jueves, 18 de septiembre de 2014

Tristán: capítulo 2

Muchas gracias a los lectores, y también curiosamente muchas lectoras, que me han escrito tras la publicación del primer capítulo de Tristán y me han animado a escribir el segundo. Aquí lo tenéis, espero que os guste y, si tenéis un momentillo para escribir una línea o dos, no dejéis de hacer comentarios:

CAPÍTULO 2: EL ABAD

“Reverendo padre Abad:

No somos una familia de muchos medios, vivo de un modesto negocio y durante años me he sacrificado mucho, al igual que tantos otros padres, para que mi hijo tuviera la mejor educación y el mejor futuro posible. Pablo, mi único hijo varón, aunque siempre ha sido un poco holgazán, nunca dio excesivos problemas en su niñez, siempre ha sido un muchacho cariñoso y obediente, hasta que hace ya un par de años empezó a frecuentar compañías indeseables y a llegar a casa tarde, desaliñado, oliendo a vino o a perfume barato de mujer … Supongo que me comprende y le ahorro a usted, así como a mí mismo, el bochorno de entrar en más detalles. Si la primera vez que Pablito no se presentó a cenar y tuvo a su pobre madre en vilo durante varias horas me hubiera sacado el cinturón y le hubiera recibido con una buena paliza, como de hecho tenía pensado hacer... pero cometí el error de expresar mis intenciones claramente a su madre, y ella intercedió en seguida en su favor. Con la azotaina nos habríamos ahorrado seguramente la segunda, la tercera y todas las demás noches de borrachera, consumo de drogas, derroche del dinero y del patrimonio familiar, ...

No obstante, aunque tarde, la situación llegó a tales extremos que reaccioné por fin recientemente, un día en el que le faltó al respeto a su madre; sin pensar siquiera en lo que hacía, de manera instintiva le arreé un par de bofetones, lo llevé cogido de la oreja hasta su habitación y cerré la puerta para castigarlo como es debido sin mediaciones de mi esposa ni de mis hijas. Por fin hice lo que quise hacer desde el primer instante en que empezó su mal comportamiento; le hice desnudarse completamente, de hecho yo mismo le quité los calzoncillos al no querer sacárselos él mismo, me senté en su cama (que él tenía sin hacer, por supuesto), lo puse como el Señor lo trajo al mundo sobre mis rodillas y le di una larga y contundente azotaina. A pesar de los gritos, sollozos, súplicas y quejidos de Pablo, y también de su madre y sus hermanas al otro lado de la puerta, no paré hasta que el dolor en la mano me impidió continuar. La tenía inmensamente roja, pero nada comparado con el tono granate del culito del sinvergüenza, que se había convertido por fin en el niño adorable que había sido antes. Lloraba desconsoladamente; lo puse un rato de cara a la pared desnudito y con las nalgas ardientes para que reflexionara, y luego cuando le levanté el castigo él mismo se echó en mis brazos pidiéndome perdón, llorando de nuevo y prometiendo cambiar. Después de tanta tensión por fin volvíamos a ser padre e hijo y a sentirnos cerca el uno del otro.

Pero se imaginará que el propósito de enmienda duró poco y este caradura está volviendo a las andadas … Se ha apartado demasiado del camino y no va a ser tan fácil encarrilarlo, pero pienso cumplir con mi deber como padre de corregir a este chico y conseguir que no eche a perder su vida. Para evitar problemas con su madre y sus hermanas, que a ratos reconocen que tengo razón pero que enseguida se ablandan y quieren ablandarme a mí, tengo la intención de tomarme unas vacaciones, dejar unos días la tienda en manos de mi mujer, y llevarme al granujilla a una cabaña que utiliza un primo mío durante la temporada de caza pero que en esas fechas estará desocupada. Sin vecinos ni nadie que nos moleste, Pablo y yo solos, por fin podré disponer de tiempo y lugar para proporcionarle todo el cariño y la atención, pero sin duda también todos los azotes y el castigo que necesita. Quiero recuperar al niño obediente al que tanto echo de menos, y estoy seguro de que, aunque no sea consciente de ello, él también necesita, creo que más que nunca, la firmeza de la mano dura de su padre.

Estas vacaciones son la última esperanza que tengo para evitar perder a mi hijo, pero para su éxito necesito su ayuda. Aunque en su interior sigue siendo un crío, el chaval tiene ya el cuerpo de un hombre, con unas nalgas recias y firmes para las que la mano de su padre ya no es suficiente a la hora de darles todo el escarmiento que necesitan. A través de un vecino que también tuvo problemas similares con su hijo hace un tiempo, he conocido el estupendo catálogo de artículos de disciplina que elaboran los religiosos de su Orden y que son lo ideal para los propósitos de un padre desesperado como yo .......”

El Abad fue interrumpido en su lectura al escuchar el sonido de nudillos golpeando la puerta de su despacho. Era el Padre Isidoro, el responsable del taller de la Abadía.

  • Buenos días, Reverendo. No quiero entretenerlo, pero ya tenemos listos los nuevos pedidos para esta semana, necesitamos su firma.
  • Por supuesto, Padre, pase.

El Padre Isidoro acercó el listado de artículos de disciplina que debían salir en el correo del día, junto con las direcciones de los clientes, y que solamente necesitaban la autorización del Abad para poder enviarse. La firma del responsable de la Abadía se estampó debajo de la larga lista de varas, correas, cuerdas, cepillos, banquetas de castigo, supositorios, y largo etcétera de herramientas de disciplina que en breve saldrían hacia todos los barrios de la capital y los pueblos de la comarca. Unos pedidos esperados con mucha ilusión por sus receptores, aunque naturalmente no tanto por los jóvenes cuyos traviesos traseros eran los destinatarios finales de todos esos eficientes instrumentos de castigo.

  • Perfecto, ahora mismo se lo firmo. ¿Alguna novedad en el taller?
  • Hemos recibido una petición de los hermanos de la sede del suroeste, Reverendo. Parece que han tenido un gran incremento de la demanda y nos preguntan si tenemos excedentes.
  • Pues lo veo complicado, fíjese en todo el correo que tenemos esta semana – el Abad señaló la pila de cartas que tenía encima de la mesa, al lado de la que había estado leyendo hasta ese momento-. Y la correspondencia ha sido ya filtrada previamente por el Padre Germán; salvo algún error por su parte, que sería extraño, todas estas solicitudes serán aceptadas. Tan pronto podamos les daremos una lista de todos los instrumentos de corrección que deberían estar listos para la próxima semana. Ya me comentará si necesitan refuerzos en el taller para la producción.
  • Pues es posible, Reverendo, cada vez tenemos más peticiones. Parece que hay mucho traviesillo portándose mal en todas partes.

El Abad sonrió.

  • Eso siempre lo ha habido y lo habrá, Padre. Más bien diría que hay más padres y amos preocupándose por enderezar su comportamiento, y que va dándose poco a poco a conocer la ayuda que pueden recibir por parte de nuestra Orden. Así que me alegro mucho de oírlo, aunque me apena no poder ayudar a nuestros compañeros. Tal vez en la sede del Noroeste sí dispongan de excedentes.
  • Me alegro, Reverendo. Y tengo el placer de comunicarle otra buena noticia: ya tenemos listos los nuevos cepillos y los nuevos termómetros. Cuando quiera pásese por el taller y se los mostraremos.

La cara del Abad se iluminó; la eficiencia de su equipo no dejaba de impresionarle.

  • Estupendo, Padre, será un placer. ¿Le viene bien dentro de una hora, cuando haya acabado de revisar el correo?
  • Perfecto; nos encantaría realizar una demostración práctica. ¿Da usted su autorización para que empleemos a chicos de la sala de castigo?
  • Naturalmente; creo recordar que hay como cinco o seis muchachos sancionados ahora mismo. ¿Le bastaría con dos de ellos? Dígale al Padre Julián que se los proporcione; a ser posible novicios de la Orden. Debemos ser siempre más severos con ellos que con los pupilos del internado.
  • Más que suficiente; muchas gracias, Reverendo. Estaremos esperándole.

