia, siendo la otra calentar bonitos traseros hasta volverlos de color rojo oscuro. A pesar de que sabía bien cuánto escocía y conocía el ardor en las nalgas al sentarse horas o incluso días después de una sesión con el cepillo, o tal vez precisamente por eso, al Hermanole gustaba mucho usarlo con los jugadores a los que entrenaba, sobre todo con los de culitos redondos y algo regordetes.

  • Parece que los chicos nuevos son traviesos, Reverendo. - Se permitió bromear.
  • De ellos quería hablarte precisamente, Horacio. De uno de ellos en concreto.
  • ¿Lo conozco acaso?
  • No, pero llegarás a conocerlo bien. Quiero que te encargues de adiestrarlo.

El hermano Horacio no estaba seguro de entender el sentido de esas palabras.

  • ¿Quiere decir en el equipo de rugby, Reverendo?
  • Me refiero a su adiestramiento como pupilo, Horacio. -Ante la extrañeza del joven, que ya se había imaginado, aclaró: -Serás liberado de horas como entrenador para encargarte de uno de los nuevos. Este es un buen momento de que tengas pupilos a tu cargo como la mayoría de los hermanos y de los padres. El chico se llama Tristán y lo ha traído el Padre Juan en la remesa de hoy. Preséntate ante él e infórmale de que serás tú quien estará a su cargo.

El hermano Horacio conocía bien la mirada que le estaba dirigiendo el Abad. Se trataba de una orden que solo cabía atacar; cualquier réplica o discusión no serviría de nada, salvo tal vez para ganarse algún castigo. Su superior le dio permiso para retirarse y lidiar a solas con su confusión.

Resuelta la cuestión de la atención a ese nuevo pupilo tan especial que el Padre Juan había traído hoy a la Abadía y que en esos momentos habría sido ya bañado y tal vez afeitado, el Abad consultó el reloj y se dirigió sin más dilación al taller donde le mostrarían la exhibición de los nuevos productos de castigo. No le gustaba hacer esperar ni aprovecharse de su cargo para no cumplir con la puntualidad que era norma en la Orden.

Al llegar al taller, el Padre Isidoro lo recibió con una sonrisa y con los nuevos modelos de cepillo y termómetro preparados en una mesa para la exhibición. Junto a él se encontraban dos novicios que colaboraban en el taller y que seguramente se habían encargado de ejecutar con habilidad artesana los diseños del Padre. Y enfrente, dos banquetas de castigo que muy pronto estarían ocupadas.

  • Estupendo, Padre, veo que tiene ya todo listo. Chicos -se dirigió a los novicios- ¿podéis avisar al Padre Julián para que traiga a los traviesos?
  • Ahora mismo, Reverendo.

Uno de los jóvenes desapareció diligente para reaparecer tres minutos más tarde acompañado del Padre Julián. Cada uno de ellos acompañaba, o sería más exacto decir empujaba, a un amedrentado novicio cuya reclusión en la sala de castigo había sido interrumpida bruscamente con fines desconocidos pero probablemente poco placenteros. Los guapos jóvenes castigados comparecían, como era natural en la Abadía en esas circunstancias, completamente desnudos y con las manos atadas; mientras el novicio, compañero al fin y el cabo, había tomado a su recluso del brazo, el Padre Julián, más severo, aumentaba la humillación del suyo arrastrándolo sin compasión de la oreja. Los dos traviesetes caminaban aturdidos, no solamente por sus ataduras y por el aturdimiento que les provocaba la vergüenza de su desnudez y su castigo público, sino también por el causado por la penumbra de la sala de penitencia a la que se les había confinado por alguna desobediencia o travesura. Sus nalgas y muslos mostraban también, tanto por su vivo color casi granate como por las marcas de muchos azotes con diferentes instrumentos, las huellas de su estancia en aquella sala que tanto temor causaba a los novicios y pupilos de la Abadía.

  • Muchas gracias, Padre Julián. Coloque por favor a este par de golfos en posición para su nuevo castigo.
  • Encantado, Reverendo.

Con sonrisa propia de quien lleva a cabo una tarea que le resulta muy grata, el Padre Julián condujo a su presa hasta una de las banquetas libres en medio del taller, y solo al llegar a su destino soltó su oreja para inclinarlo sobre el mueble. Las banquetas de castigo eran reclinatorios con espacios separados para ambas rodillas y una rampa en la parte delantera en los que se hacía arrodillar a los traviesos con el tronco inclinado hacia abajo hasta dejar la cabeza a no muchos centímetros del suelo; por otra parte, el hueco considerable entre las rodillas obligaba al joven a separar mucho las piernas.