De nuevo una tarde de mucho trabajo, pensó el Abad al verse solo de nuevo. Aunque un tanto contrariado porque iba a tener menos tiempo para sus actividades de investigación, presenciar la demostración de los nuevos cepillos y termómetros iba a ser desde luego una actividad muy agradable. Aunque no podría demorarse mucho porque debía darle también tiempo a recibir a los nuevos pupilos que acababan de llegar ese mismo día, especialmente al jovencito hijo de un antiguo cliente en el que el Padre Juan había puesto tantas ilusiones y cuya adquisición había llegado finalmente a buen puerto. ¿Era Tristán su nombre? Un muchacho al parecer tan especial iba a requerir de un entrenamiento igualmente especial para su amo y el Reverendo Padre tenía ya en mente una idea un tanto arriesgada pero que valía la pena intentar.

Aunque le gustaba leer el correo de sus clientes, se veía obligado a hacerlo por encima ante la falta de tiempo; a fin de cuentas el padre Germán, encargado de recibir y contestar la correspondencia, ya había realizado el primer filtro y separado las solicitudes de compra de artículos de disciplina que cabía estimar de las cartas de agradecimiento, las reclamaciones (pocas), las solicitudes de información y de visitas, y las de compras que no reunieran los requisitos considerados imprescindibles.

El Abad recordó la polémica desatada en su día, hacía ya años, respecto a la venta de estos artículos de disciplina de fabricación artesanal, hasta entonces de uso únicamente interno dentro de la Abadía para la corrección de los novicios o que tal vez se regalaban en ocasiones a clientes especiales. Su calidad y eficacia, unidas al aumento de peticiones y a las necesidades económicas de la Abadía en aquella época, hicieron que un grupo de monjes propusiera su comercialización, una práctica que ya era frecuente en otras sedes de la Orden. El éxito fue enorme, permitió financiar unas costosas obras de restauración de todo el complejo en torno a la Abadía, y le convirtió a él, el monje que había sido cabecilla del grupo propulsor de la idea, en el nuevo abad del lugar tras la jubilación del anterior.

La condición de los altos cargos de la Orden para aceptar la fabricación de instrumentos de disciplina con fines comerciales había sido, no obstante, un riguroso control que asegurara el uso correcto de los mismos. Los solicitantes debían enviar una carta firmada a la atención del Reverendo Abad en la que expusieran las razones que motivaban la petición, así como además el nombre y la foto tanto del caballero que los iba a emplear como de los jóvenes a los que pertenecían las nalgas necesitadas de corrección. Los solicitantes debían ser señores respetables, que hubieran pasado de la cuarentena y que explicaran el vínculo que les unía a los muchachos a los que deseaban azotar; normalmente se trataba de familiares que necesitaban poner en su sitio a un hijo, sobrino, yerno o nieto díscolo, o bien de amos o mayordomos con criados poco obedientes o capataces con aprendices holgazanes. Los muchachos necesitados de castigo debían ser naturalmente varones jóvenes de edad legal y los azotes debían aplicarse exclusivamente en los glúteos y la parte superior trasera de los muslos.

Dio un visto bueno a la carta que estaba leyendo tras dar un vistazo a las fotos del papá desesperado, un simpático hombre que intentaba parecer recio pero que no podía evitar un cierto aire bonachón, y del granujilla, un guapo joven moreno con una mirada pícara que concordaba con las andanzas como Casanova y juerguista narradas por su padre. El Abad sonrió al observar la lista de peticiones paternas, que consistía en una vara, una correa, una pesada zapatilla de esparto, un contundente cepillo de madera de roble, un manojo de cuerdas para atar y someter al descarriado joven, una mordaza y una banqueta de castigo para situar las nalgas traviesas en la posición óptima para los azotes. El traviesete no iba a olvidar fácilmente las lecciones que su papá iba a impartirle durante las vacaciones en la cabaña de caza.

Pero por desgracia sus muchas obligaciones impedían al Abad leer íntegramente los textos de las cartas. Se limitó a echar un vistazo y revisar algunos párrafos sueltos del resto de solicitudes antes de darles el visto bueno:

“... Debido a un reciente ascenso laboral, me he mudado a una casa más grande para cuyo mantenimiento necesito contratar personal. Me han recomendado a dos muchachos de confianza, al parecer buenos y obedientes; a pesar de las buenas referencias, conozco cómo son los jóvenes, soy muy estricto con respecto a la disciplina y considero que nada mejor que calentarles el trasero con la mayor frecuencia posible para mantenerlos a raya. Aunque tengo una mano fuerte, prefiero asegurarme su sumisión disponiendo también de una buena vara...”

“... Mi hija se acaba de casar con el hijo de unos buenos amigos de nuestra familia. Tanto mi mujer y yo como nuestros consuegros estamos muy contentos con el enlace; nuestro yerno es un joven cariñoso y muy bien parecido. Su padre lo ha educado con mano firme y hasta el día de su boda le ha propinado frecuentes azotainas. Varias veces estando yo de visita, lo ha cogido de la oreja cuando no había ninguna señora presente y, delante de mí y de otros amigos, le ha bajado pantalones y calzoncillos, lo ha puesto sobre sus rodillas y le ha zurrado en el culito durante no menos de quince o veinte minutos hasta ponérselo rojo como un tomate y mandarlo lloroso de cara a la pared. El día antes de la boda mi consuegro me enseñó el secreto que según él ha mantenido a su chico obediente y respetuoso a lo largo de su adolescencia y primera juventud: un recio cepillo de madera de roble que convierte a los traviesillos más recalcitrantes en niños dóciles y mimosos. Y me encomendó, puesto que mi hija y mi yerno vivirán con nosotros a la vuelta de su luna de miel, que continuase impartiendo al muchacho la disciplina que todo joven de su edad necesita aunque sea ya un hombre casado. Por desgracia no pude recibir como obsequio de mi consuegro el eficiente cepillo; este era todavía necesario en su casa, puesto que mi yerno tiene un hermano menor todavía soltero algo holgazán y necesitado con frecuencia de mano dura; yo mismo he presenciado, de hecho, alguna azotaina impartida de manera simultánea a ambos hermanos, cada uno inclinado sobre una de las rodillas de su padre, seguida de un buen rato cara a la pared con los dos culitos rojos y calientes al aire. Tras una ardua búsqueda, por fin he encontrado en su catálogo algunos cepillos igualmente hermosos y contundentes que podrán servir para cumplir mis obligaciones como suegro...”

“... Llevo diez años como entrenador de fútbol y nunca me había enfrentado a un equipo tan desobediente como el de esta temporada. Hay dos cabecillas que son quienes desestabilizan el grupo y no me gustaría tener que echarlos del equipo porque son buenos jugadores; pero no pienso dejar que desciendan de categoría y echen por la borda el trabajo de años. Y desde luego todos sus compañeros son responsables por hacerse cómplices de estos dos gamberros; en resumen, todo el equipo necesita jarabe de palo. El otro día, después de varias semanas sin rendir en los entrenamientos y tras ser derrotados jugando en casa frente a los colistas de la tabla, hablé muy en serio con los chavales, que estaban muy arrepentidos y se mostraron conformes en endurecer los castigos por faltar a los entrenamientos o desobedecerme durante ellos. Después de cada entrenamiento ellos mismos deciden, con mi visto bueno naturalmente, quienes han sido los tres más flojos y esos se llevan en ese mismo momento una buena azotaina con el culo al aire delante de sus compañeros, sanción que ellos mismos han considerado como la más efectiva. El masajista y uno de los chicos, el que mejor haya jugado, me ayudan en la tarea y cada uno colocamos sobre nuestras rodillas a un jovencito desobediente y le zurramos con la mano en el culito como calentamiento. A continuación les hacemos inclinarse y poner las manos en los tobillos para azotarles con las palas grandes de madera de las que disponemos para ese fin; cuando pierden un partido, todo el equipo es azotado. El método está siendo un éxito y los chicos colaboran, incluso castigando a sus compañeros con azotes más fuertes que los míos o los del masajista. El problema es que este año las estamos utilizando tanto que dos palas se han roto y necesitamos reponerlas urgentemente ...”

La carta que venía a continuación había sido marcada como dudosa por el padre Germán:

“... El comportamiento de mi nieto es intolerable y considero responsable del mismo a mi hijo, que pese a prometérmelo reiteradamente, se ablanda luego y no lo castiga como debe; pero ¿cómo va a hacerlo si él era un crío cuando nació mi nieto, nunca ha sabido ejercer de padre y es el primero que se emborracha cada dos por tres e incumple sus obligaciones más básicas? De hecho ni siquiera tiene instrumentos como es debido para azotar a su hijo; yo mismo le regalé una preciosa vara de abedul y una alpargata que han sido usadas en los traseros de varias generaciones de varones en mi familia, incluyendo al propio padre de mi nieto, que las ha perdido. El único remedio que veo es irme a vivir una temporada con ambos, mi hijo y mi nieto, y establecer un régimen de disciplina como es debido, calentándoles a los dos, al padre y al hijo, el culo como los traviesetes que son. Una buena zurra todas las noches para mandarlos con las nalgas bien rojas a la cama, además de ponerlos sobre mis rodillas cada una de las veces que no obedezcan; no van a poder sentarse desde el momento en que llegue yo a esa casa hasta que por fin su comportamiento se haya enderezado. Necesito para ello en primer lugar una vara y una alpargata de suela bien dura para reemplazar a las que mi hijo ha perdido ...”

Efectivamente la carta se apartaba de la ortodoxia, aunque no tanto como para rechazar completamente la petición del abuelo. Se le enviarían los instrumentos de castigo que necesitaba, pero con una indicación de que no azotase a padre e hijo de manera conjunta, o de lo contrario el muchacho jamás aprendería a respetar a su padre; el trasero de este último no debía ser desnudado, ni mucho menos castigado, delante del chico. A pesar de que debía contar ya con cierta edad, el papá tenía una apariencia juvenil que permitía plantear una excepción; desde luego su comportamiento merecía muchos azotes, tantos como el muchacho o probablemente más, y debía empezar a recibirlos cuanto antes.

Mientras acababa por fin de revisar el correo, llegó a los oídos del Abad el bullicio característico que le confirmó que los nuevos pupilos se encontraban ya en el edificio. Su despacho se encontraba próximo a los baños, que era el primer lugar al que llevaban los monjes a los chicos nuevos para bañarlos y afeitar sus partes íntimas antes de presentarlos ante la comunidad. Pronto distinguió el sonido de azotes golpeando los temerosos traseros de los recién llegados, resultado tal vez de cierta resistencia a ser desnudados para el baño o a dejarse frotar y restregar por las enérgicas manos y cepillos de los frailes. Insistir en que ya eran mayores y preferían bañarse ellos mismos solo serviría para que los culitos de los traviesillos rebeldes recibieran una generosa ración de azotes, que provocarían un escozor extra al caer sobre la piel mojada, antes de ser vigorosamente frotados y enjabonados por las mismas manos y cepillos que acababan de darles su merecido.

Los impactos de las poderosas manos de los religiosos, muy ejercitadas en dominar a muchachos jóvenes, sobre nalgas en la mayor parte de los casos vírgenes en lo que a azotes se refiere enseguida provocaron gemidos y sollozos de una irresistible ternura que, aunque se repitieran todos los días de llegada de novatos al lugar, siempre conmovían al Abad. Y le complacía que las severas atenciones que los inocentes jóvenes estaban recibiendo tuvieran como objeto, al menos en parte, complacerle a él, ante quien los nuevos pupilos debían presentarse guapos y relucientes. Por supuesto el fin de aquellos primeros castigos no era solamente enseñar sumisión ante el máximo señor del lugar, sino que se trataba de sanciones ejemplarizantes que tenían por objeto que aquellos traviesetes no acostumbrados aún a la disciplina fuesen conscientes de lo que se esperaba de ellos y lo que les podía ocurrir ante la más mínima desobediencia.

La escena que no podía ver, pero sí escuchar, le recordó que tenía una pendiente una gestión relacionada con uno de los chavales recién llegados a la Abadía. Pidió que mandaran lo antes posible a su despacho al hermano Horacio mientras seguían llegándole los dulces ecos de azotainas y gemidos provenientes de los baños.

Pocos minutos más tarde, el miembro más joven de la congregación llamaba a su puerta y pedía educadamente permiso para entrar. Lo primero que hizo fue disculparse por presentarse ante el Abad con ropa de deporte, puesto que estaba entrenando a los novicios en ese momento y le comunicaron que el Reverendo Padre deseaba verle urgentemente. Este último sonrió; era imposible no mostrar indulgencia ante los anchos y muy deseables brazos y muslos del atractivo hermano. Su barba semicerrada aumentaba aún más su belleza viril y el magnetismo que desprendía.

  • Pasa, muchacho. ¿Puedo ofrecerte algo de beber?

El tono distendido de su superior relajó a Horacio, que temía que le llamaran para una reprimenda. Acepto un vaso de agua y esperó obediente y curioso a saber por qué había sido llamado al despacho del Abad a esa hora inusual. Este último, perspicaz, se apresuró a acabar de tranquilizar al joven Hermano.

  • No te apures, no te he llamado porque haya ningún problema con tus entrenamientos. Al contrario, los padres y hermanos de la Abadía hablan muy bien de ti, y los dos sabemos que algunos de ellos no son fáciles de convencer. Y también los novicios y los pupilos están muy contentos contigo; el deporte mantiene su mente despejada de travesuras gracias a la estupenda tarea que estás desempeñando.
  • Vaya, muchas gracias, Reverendo. -La modestia del joven, levemente ruborizado ante los piropos, agradó al Abad.

Se sucedió un momento de silencio mientras el superior, al que le gustaba conversar sin prisas, contemplaba complacido los hermosos muslos de su subordinado, entre los cuales se infiltraba algo de vello púbico debido a lo corto del pantalón de deporte. El Abad creyó recordar haber bajado más de una vez con sus propias manos ese mismo pantalón, aunque no podría asegurar que no se tratara de otro modelo idéntico.

En ese momento, entre el jaleo atenuado que se filtraba desde los años, se destacó con claridad el compás producido por madera impactando de manera continua y rítmica sobre piel desnuda, seguidos de los gritos de súplica del muchacho objeto de castigo. El hermano Horacio sonrió al identificar el sonido, muy habitual en la Abadía en la hora del baño de los muchachos, de una dolorosa azotaina propinada a algún jovencito con el reverso del cepillo empleado para enjabonarle. Los cepillos de baño en la Abadía eran largos, sólidos y pesados y frotar los cuerpos de los traviesetes era solo una de las dos funciones que cumplían con gran eficacia, siendo la otra calentar bonitos traseros hasta volverlos de color rojo oscuro. A pesar de que sabía bien cuánto escocía y conocía el ardor en las nalgas al sentarse horas o incluso días después de una sesión con el cepillo, o tal vez precisamente por eso, al Hermanole gustaba mucho usarlo con los jugadores a los que entrenaba, sobre todo con los de culitos redondos y algo regordetes.