El resultado era que las nalgas, así como el periné, el ano, los testículos y las partes más íntimas del muchacho, totalmente exhibidas, se convertían en la zona más visible y prominente de su cuerpo mientras su cara quedaba oculta y sus brazos y piernas podían ser fácilmente atados e inmovilizados. Esta postura, donde todos los encantos del joven mostraban al público toda su belleza, así como su vulnerabilidad para un castigo, se conocía en la Abadía como la posición de sumisión. Era frecuente ver en las salas comunes con fin ejemplarizante a uno o varios muchachos que debían permanecer largo rato, a veces más de una hora, en posición de sumisión en una de aquellas banquetas, normalmente con los traseros enrojecidos y con marcas de vara o del instrumento con el que se les hubiera castigado anteriormente. Un espectáculo que tanto el Abad como el resto de frailes, especialmente los más maduros, encontraban siempre enormemente estimulante.

Una vez colocados en posición, el Padre Isidoro realizó una breve explicación de los nuevos productos fabricados en el taller.

  • Por fin podemos presentar hoy los nuevos modelos de termómetro y cepillo de castigo en los que llevamos trabajando las últimas semanas. El termómetro es naturalmente de uso rectal y la varilla sensora de temperatura, como se puede apreciar, es larga y gruesa. Sin interferir para nada en su función de medir la temperatura interna del novicio o pupilo, sirve también para dilatar su culito, con fines de castigo o de simple entrenamiento.

Mientras hablaba el Padre procedía a una demostración práctica con un modelo de varilla marcadamente fálica, de longitud y espesor notables, que fue introduciendo muy lentamente en uno de los novicios desnudos; las protestas del joven, más sonoras y suplicantes a medida que la cánula iba abriéndose camino en su interior, provocaron la sonrisa y también la excitación de los presentes durante los varios minutos que duró su agonía. Una vez introducida la varilla en su totalidad, el traviesete tendría que mantenerla todo el resto del tiempo que durara la demostración.

El termómetro fue aplicado solamente a uno de los novicios; para el segundo, igualmente atado y colocado en posición de sumisión, el Padre Julián había reservado un tormento no menos sofisticado que pasó a explicar una vez que el termómetro estuvo firmemente anclado en el recto de su compañero. Se trataba de un pequeño cepillo de mango cilíndrico y delgado rodeado en toda su superficie exterior por cerdas finas y romas que tenía intrigado al Abad, que esperaba ver un gran cepillo de baño robusto, pesado y de enormes dimensiones.

  • Y esta es una invención que debemos a una idea del Hermano Horacio. Este cepillito parece inofensivo pero funciona como un auténtico taladro que, introducido en el culete de un travieso durante el baño, es extremadamente eficaz para la higiene más íntima, además de como método de castigo de los más dolorosos.

El Padre embadurnó el pequeño instrumento de limpieza en jabón y comenzó a frotar vigorosamente el interior del ano del joven novicio; los chillidos y los ojos llenos de lágrimas del desdichado hicieron patente la efectividad de la diabólica invención nada más serle introducida. El mango cilíndrico permitía el movimiento de las finas cerdas tanto en dirección longitudinal, hacia dentro y hacia fuera del muchacho, como circular, retorciéndose en el interior del recto y limpiándolo con suprema y no menos dolorosa eficacia.


Acabada la demostración, el Abad rompió a aplaudir, acompañado del Padre Julián e incluso de los dos novicios que habían ayudado a inmovilizar a sus compañeros y que, pese a que no dudaban que tanto el termómetro como el cepillo les serían aplicados más pronto que tarde, habían disfrutado enormemente de ver a sus compañeros recibiéndolos y no podían sino reconocer lo ingenioso de la idea. El patriarca de la Abadía felicitó efusivamente al Padre Isidoro y, como muestra de alegría, dio orden de desatar a los dos novicios castigados y todavía sollozantes y escocidos. Tras una breve charla con unos y con otros, tuvo que despedirse cuando el Hermano Horacio entró para avisarle de que los nuevos pupilos, entre ellos el esperado Tristán, estaban listos para recibirle.