  • Parece que los chicos nuevos son traviesos, Reverendo. - Se permitió bromear.
  • De ellos quería hablarte precisamente, Horacio. De uno de ellos en concreto.
  • ¿Lo conozco acaso?
  • No, pero llegarás a conocerlo bien. Quiero que te encargues de adiestrarlo.

El hermano Horacio no estaba seguro de entender el sentido de esas palabras.

  • ¿Quiere decir en el equipo de rugby, Reverendo?
  • Me refiero a su adiestramiento como pupilo, Horacio. -Ante la extrañeza del joven, que ya se había imaginado, aclaró: -Serás liberado de horas como entrenador para encargarte de uno de los nuevos. Este es un buen momento de que tengas pupilos a tu cargo como la mayoría de los hermanos y de los padres. El chico se llama Tristán y lo ha traído el Padre Juan en la remesa de hoy. Preséntate ante él e infórmale de que serás tú quien estará a su cargo.

El hermano Horacio conocía bien la mirada que le estaba dirigiendo el Abad. Se trataba de una orden que solo cabía atacar; cualquier réplica o discusión no serviría de nada, salvo tal vez para ganarse algún castigo. Su superior le dio permiso para retirarse y lidiar a solas con su confusión.

Resuelta la cuestión de la atención a ese nuevo pupilo tan especial que el Padre Juan había traído hoy a la Abadía y que en esos momentos habría sido ya bañado y tal vez afeitado, el Abad consultó el reloj y se dirigió sin más dilación al taller donde le mostrarían la exhibición de los nuevos productos de castigo. No le gustaba hacer esperar ni aprovecharse de su cargo para no cumplir con la puntualidad que era norma en la Orden.

Al llegar al taller, el Padre Isidoro lo recibió con una sonrisa y con los nuevos modelos de cepillo y termómetro preparados en una mesa para la exhibición. Junto a él se encontraban dos novicios que colaboraban en el taller y que seguramente se habían encargado de ejecutar con habilidad artesana los diseños del Padre. Y enfrente, dos banquetas de castigo que muy pronto estarían ocupadas.

  • Estupendo, Padre, veo que tiene ya todo listo. Chicos -se dirigió a los novicios- ¿podéis avisar al Padre Julián para que traiga a los traviesos?
  • Ahora mismo, Reverendo.

Uno de los jóvenes desapareció diligente para reaparecer tres minutos más tarde acompañado del Padre Julián. Cada uno de ellos acompañaba, o sería más exacto decir empujaba, a un amedrentado novicio cuya reclusión en la sala de castigo había sido interrumpida bruscamente con fines desconocidos pero probablemente poco placenteros. Los guapos jóvenes castigados comparecían, como era natural en la Abadía en esas circunstancias, completamente desnudos y con las manos atadas; mientras el novicio, compañero al fin y el cabo, había tomado a su recluso del brazo, el Padre Julián, más severo, aumentaba la humillación del suyo arrastrándolo sin compasión de la oreja. Los dos traviesetes caminaban aturdidos, no solamente por sus ataduras y por el aturdimiento que les provocaba la vergüenza de su desnudez y su castigo público, sino también por el causado por la penumbra de la sala de penitencia a la que se les había confinado por alguna desobediencia o travesura. Sus nalgas y muslos mostraban también, tanto por su vivo color casi granate como por las marcas de muchos azotes con diferentes instrumentos, las huellas de su estancia en aquella sala que tanto temor causaba a los novicios y pupilos de la Abadía.

  • Muchas gracias, Padre Julián. Coloque por favor a este par de golfos en posición para su nuevo castigo.
  • Encantado, Reverendo.

Con sonrisa propia de quien lleva a cabo una tarea que le resulta muy grata, el Padre Julián condujo a su presa hasta una de las banquetas libres en medio del taller, y solo al llegar a su destino soltó su oreja para inclinarlo sobre el mueble. Las banquetas de castigo eran reclinatorios con espacios separados para ambas rodillas y una rampa en la parte delantera en los que se hacía arrodillar a los traviesos con el tronco inclinado hacia abajo hasta dejar la cabeza a no muchos centímetros del suelo; por otra parte, el hueco considerable entre las rodillas obligaba al joven a separar mucho las piernas.

El resultado era que las nalgas, así como el periné, el ano, los testículos y las partes más íntimas del muchacho, totalmente exhibidas, se convertían en la zona más visible y prominente de su cuerpo mientras su cara quedaba oculta y sus brazos y piernas podían ser fácilmente atados e inmovilizados. Esta postura, donde todos los encantos del joven mostraban al público toda su belleza, así como su vulnerabilidad para un castigo, se conocía en la Abadía como la posición de sumisión. Era frecuente ver en las salas comunes con fin ejemplarizante a uno o varios muchachos que debían permanecer largo rato, a veces más de una hora, en posición de sumisión en una de aquellas banquetas, normalmente con los traseros enrojecidos y con marcas de vara o del instrumento con el que se les hubiera castigado anteriormente. Un espectáculo que tanto el Abad como el resto de frailes, especialmente los más maduros, encontraban siempre enormemente estimulante.

Una vez colocados en posición, el Padre Isidoro realizó una breve explicación de los nuevos productos fabricados en el taller.

  • Por fin podemos presentar hoy los nuevos modelos de termómetro y cepillo de castigo en los que llevamos trabajando las últimas semanas. El termómetro es naturalmente de uso rectal y la varilla sensora de temperatura, como se puede apreciar, es larga y gruesa. Sin interferir para nada en su función de medir la temperatura interna del novicio o pupilo, sirve también para dilatar su culito, con fines de castigo o de simple entrenamiento.

Mientras hablaba el Padre procedía a una demostración práctica con un modelo de varilla marcadamente fálica, de longitud y espesor notables, que fue introduciendo muy lentamente en uno de los novicios desnudos; las protestas del joven, más sonoras y suplicantes a medida que la cánula iba abriéndose camino en su interior, provocaron la sonrisa y también la excitación de los presentes durante los varios minutos que duró su agonía. Una vez introducida la varilla en su totalidad, el traviesete tendría que mantenerla todo el resto del tiempo que durara la demostración.

El termómetro fue aplicado solamente a uno de los novicios; para el segundo, igualmente atado y colocado en posición de sumisión, el Padre Julián había reservado un tormento no menos sofisticado que pasó a explicar una vez que el termómetro estuvo firmemente anclado en el recto de su compañero. Se trataba de un pequeño cepillo de mango cilíndrico y delgado rodeado en toda su superficie exterior por cerdas finas y romas que tenía intrigado al Abad, que esperaba ver un gran cepillo de baño robusto, pesado y de enormes dimensiones.

  • Y esta es una invención que debemos a una idea del Hermano Horacio. Este cepillito parece inofensivo pero funciona como un auténtico taladro que, introducido en el culete de un travieso durante el baño, es extremadamente eficaz para la higiene más íntima, además de como método de castigo de los más dolorosos.

El Padre embadurnó el pequeño instrumento de limpieza en jabón y comenzó a frotar vigorosamente el interior del ano del joven novicio; los chillidos y los ojos llenos de lágrimas del desdichado hicieron patente la efectividad de la diabólica invención nada más serle introducida. El mango cilíndrico permitía el movimiento de las finas cerdas tanto en dirección longitudinal, hacia dentro y hacia fuera del muchacho, como circular, retorciéndose en el interior del recto y limpiándolo con suprema y no menos dolorosa eficacia.


Acabada la demostración, el Abad rompió a aplaudir, acompañado del Padre Julián e incluso de los dos novicios que habían ayudado a inmovilizar a sus compañeros y que, pese a que no dudaban que tanto el termómetro como el cepillo les serían aplicados más pronto que tarde, habían disfrutado enormemente de ver a sus compañeros recibiéndolos y no podían sino reconocer lo ingenioso de la idea. El patriarca de la Abadía felicitó efusivamente al Padre Isidoro y, como muestra de alegría, dio orden de desatar a los dos novicios castigados y todavía sollozantes y escocidos. Tras una breve charla con unos y con otros, tuvo que despedirse cuando el Hermano Horacio entró para avisarle de que los nuevos pupilos, entre ellos el esperado Tristán, estaban listos para recibirle.

lunes, 4 de agosto de 2014

Nuevo relato: Tristán

Muy buenas. No sé si los antiguos lectores seguís entrando de vez en cuando; no he vuelto a la actividad bloguera, pero sí he escrito un nuevo relato, ambicioso en el sentido en que si tiene éxito mi idea sería hacer una especie de spankonovela. Los que hayáis leído las historias de Chiquitín vais a encontrar muchas similitudes en los nuevos personajes, sobre todo en el protagonista; y si algunos sois amantes de la literatura, el germen de la idea me vino de Tristana, de Galdós, donde hay un personaje de padre-amante-amo maduro que alimenta en mí muchas fantasías. De ahí el nombre del personaje como homenaje.

Este primer capítulo se publicará próximamente en Malespank, junto a los relatos de Chiquitín, pero quería que lo tuvierais antes aquí como primicia. Se agradecen mucho los comentarios, aquí o a mi email que tenéis al final del relato; incluso los negativos, siempre que se expongan de manera constructiva. Besos y feliz verano.


TRISTÁN
CAPÍTULO I: LA REVISIÓN

  • Si les parece me gustaría conocer al chico.

Los padres de Tristán llevaban ya un buen rato de café, pastas y conversación de ascensor. Esta era una de las ocasiones en las que el Padre Juan habría deseado tener más habilidad para el trato social; era consciente de la complicada situación que atravesaba esa familia y de la humillación que para ellos suponía solicitar que su único hijo varón se formara dentro de la Orden para ser asignado como sirviente a un caballero acaudalado. Pero no disponía de más recursos ni circunloquios para plantear con más delicadeza la cuestión que le había llevado a esa casa.

Eso no significaba que para él la selección de muchachos fuera una tarea rutinaria; no era una frase tópica que todos y cada uno de los jóvenes con los que trataba a diario eran especiales para él. Y la actitud de sus familias era también de lo más variopinta; algunas apenas disimulaban la indiferencia, otras su alivio por resolver el problema de un hijo díscolo, con problemas de disciplina o sin un futuro claro; incluso en algunos casos era patente la codicia por la recompensa económica que recibirían del nuevo amo de su vástago. No era este el caso; se trataba de un matrimonio que había disfrutado de una posición acomodada, como era evidente tanto por el mobiliario de la casa como por su forma de comportarse, y seguramente hasta muy poco tiempo atrás jamás habrían considerado verse un día en esa situación ni habían necesitado nunca plantearse cuánto ni cómo de rápido puede cambiar la vida de una persona o de toda una familia pasando de tener sirvientes a servir. Su sentido de la honra les había impedido mencionar la cuestión del dinero, y de hecho nada en su forma de actuar hacía suponer que la cuestión económica les preocupara, aunque el Padre Juan estaba muy al tanto de la situación real que atravesaban.

No obstante, no había lugar para la preocupación en ese sentido; la Orden no iba a malvender a Tristán y sólo ofrecería al chico a un amo que correspondiera con una contraprestación monetaria, no sólo apropiada a los valores del joven, sino generosa. Los Padres tenían más experiencia que nadie en actuar como intermediarios entre señores acaudalados faltos de personal de servicio masculino, o a veces simplemente necesitados de compañía, y jóvenes varones en situaciones complicadas necesitados de trabajo y de apoyo, a veces tanto económico como emocional; habían sido de hecho pioneros en esas funciones y sabían perfectamente llegar a los mejores acuerdos para ambas partes. Si era cierto lo que había llegado a sus oídos acerca de las virtudes de Tristán, y el plan que había concebido para el muchacho llegaba a cumplirse, le esperaba un próspero futuro y los problemas de la familia estarían solucionados. Pero al maduro sacerdote, sin ser en absoluto pesimista, le gustaba mantener la prudencia y no dar rienda suelta a su imaginación.

La mirada de la madre no pudo disimular por un instante una cierta altanería e indignación ante lo directo de la pregunta de su invitado. Pero enseguida recompuso su máscara de perfecta anfitriona y dejó responder a su marido:

  • Naturalmente, Padre, sé que es usted un hombre ocupado. Tristán está en su habitación, ¿le digo que venga?
  • No se preocupe, le examinaré más cómodamente en su habitación.

Un atisbo de inquietud turbó la mirada de la madre.
  • ¿Podemos estar presentes mientras habla con él, Padre?
  • Si insisten, el papá de Tristán puede venir conmigo. Lo lamento pero usted deberá esperarnos fuera, señora.

La madre solo pudo musitar un "de acuerdo, Padre" mientras apartaba turbada la vista. El padre, que también había comprendido a la perfección que la entrevista iba a exigir el desnudo integral del muchacho, se encaminó taciturno, seguido de cerca por el sacerdote, a la habitación de su hijo y llamó a la puerta con los nudillos, gesto que no tenía más función que la de trámite cortés e informativo, en ningún caso de consulta. El sacerdote juzgó favorablemente que el señor de la casa entrara en la estancia con decisión y sin esperar respuesta; los muchachos acostumbrados a vivir bajo una autoridad paterna fuerte no solían tener grandes problemas en adaptarse a su nueva vida.

  • Buenos días, Tristán.

El Padre Juan se fiaba mucho de sus primeras intenciones sobre los chicos aspirantes a formarse en la Abadía, especialmente después de casi treinta años de experiencia seleccionándolos, y la que tuvo de Tristán no pudo ser más favorable. Dos cosas agradaron en especial al sacerdote: la primera y más evidente, la belleza despreocupada del muchacho, agradable contrapunto a la coquetería y narcisismo que con frecuencia veía y corregía en la abadía de la Orden, tanto entre los novicios como entre los jóvenes sirvientes a los que seleccionaban y formaban. El muchacho no tardaría en malearse y aprender a servirse de sus encantos, pero al menos sus padres no habían hecho ya ese trabajo por él. Y todavía más refrescante le pareció su ausencia de malicia; lejos de intentar mostrar una forzada naturalidad, fingir estar leyendo un libro o mostrar desinterés, Tristán evidenciaba haber estado escuchando la conversación de los adultos detrás de la puerta, de la que solamente había tenido tiempo a despegarse uno o dos pasos, recibiendo a su visitante en medio del cuarto sin poder disimular su ansiedad ante la posibilidad de ser desnudado y examinado atentamente. Y más agitado aún se habría mostrado el inocente de haberse podido imaginar que el Padre Juan tenía además la intención de, en caso de que el examen fuera favorable y obtuviera el visto bueno para su incorporación a la Abadía, comenzar su entrenamiento en ese mismo instante castigándole por su indiscreción.

  • ¿Dónde están tus modales, jovencito?

La recriminación paterna sacó al guapo joven parcialmente de su atoramiento, o al menos le indicó el primer paso a seguir.

  • Buenos días, Padre, ¿cómo está?
  • Bien, Tristán, gracias. ¿Puedo sentarme? – El sacerdote señaló la silla de la mesa de estudio del joven; naturalmente el permiso se lo solicitaba al padre del joven, que asintió con la cabeza.

El Padre Juan apartó la silla, se quitó la chaqueta, colocó su cartera a un lado y se sentó con calma, apreciendo el nerviosismo y la actitud obediente de Tristán, que miraba en todas las direcciones con la cabeza semiagachada y las manos a la espalda. Naturalmente en la Abadía le reforzarían la costumbre de mostrar sumisión a los hombres maduros, pero aquel no era un mal comienzo.

Una vez sentado en posición cómoda para la inspección que iba a realizar, con gran placer por otra parte, el sacerdote recorrió apreciativamente con la vista el cuerpo del joven, que no era alto ni bajo, ni delgado ni entrado en carnes. Naturalmente su forma de vestir adolescente era inadmisible, con una camiseta de algún grupo musical y un pantalón de chandal, pero eso sería de lo primero que se encargarían de corregir en la Abadía.

  • Acércate, por favor. Voy a examinarte.

Tristán miró a su padre, que observaba la escena con aparente calma, de pie junto a la puerta con los brazos cruzados.

  • Haz todo lo que te diga el padre, hijo.

El muchacho obedeció y dio dos pasos acercándose al sacerdote, el cual le animó con señas a aproximarse a él hasta que lo tuvo a una distancia suficientemente corta como para tomarlo de la mano y colocarlo de pie justo a su lado agarrado por la cintura. Por fin había llegado la parte con la que el Padre Juan disfrutaba realmente, que era el contacto con el joven y las primeras lecciones de disciplina.

Lo miró fijamente a los ojos con una media sonrisa; el muchacho, tímido, no supo sostenerle la mirada.

  • Estás nervioso, hijo?
  • Un poco, Padre.
  • Igual que tu padre, en la Orden queremos lo mejor para ti, así que no tienes nada que temer. Basta con que seas bueno y obediente. Está claro?
  • Sí, Padre.
  • Muy bien. Ahora mantén la mirada baja, como la tienes ahora, y habla solo para responder cuando se te pregunte. De acuerdo?
  • Sí.
  • Se dice sí, Padre cuando te habla un sacerdote. Sí, papá, si te habla tu padre. Sí, señor, cuando te hable cualquier otro hombre maduro. Que no lo tenga que repetir. Está claro?
  • Sí, Padre.
  • Muy bien. Pon las manos en la nuca y no las muevas de ahí hasta que te lo diga.

Obediente, Tristán se colocó en una posición de sumisión que pronto sería muy familiar para él.

  • Muy bien, Tristán. Ahora voy a bajarte los pantalones y los calzoncillos y tú vas a estarte quietecito.

No hubo respuesta; el muchacho respondía a la sumisión a gran velocidad. Tampoco el padre hizo muestras de inmutarse ni de hacer nada que no fuera seguir contemplando la escena a cierta distancia.

Con mano experta y acostumbrada a desnudar jovencitos, el Padre Juan deslizó el pantalón del chandal del muchacho hasta las rodillas, dejando al aire unos deliciosos muslos firmes y no excesivamente vellosos. El slip de pequeños lunares, casi infantiles, del muchacho le agradó mucho, así como el temblequeo de sus piernas, que el joven no era capaz de dominar.

Al levantar la mirada, le enternecieron la mirada suplicante y los ojos húmedos de Tristán, que se cruzaron con los suyos un brevísimo instante antes de dirigirse hacia abajo de nuevo. Haciendo caso omiso de la súplica, el sacerdote agarró con firme suavidad el elástico del slip y lo bajó hasta que hizo compañía al pantalón de deporte dejando los genitales, las nalgas y los muslos del joven al descubierto.

El Padre Juan echó un vistazo a los genitales y comprobó con la mano derecha su consistencia; separó el pene y tiró muy levemente del prepucio, lo que provocó un gemido de súplica muy excitante por parte del muchacho. Aparte de comprobar que todo estuviera en orden, y de asegurarse que el joven varón era tal, puesto que alguna anécdota circulaba en la Orden relativa a alguna chica a la que su familia había intentado colar disfrazada de chico, el reconocimiento tenía como principal función humillar al aspirante y facilitar su sumisión. Los caballeros que solicitaban los servicios de la Abadía, con alguna excepción, no estaban excesivamente interesados en el miembro viril de su personal doméstico, sino más bien en la parte posterior de su anatomía, que era la parte clave de la inspección y lo que el sacerdote iba a revisar a continuación.


Asegurándose de que Tristán seguía con las manos en la nuca y la cabeza baja, lo hizo girar 180 grados con un movimiento de muñeca para poder contemplar su trasero. Al hacerlo no pudo evitar un murmullo apreciativo de gran satisfacción; los monjes de la Abadía ofrecían a sus clientes un servicio de calidad muy especializado y, dado el número limitado de chicos a los que podían adiestrar en sus instalaciones y la avalancha de solicitudes que recibían, solo admitían para su formación a los más guapos. Y su criterio respecto a la belleza de un muchacho incluía necesariamente unas nalgas bonitas, puesto que esta parte de la anatomía masculina era siempre la predilecta de sus selectos clientes.

El sacerdote se consideraba, con razón, un experto en nalgas de muchachos, y las de Tristán, redondas, carnosas, sin vello y muy suaves al tacto, como el sacerdote no tardó en comprobar, harían sin duda las delicias de su dueño y subirían considerablemente tanto el precio que el caballero pagaría por el chico como las posibilidades de este último de disfrutar de una posición desahogada en la casa como favorito del amo y señor del lugar, acorde con sus estudios y sus orígenes nobles. Como toda rosa tiene su espina, el don que la naturaleza le había otorgado al joven venía irremediablemente unido a una contrapartida; el afortunado amo que finalmente pagara por llevarse a casa a Tristán no podría ni querría evitar la tentación de azotar una y otra vez y hacer enrojecer aquel apetitoso trasero por los motivos más nimios. Al joven le esperaba mucho bienestar material pero también muchas y dolorosas azotainas. Mientras comprobaba con ambas manos la suavidad de los glúteos que se ofrecían ante él, el Padre Juan pensaba en las manos firmes, reglas, varas, cepillos, palas, cinturones y largo etcétera de instrumentos de castigo que los atormentarían y enrojecerían durante los días, y probablemente años, siguientes. Una amplia sonrisa inundó su rostro al pensar que su mano sería la primera en inaugurar aquella larga sucesión de azotes dentro de pocos minutos.

Se dirigió al padre de Tristán, que contemplaba la escena con cierta preocupación.

  • Le felicito por tener un hijo tan guapo, señor. Creo que no vamos a tener ningún problema para colocarlo en una buena casa. Te estás portando muy bien, Tristán. Ahora voy a desnudarte del todo para continuar; date otra vez la vuelta, por favor.
  • Padre …
  • ¿No me has oído? Haz lo que se te dice. - El Padre Juan reforzó la orden con un ligero pero sonoro manotazo en la nalga del joven.

La razón por la que Tristán tenía reparos en darse la vuelta se evidenció alegrando la vista del sacerdote; el ser manoseado le había provocado una erección. Probablemente el muchacho tenía una tendencia natural a la sumisión que iba a hacer más fácil la tarea de los frailes durante las semanas siguientes; el Padre Juan pensó que todo le estaba saliendo a pedir de boca y vio más próximo su plan de que el muchacho fuera el próximo secretario personal de cierto caballero.

Haciendo caso omiso del travieso pene del aspirante, el Padre Juan le dio permiso para retirar las manos de la nuca, algo imprescindible para poderle quitar la camiseta. Complacido por su docilidad, le bajó a continuación los pantalones del chandal y los slips hasta los tobillos para luego sacárselos.

Una vez completamente desnudo, Tristán, al que se le recordó una vez más que mantuviera siempre la mirada baja, observó con inquietud cómo el religioso abría la cartera que había traído consigo con sus instrumentos de trabajo. De ella extrajo un cuaderno y una cinta métrica, con la que midió la altura del chico, el largo del torso, las piernas y los pies, y el ancho del cuello, el pecho, la cadera, las nalgas y los muslos, apuntando todos los números meticulosamente. Durante las mediciones, la mano del religioso recorría y palpaba todas las zonas del cuerpo del joven, comprobando la suavidad de la piel y tomando nota de lunares, cicatrices o marcas identificativas. El informe sería entregado a su futuro amo y debía ser lo más detallado posible.

Cuando Tristán pensó que la inspección había finalizado, todavía quedaba la parte favorita para el Padre Juan.

  • Ven conmigo, Tristán.

Tomando al muchacho del brazo, lo acercó a la cama y le ordenó colocarse de rodillas encima de la colcha.

  • Muy bien, ponte a cuatro patas y separa bien las piernas. Más. Un poco más. Vale, baja la cabeza y apóyala en las manos manteniendo las piernas bien separadas. Perfecto.

Esta postura, en la cual el ano, los genitales, el periné y todas las partes más íntimas del muchacho quedaban perfectamente expuestas a la vista en todo detalle, era conocida en la Abadía como la posición de sumisión y los novicios debían adoptarla con frecuencia ante sus prefectos o ante cualquier autoridad. Era muy efectiva naturalmente para aplicar castigos, pero también para revisiones médicas, administración de enemas o simplemente para recordarles a los novicios su posición subordinada.

El sacerdote acarició la espalda del joven con una mano mientras con la otra iba recorriendo el escaso vello que había entre sus nalgas, la zona perineal y el escroto, que, según la norma, sería afeitado inmediatamente después de la entrada de Tristán en la Abadía. A continuación, considerando que el pupilo estaba preparado ya para la siguiente prueba, exploró su ano con el dedo índice, muy adiestrado en estas prácticas, introduciéndolo poco a poco en su totalidad, haciendo de nuevo caso omiso de los quejidos del humillado joven.

  • Tranquilo, no te muevas o te dolerá más.

En muchachos traviesos, rebeldes o cuya dilatación indicaba que ya habían realizado algún juego similar por su cuenta, el Padre introducía dos dedos en esta parte de la revisión física, pero era evidente que Tristán nunca había sido adiestrado en la dilatación de su orificio más íntimo, y el objetivo de la prueba no era el dolor sino la humillación. Extrajo pues el dedo, para alivio del joven, y le dio un par de palmadas cariñosas en las nalgas.

  • Muy bien, Tristán. Descansa y siéntate en la cama mientras hablo con tu papá.

Tras una breve visita al lavabo para lavarse las manos, puesto que el Padre Juan era un gran amante de la pulcritud, se dirigió en voz baja, aunque siendo consciente de que Tristán podría oírles si ponía empeño, al señor de la casa.

  • El muchacho presenta unas aptitudes óptimas. Si usted da su consentimiento, puedo llevármelo a la Abadía para comenzar su instrucción. Creo que podemos conseguirle un excelente hogar, y una recompensa económica muy generosa para usted.
  • ¿Usted cree? ¿En una casa respetable?
  • De las mejores de la ciudad.
  • ¿Está seguro? … Quiero decir que Tristán se ha pasado la vida estudiando. He oído que se colocan más fácilmente los chicos con habilidades manuales que conocen un oficio.
  • Efectivamente para los universitarios la demanda es mucho menor; pero existe, y los estudios abren las puertas de ocupaciones más agradables. Precisamente son los caballeros más influyentes los que necesitan de ayudantes con estudios para llevar la contabilidad, ejercer de secretarios, acompañarlos en sus viajes, entretenerlos con una buena conversación … En los mejores casos, algunos de nuestros clientes son hombres maduros solteros o viudos sin descendencia directa que buscan un heredero. No quiero echar campanas al vuelo, pero Tristán, si se muestra sumiso y cariñoso con su amo, reúne las condiciones para ser adoptado y convertido en hijo legítimo.

El Padre Juan se arrepintió, ante la expresión melancólica de su interlocutor, de no haber expuesto la cuestión con más tacto.

  • Entiendo que es un golpe para usted pensar en que su hijo pase a tener otro padre y otro apellido, pero se trata de su futuro. Si no cambian las circunstancias en su familia, es una gran oportunidad para él. Y en el feliz caso de que sí cambiaran, podrían hablar con el caballero y readquirir a Tristán antes de la adopción.

El hombre meditó unos instantes; a pesar de que era él quien había acudido ante la Orden, y aún siendo consciente de que era la mejor opción para su hijo, no podía evitar tener grandes dudas y miedos.

  • Verá, Tristán no ha sido educado para servir a un amo. Nunca le he azotado; ¿le van a dar muchos azotes?

Los ojos húmedos del progenitor enternecieron al sacerdote, que le sonrió con benevolencia.

  • Usted ya conoce la respuesta a esa pregunta. El muchacho parece bueno y dócil, pero todo joven de su edad necesita castigo. Y a ninguno le hace daño en realidad que le pongan el culete bien rojo de vez en cuando, por mucho que lloriqueen y se quejen. Traviesillos de más alta cuna que él se han adaptado perfectamente a la disciplina. Hacemos un seguimiento y comprobamos siempre que nuestros pupilos están bien tratados en casa de sus amos. Usted ha sido nuestro cliente y lo sabe.

El padre de Tristán se quedó sorprendido; desde luego estos curas lo saben todo, pensó. Efectivamente, él ya había tratado con la Orden. Habían actuado de intermediarios para conseguirle a Adrián, un picaruelo guapo y encantador que se había encargado del mantenimiento de la casa durante los años de mayor esplendor de la familia; y también se había encargado de otras tareas más íntimas que le habían dado mucho placer a su amo .... El cual por ironías de la vida ahora había tenido que recurrir de nuevo a los servicios de la Orden por motivos bien diferentes ....

El Padre Juan, pragmático, le sacó de sus meditaciones:

  • De hecho, Tristán debe superar todavía una prueba más antes de venirse con nosotros. Debo darle una azotaina y comprobar que es capaz de resistirla con entereza. No tiene por qué presenciarla si no lo desea; le pegaré con la mano y no demasiado fuerte, aunque le escocerá el culito durante un buen rato. Luego en la Abadía sí que tendrá que probar otros instrumentos de castigo más dolorosos. Debe acostumbrarse a la disciplina de su nueva vida cuanto antes.

Por un momento el padre de Tristán parecía a punto de echarse a llorar, pero se recompuso rápidamente.

  • De acuerdo, tiene usted razón, Padre. Sí prefiero quedarme y estar cerca de mi hijo en este momento; me gustaría pedirle que me permita abrazarle y consolarle al final del castigo. O incluso si ve más conveniente que sea yo mismo quien lo azote, lo haré.
  • No, yo le azotaré, debe acostumbrarse desde ahora a que seamos los religiosos quienes nos ocupemos de él y le castiguemos. Pero en cuanto a consolarle, naturalmente, de hecho iba a sugerirle que lo hiciera. Será, eso sí, también un abrazo de despedida. Luego firmaremos los papeles y me llevaré al muchacho sin más dilación.

El Padre Juan nunca supo cuánto escuchó Tristán de la conversación, pero sospechó que el joven ya sabía que iba a ser azotado antes de que se lo explicara. El sacerdote se sentó en la cama y ordenó a su nuevo pupilo que se sentara sobre sus rodillas para hablar con él.

  • Muy bien, jovencito. Te falta una última prueba antes de venirte conmigo. Antes has sido indiscreto y has estado escuchando detrás de la puerta; lo lamento pero tengo que castigarte. Siempre que no te portes bien vas a ser castigado a partir de ahora.

El joven le miraba con una tierna expresión de cordero degollado.

  • ¿Me va a pegar, Padre?
  • Te voy a dar unos azotes en el culo, que es lo que hacemos en la Abadía con los chicos traviesos. Y tú los vas a resistir como un hombre.
  • Pero, ¿me va a pegar fuerte? No me pegue fuerte, por favor.
  • No seas mimoso ni repliques, jovencito. Ponte de pie y colócate sobre mis rodillas.

Tristán se levantó y miró a su padre, lo cual le hizo ser consciente de nuevo de que estaba desnudo y le avergonzó. El padre le confirmó con la cabeza que debía obedecer, matando la última esperanza del joven de librarse de los azotes. Con lágrimas en los ojos, se colocó sobre las rodillas del Padre Juan, que se remangaba la camisa con expresión de deleite al contemplar el hermoso culo virgen que iba a azotar por primera vez.

Tras acariciar brevemente las nalgas suaves y agarrar firmemente la cintura de Tristán con la mano izquierda, el sacerdote levantó en alto la derecha y la dejó caer sobre el trasero expuesto en su regazo. El joven dio un respingo y elevó las nalgas, exponiéndolas involuntariamente al segundo azote. Los sollozos fueron inmediatos y sonaron deliciosos a los oídos del Padre Juan. Unas marcas rosáceas surgieron enseguida en ambas nalgas y no tardaron en intensificarse.

Los azotes se prolongaron, con algún breve descanso, durante cinco muy intensos minutos. El padre del muchacho contemplaba el castigo con sentimientos muy encontrados; con el corazón encogido por una parte, pero por otra recordando el placer de los momentos muy similares que había vivido colocando a Adrián también completamente desnudo en su regazo y propinándole largas azotainas enormemente dulces para él, aunque amargas para el chico.

Cuando recibió permiso para levantarse de las rodillas del sacerdote, Tristán se fundió en un abrazo con su padre. Los besos y caricias de este consiguieron frenar lo que parecía un lloro inconsolable; la mano paterna se deslizó desde la cintura hacia las nalgas ardientes y muy rojas, acariciándolas con suavidad mientras felicitaba al traviesillo por su entereza.

El Padre Juan, para el que la zurra había sido también una experiencia muy intensa, no pudo evitar emocionarse ante la escena de cariño paterno filial, pese a haber presenciado instantáneas similares tantas veces con anterioridad. Efectivamente, Tristán era diferente y muy especial, como lo eran todos los muchachos que entraban en la Abadía.


¿Te apetece leer el segundo capítulo de la historia? Envía por favor tus comentarios a spainkophile@yahoo.es

jueves, 30 de enero de 2014

Hasta luego

Para no tener pendientes a los lectores fieles del blog esperando por lo que no va a venir, doy el aviso de que voy a dejar de actualizar Spanking para chicos, al menos durante los próximos tiempos. No me gusta dar nada por definitivo; ya tuve una vez un parón de actividad en el blog durante varios meses y al final decidí volver: aunque no lo veo probable, no descarto que eso vuelva a pasar, y por eso esta entrada se llama "Hasta luego" en lugar de "Adios". 

Como suele ocurrir, no hay ninguna razón en concreto por la que dejar el blog ahora, sino la acumulación de muchas: principalmente la sensación de repetirme y las ganas de hacer cosas nuevas después de dedicarme a esto durante casi seis años y de más de 200 entradas. Para ser completamente sincero, también ha contribuido la poca colaboración por parte de los lectores, con unas cuantas y valiosísimas excepciones, y un cierto hartazgo del mundo del spanking tras muchos correos de pesados que te hacen perder el tiempo para no quedar nunca y / o armarizados que pretenden que te cites con ellos mostrando una desconfianza absoluta y negándose a dar teléfono ni foto ni nombre. Reconozco que el blog no ha sido absolutamente altruista sino que esperaba que una de sus funciones pudiera ser el contactar con gente que valiera la pena, y en ese sentido el fracaso no podría ser más estrepitoso. Naturalmente sí conozco a gente que vale la pena, y mucho, en el mundo del spanking, pero juraría que ha sido siempre por otras vías y no a través del blog. Pero eso no quita que me lo haya pasado muy bien compartiendo el material que he ido encontrando por Internet y que la experiencia haya merecido mucho la pena, además de que ha sido una agradable sorpresa conseguir sobrevivir tanto tiempo a la censura, no contaba con llegar ni al primer año.

Pero la razón principal de ser de esta entrada es enviar un fuerte abrazo y mostrar el mayor de los agradecimientos a los colaboradores habituales del blog, que me han informado de escenas de spanking inéditas, o que me han mandado sus dibujos o sus relatos, y sin los cuales Spanking para chicos no habría durado ni la mitad de tiempo. Muchas gracias de verdad y pediría un fuerte aplauso para ellos si fuera posible aplaudir online.

Por último, no me gustaría abandonar la colección de escenas de spanking en películas, así que para quien encuentre alguna, pongo a disposición mi correo electrónico, spainkophile@yahoo.es y mi web en YouTube http://www.youtube.com/user/spankingparachicos?feature=watch, para divulgarla. Y el blog tampoco desaparece, el contenido va a seguir ahí y durante bastante tiempo seguirá habiendo visitas que llegan a través de Google, así que si puedo ayudar a alguien que quiera recoger el testigo añadiendo algún enlace a su blog, o dar alguna orientación respecto a lugares o formas donde publicar algo sobre spanking, me escribís igualmente y os ayudo en lo que pueda.

¡Y ya está bien de dar la lata! Besos y que disfrutéis mucho, de Internet y sobre todo de la vida.

miércoles, 22 de enero de 2014

Comics segunda parte

Gracias a un colaborador del blog, hoy puedo ofreceros una segunda parte de la entrada que publicábamos recientemente sobre spanking en el comic. Podeis ver a Lucky Luke zurrando a Billy el niño con y sin pantalones, además de a muchos superhéroes castigando a villanos traviesillos.












jueves, 16 de enero de 2014

Visita al director



Aquí tenéis una bonita animación del artista Belasco, del que ya habíamos hablado en una ocasión, con una escena de castigo en el despacho del director con la pala típicamente americana.

jueves, 9 de enero de 2014

Pep Guardiola

Y hoy hablamos de fútbol. Para mí el único interés de los partidos son las palmadas que a veces intercambian los jugadores, o las que les da el entrenador. Uno de los más cariñosos, y estrictos a la vez, es Pep Guardiola. Este vídeo es de cuando estaba en el Barça y no dudaba en repartir collejas y azotes entre los jugadores:


Y ahora que está en el Bayern no ha perdido las buenas costumbres:

jueves, 2 de enero de 2014

Comics

Empezamos el año recopilando escenas de azotes en los comics (tebeos para los no iniciados). Es un trabajo arduo, porque, mientras las películas siempre acaban apareciendo, muchas novelas gráficas, como se dice ahora, no existen en Internet, o como mucho podemos encontrar su portada. Así que estoy seguro de que hay un montón de azotainas en tebeos que no conozco, o que sí conozco pero nadie ha escaneado; si alguien tiene alguna y desea compartirla, será bienvenido.

Empezamos con el popular Lucky Luke, que le calentaba el culete a Billy el niño en la portada de una de sus historietas. Y se trata de una versión censurada, porque en el interior Billy recibe la azotaina con los pantalones y los calzoncillos bajados; pero no soy capaz de encontrar esa escena. Sí he encontrado unos muñecos, tal vez figuras de merchandising, que reproducen la zurra, aunque nuevamente en versión censurada con los pantalones puestos:


Los malvados hermanos Dalton también recibían su merecido alguna vez. He aquí el hermano más listo zurrando al más tonto en Ma Dalton:



 Más azotes del comic franco-belga; he aquí un personaje que desconocía, un tal Achille Talon (talón de Aquiles):


Y el amo de la "bande dessinée", Hergé, también dibujó escenas de azotes. A continuación el capitán Haddock de Tintín, un personaje que siempre me ha parecido supersexy, castigando a un traviesillo en Tintín en el país del oro negro:

Y otra azotaina obra de Hergé en El valle de las cobras. Podéis ver que el estilo del dibujo es el mismo que en Tintín, pero se trata de otra serie no tan conocida con otros personajes:


Pasamos al comic americano. He aquí una escena de Juez Dredd:


Y mas superhéroes variados, sin que falte Superman: