domingo, 26 de abril de 2015

Tristán: capítulo 4

Os traigo la actualización de la historia de Tristán. Ya sé que tres meses después del capítulo anterior es un poco impresentable; tengo siempre en la cabeza el continuarla, pero de verdad que supone recluirse muchas horas en casa y a uno en su tiempo libre le apetece hacer otras cosas y tal. En fin, entiendo si algunos me mandáis a paseo, pero para el que quiera leerlo y saber como continúa la historia, aquí tenéis el capítulo cuarto. Como en los anteriores, hay azotes, hay morbo, pero también momentos románticos; insisto en que se trata, con todas las peculiaridades que se quiera, de una historia de amor. Que os guste.


TRISTÁN
CAPÍTULO 4: EL ADIESTRAMIENTO

Resumen de los capítulos anteriores: Debido a las dificultades económicas de su familia, el joven Tristán al finalizar sus estudios ingresa en la abadía de una orden religiosa donde forman a sirvientes para señores adinerados. El abad de la orden encarga al entrenador deportivo, Horacio, el adiestramiento del joven.

A través de las paredes llegaba el sonido de los sollozos de otros chicos y los azotes que los motivaban. Todos los recién llegados estaban recibiendo su ritual de iniciación en la Abadía, el cual consistía en ser azotados hasta las lágrimas por los cuidadores a los que acababan de conocer. Tal vez para otros frailes con mucha experiencia este tratamiento se hubiera convertido casi en una rutina que practicaban con cada muchacho nuevo, pero para quienes recibían el castigo en sus nalgas tiernas y todavía no acostumbradas a la disciplina se trataba desde luego de una experiencia única que nunca olvidarían. 

También Horacio era la primera vez que administraba este tipo de disciplina; aunque todos los componentes del equipo de rugby sin excepción probaban con frecuencia su mano y también su pala de entrenador, la intimidad de la celda en la que se encontraban era algo nuevo para él; lo más parecido que había experimentado era la tranquilidad de un vestuario vacío cuando se habían marchado los otros jugadores y solo quedaban él y algún joven díscolo o perezoso cuyo mal juego o mal comportamiento se habían hecho merecedores de un correctivo. Pero la cálida privacidad de la celda de un pupilo era algo que desconocía; y también la sensación de dominio sobre un muchacho, un dominio no prestado durante el tiempo que duraba el entrenamiento y el juego, sino continuo durante las veinticuatro horas del día. Tristán era suyo, era el primer chico que podía llamar suyo desde que había perdido a Adrián, y estaba en sus brazos.

El desdichado seguía sollozando; Horacio sonrió al palpar de nuevo sus nalgas prácticamente incandescentes y comprobar el motivo del llanto. Se preguntó si, acostumbrado a los traseros musculosos y robustos del equipo de rugby, habría sometido a un joven de piel tierna y sin entrenamiento físico a una corrección de una intensidad más severa de lo debido. Aunque así fuera, el entrenador no era tan simple de no darse cuenta de que las lágrimas tenían una causa más emocional que física. El joven, hasta ahora acostumbrado a tenerlo todo y no preocuparse más que de sus estudios, se encontraba ante desconocidos que lo habían desnudado y sometido a varias humillaciones y castigos. No sabía cuánto tiempo iba a estar en aquel lugar ni lo que le iba a ocurrir; todo ello tenía una razón de ser y formaba parte de una estrategia encaminada a que se sometiera de forma incondicional a su cuidador, pero Tristán, pese a ser inteligente y despierto, no era consciente de ello más que de forma muy superficial. Solo sabía que se sentía solo, perdido, dolorido, que no sabía si podría volver a sentarse en su vida porque el culito entero y los muslos le quemaban como si estuvieran en llamas, que lo único que tenía era aquel hombre cuyo nombre desconocía, que le había pegado una buena paliza y que probablemente volvería a hacerlo, pero de cuyos brazos no quería separarse jamás y que deseaba por encima de cualquier otra cosa que siguiera besándole con suavidad y acariciándole el pelo. Y la confusión que ello le producía le generaba todavía más lágrimas y le devolvía al comienzo del círculo vicioso.

El cuidador desató con cuidado las manos del joven y le animó a hacer pequeños movimientos para favorecer la circulación de la sangre por las muñecas entumecidas. Con una suavidad inesperada en un hombre grande y fuerte, lo levantó de su regazo y lo giró para poder examinar bien su culito. Toda la superficie de las nalgas y la mitad de la cara posterior de los muslos tenía una tonalidad casi escarlata; el contraste con la blancura de la espalda y de la parte inferior de los muslos, resaltado por la iluminación de la celda, era de una belleza que dejó sin palabras a Horacio, que no podía sino contemplar con gran placer aquel culo castigado, pensando que era el más bonito que había visto nunca y sintiéndose como si fuera la primera vez que azotaba y sometía a un chico guapo. El placer no se limitaba a la parte visual, sino que los sollozos de Tristán, al que le resultaba doloroso el más leve roce, y el intenso calor que emanaba de las nalgas al acariciarlas envolvían todos los sentidos del entrenador.

Horacio tuvo que vencer un ligero esfuerzo para hablar, como si temiera romper la perfección del momento, y lo hizo casi con un susurro.

- Duele, ¿verdad, nene?

El incomprensible conato de respuesta redobló los sollozos del desconsolado traviesete.

- Claro que te duele; te va a escocer unos cuantos días. Así recordarás lo que te pasa cuando no obedeces. Ahora quédate aquí un momento muy quietecito. No te muevas ni un milímetro o te zurraré otra vez.

Se levantó de la cama con ciertas dificultades debido a la gigantesca erección que presionaba sus pantalones y que su pupilo no debía ver; este último tampoco habría podido puesto que las lágrimas seguían empañando sus ojos y toda su atención se centraba en el ardor intenso de sus posaderas. En teoría el muchacho no debía estar suelto como estaba, desatado y no agarrado por su cuidador, en ningún momento durante su primera noche, pero la probabilidad de una intentona de escape tras la amenaza de más azotes era muy remota.

Horacio localizó pronto lo que buscaba. Junto a los dilatadores y los instrumentos de castigo se encontraban también los remedios para aliviar los tormentos de los pupilos; en aquella celda y en toda la Abadía el dolor y el placer estarían siempre interrelacionados. El culito que a partir de ahora era responsabilidad suya y debía cuidar necesitaría dosis generosas de pomada para evitar que amaneciera al día siguiente convertido en un enorme cardenal violeta. 

Armado con la herramienta que aliviaría las penalidades del traviesete, el entrenador tomó al joven de la nuca y lo guió con suavidad no exenta de firmeza hasta el largo sofá situado en un lateral de la celda. Allí se sentó, colocó el bálsamo a mano y guió a un confundido y aprensivo Tristán para que se volviera a colocar sobre sus rodillas.

- ¿Qué ... qué me vas a hacer?

El intento de resistencia fue mínimo, pero el severo cuidador no iba a dejarlo pasar por alto. Empujó al muchacho desnudo sobre sus rodillas y, antes de que tuviera tiempo a reaccionar, descargó dos azotes, uno sobre cada nalga dolorida, provocando aullidos y movimientos de defensa del travieso que neutralizó rápidamente, agarrando sus muñecas con una mano y sus muslos con la otra.

- Aquí no se hacen preguntas, jovencito. Se obedece.  

Recuperada la docilidad del joven, Horacio empezó a aplicarle el ungüento sobre ambas nalgas. El alivio causado por el contacto de la piel ardiente con el bálsamo frío provocó gemidos de placer en el travieso, todavía mezclados con los restos del llanto. La sensualidad involuntaria con la que Tristán movía el trasero abriendo y cerrando las nalgas para recibir la mano de su cuidador mientras ronroneaba y gemía de placer disparó una vez más la erección de este último; sin poder resistir más tiempo la tentación que suponían las apariciones del delicioso y rosado ano ante su vista, lo penetró con su dedo índice confundiendo todavía más el coctel de sensaciones de dolor y placer simultáneos y entremezclados que turbaba al joven.

Haciendo gala de enorme contención y templanza, Horacio consiguió refrenar la tensión casi dolorosa que el deseo provocaba en su entrepierna, así como el impulso casi incontenible de violar a Tristán allí mismo. El joven estaba al borde de la extenuación y, de hecho, no tardó en quedarse dormido en sus brazos con una expresión tan inocente y desvalida que desató toda la ternura que el entrenador había reprimido desde la salida de Adrián de su vida. Se quedó un largo rato acariciendo el pelo y la cara de su muchacho antes de tomarlo en brazos y llevarlo a la cama. Lo ató con sumo cuidado por si se despertaba durante la noche y tenía algún tipo de tentación de huida y, pese a la gran excitación que sentía, logró por fin dormirse también.

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El forcejeo en las cuerdas que ataban a Tristán le despertó. Rápidamente le agarró con fuerza de la oreja.

- Buenos días, jovencito. ¿Quieres ir a algún sitio?
- Aaayyy, al baño, señor. Por favor, suélteme la oreja.
- Pues pides permiso, pero no intentes desatarte o te llevarás una paliza. ¿De verdad necesitas ir?
- Sí, señor.
- No te muevas hasta que te dé permiso o cobras.

Horacio se levantó y desató las extensiones de cuerda que sujetaban al joven a la cama, atento a cualquier movimiento no autorizado por parte de este. Tras atarle las muñecas a la espalda, le permitió incorporarse y lo llevó desnudo y tomado del brazo hasta el baño. Una vez allí el joven se quedó quieto indeciso.

- Señor, necesito que me desate.

Un nuevo tirón de orejas avisó al joven de su error.

- ¿No te dijeron ayer que no hablaras si no se te preguntaba, jovencito?
- Aaayyy, perdón señor, pero necesito que me suelte las manos.
- ¿Tienes que hacer pis, jovencito?
- Sííí, señor, uuuuyy.

Sin dejar de retorcerle la oreja, Horacio arrastró al joven hasta colocarlo delante del retrete y le agarró el pene sin mayores miramientos.

- Pues venga, ya puedes hacer pis. 
- Pero señor ...

El calor y la presión en la oreja aumentaron si cabe.

- Estás muy respondón, igual es que quieres otra buena zurra como la de anoche. Si de verdad tienes ganas, lo vas a hacer. Y si no las tienes te daré un buen escarmiento por haberme molestado.

Tristán no se atrevió a protestar pero no ocurrió nada. Viendo que no se trataba de una cuestión de rebeldía, Horacio le soltó por fin la oreja y le acarició la nuca.

- Tranquilo, nene. Sé que te da vergüenza pero forma parte de tu adiestramiento. Tómate el tiempo que necesites.

Poco después el entrenador llevaba al joven de vuelta del baño ejerciendo en su cuello una presión suave, sumamente contento del éxito con el que su pupilo había superado una prueba de sumisión importante. Ahora quedaba el paso siguiente; el propio entrenador se asustó al ver el volumen de su erección, un problema que iban a resolver en ese mismo instante. Se colocó frente al joven y le miró fijamente a los ojos; Tristán mantuvo la cabeza baja, lo cual le ahorró una colleja o un nuevo tirón de orejas.

- Te has portado muy bien en el baño, nene. Y ahora necesito que seas obediente otra vez. Ponte de rodillas.

El joven permaneció indeciso.

- No me gusta repetir las cosas dos veces; si las repito va a ser con la mano y te va a doler.

Tristán se arrodilló sumiso; Horacio le ayudó a no caerse al doblar las rodillas con las manos atadas a la espalda.

- Así, muy bien. -Le acarició el pelo.
- Puedes ver que tengo un problema bastante grande ahí abajo, ¿verdad, jovencito? Una de tus obligaciones será la de aliviar a tu amo cuando lo necesite; hoy voy a empezar a adiestrar tu boca. 
- Señor ....
- Ni una palabra.

Le acercó la cara al bulto que surgía de los pantalones del pijama antes de sacarlo a través de la bragueta.

- Abre la boca, jovencito.
- Mmmm, no pue ...

Un cachete en la mejilla cortó la débil protesta.

- Ya sabes que no me gusta decir las cosas dos veces.

Tristán se encontraba paralizado; volvía a recuperar la sensación de miedo y deseo simultáneos que había vivido años atrás cuando su primo le tocó en la cama que ambos compartían.

Horacio intentó reanimarlo con un segundo cachete algo más fuerte.

El tercero fue ya una bofetada en toda regla.

- Muy bien, esperaba no tener que hacerlo pero hay que castigarte; se ve que la de ayer no fue suficiente y necesitas otra paliza.

Levantó al aterrorizado joven del suelo y lo llevó prácticamente en volandas hacia el sofá haciendo caso omiso de las súplicas. Se sentó y lo colocó sobre sus rodillas en la misma posición en la que la noche anterior le había puesto el bálsamo aliviador, pero ahora con una intención diferente y mucho más dolorosa.

Las nalgas de Tristán estaban todavía tiernas, sensibles y teñidas de rojo de los azotes de la noche anterior; Horacio, que conocía muy bien al arte de la azotaina, golpeó sin demasiada fuerza al principio, sabiendo que el impacto sobre las carnes del joven sería prácticamente el mismo que si pegaba más fuerte. Quería que el correctivo se prolongara y pensaba disfrutarlo de principio a fin; además, aunque nunca lo reconocería, tenía la mano dolorida del esfuerzo de la noche anterior. Si el muchacho necesitaba un castigo más severo recurriría al cinturón o a otro de los instrumentos que tenía a su alcance. 

Tristán, que no se veía capaz de aguantar un solo azote más cuando el mínimo roce sobre las nalgas le resultaba insoportable, luchó por contener las lágrimas pero tuvo que ceder al poco tiempo ante la vergüenza de no poder aguantar su castigo como el hombre que hasta el día anterior creía ser y volver a la condición de mocoso incapaz de acatar disciplina y de cumplir con sus obligaciones, que en ese momento eran complacer a su tutor. No obstante, la quemazón que sentía de nuevo en las nalgas le evitaba cualquier atisbo de racionalización; solo podía pensar en el dolor que sentía y en que estaba derrumbándose.

Cuando el joven pasó de los balbuceos y los borbotones de lágrimas a un llanto fluido Horacio sabía que era el momento de dar la azotaina por terminada. El castigo, no obstante, no había concluido sino que pasaba a otra fase. Todavía sin abrazarlo ni reconfortarlo, el joven fue conducido, siempre desnudo y con las manos atadas, a la pared de la habitación. Allí fue desatado con la condición de que colocara las manos en la nuca.

- Vas a estarte ahí quietecito de cara a la pared pensando en tu desobediencia y las consecuencias que te trae. Yo decidiré y te avisaré cuando tu castigo haya concluido; cualquier palabra o cualquier movimiento y pruebas el cinturón; verás que, aunque te parezca que te hayas llevado la zurra de tu vida, te puedo pegar más fuerte y te puede doler más todavía.

Las lágrimas y el dolor punzante en las nalgas impidieron a Tristán dar más respuesta que un movimiento de cabeza.

Durante el largo, o al menos así le pareció, rato que duró el castigo de cara a la pared y a medida que sus músculos se iban relajando el joven pudo empezar a reflexionar. Le ayudó a hacerlo que en ese momento comenzó una nueva azotaina en una de las habitaciones contiguas con el ruido consiguiente de las palmadas, gemidos, regañina y posteriores lloros y sollozos. 

Pensó en Adrián, en todas las veces que en casa de sus padres había escuchado los mismos ruidos, o presenciado muchas de sus zurras, o incluso colaborado en ellas cuando su padre le mandaba en busca de un cepillo, una pala o una correa haciendo caso omiso de las peticiones de clemencia de su joven criado. Recordó su posición ambivalente ante los castigos; el horror que sentía al principio cuando oía desde su habitación el ruido de los azotes en el despacho de su padre y no se atravía a acercarse a la sala. Luego la costumbre había cambiado su actitud de la pena hacia la curiosidad; su padre había dejado de esconderse o de buscar intimidad cuando azotaba a su sirviente y comenzó a hacerlo donde estuviera en ese momento o donde se detectara la travesura o la falta cometida: la habitación del joven, el salón de estar, la cocina o cualquier parte de la casa, aunque siempre lejos de la madre de Tristán. Adrián era azotado siempre en las nalgas desnudas y no hubiera sido decente que una mujer contemplara el castigo, ni para ella ni para la dignidad del muchacho, que, aunque pareciera paradójico, la mayor parte de amos solían respetar, al menos en algunos puntos.

Así que con el tiempo Tristán pasó a acostumbrarse a presenciar el ritual de castigo del criado de la familia: el padre sentado en el sofá del salón, o en una silla de la estancia que fuera, llamando al joven en tono enfadado, reprendiéndolo mientras este escuchaba cabizbajo, y luego atrayéndolo hacia sí para bajarle pantalones y calzoncillos y colocarlo sobre sus rodillas. Los azotes siempre comenzaban con la mano fuerte de papá; Tristán sentía una cierta excitación al ver como el culo redondo y pálido de Adrián empezaba a enrojecer y paulatinamente se iba tiñendo de un rojo más intenso mientras el muchacho emitía unos gemidos que podría haberse dudado si eran de dolor o de placer.

En caso de falta grave, papá desnudaba completamente al joven y se lo llevaba cogido de la oreja al despacho, donde se encontraba un reclinatorio idéntico a los que se usaban en la abadía. Adrián debía inclinarse sobre él con el culo rojo en pompa para recibir normalmente la vara, instrumento al que el papá de Tristán era muy aficionado. Las marcas longitudinales que iban surcando las nalgas ya previamente enrojecidas eran un espectáculo de una belleza brutal o tal vez de una brutalidad bella; ello, sumado al evidente placer que papá obtenía al infligir este castigo, causaba una sensación de lo más turbadora en su hijo.

Una vez debidamente azotado, Adrián pasaba un buen rato de cara a la pared con los pantalones y calzoncillos a la altura del tobillo, o bien completamente desnudo. Más de una vez Tristán había pedido permiso paterno, y le había sido concedido, para saciar su curiosidad y palpar el calor en las nalgas enormemente rojas del sirviente. Eso sí, tocar pero no acariciar, había matizado su padre, puesto que el castigo todavía no había finalizado y no cabía aún suavizar el escozor.

Ahora Tristán se encontraba del otro lado, en la misma posición y conociendo el ardor y el efecto que provocaban los azotes en las nalgas. Y sabiendo que los castigos no constituían algo esporádico, sino una rutina habitual que se repetiría cada pocos días o incluso diariamente o siempre y cuando no mostrara la obediencia debida. Había infringido las normas al no proporcionar a su tutor el placer al que tenía derecho, y ese punto también lo conocía puesto que sabía que Adrián había cumplido también con ese tipo de servicio para su padre. Su conflicto era que temía volver a enfrentarse, totalmente de cara, al fantasma del que había escapado años atrás en la cama compartida con su primo. No le asustaba que la experiencia pudiera ser desagradable, lo que le daba miedo es que pudiera ser placentera, como lo habían sido los besos y las caricias de su tutor, que era un hombre muy atractivo, la noche anterior; esas sensaciones constituían algo a lo que no se veía capaz de enfrentarse, pero se veía obligado a ello porque no podría soportar una nueva paliza.

El terror de lo que vendría a continuación fue cediendo el paso a una cierta resignación, y, cuando por fin Horacio le levantó el castigo y le permitió frotarse las nalgas, vio complacido la perfecta obediencia que mostraba el pupilo, que hasta ofreció las muñecas colocadas a la espalda para que le ataran de nuevo y se puso de rodillas sin necesidad de más que un gesto rápido y suave por parte de su tutor. En recompensa a su sumisión, Horacio, ya vestido de manera formal alzacuellos incluido, facilitó el ritual tomando suavemente la cabeza del joven y acercándola a su muy abultada bragueta. 

Al abrir esta última y liberar a la bestia de considerable tamaño que necesitaba urgentemente un trabajo de succión, Tristán cerró los ojos y abrió la boca como el criado obediente en el que se estaba ya convirtiendo. La mano de su tutor en su nuca hizo el resto impulsando su cabeza hacia delante y hacia atrás. Aunque pensaba que la prueba se le haría eterna y de hecho la mandíbula y el paladar empezaban a acusar cansancio, fue antes de lo que pensaba cuando Horacio empujó hacia atrás su cabeza suavemente para vaciar en medio de grandes jadeos de alivio su abultada carga sobre los hombros y el pecho de Tristán. En la Abadía no estaba permitido a los tutores eyacular dentro de ningún orificio corporal de sus pupilos, puesto que este privilegio se reservaba a sus futuros amos. El muchacho debería aprender a recibir la descarga en su cara, pero no todo podía ni debía enseñarse el primer día. Por ahora había hecho un excelente trabajo.

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Horacio felicitó a Tristán por su obediencia y le dio varias horas de respiro; tras veinticuatro horas completamente desnudo, le permitió llevar una prenda de ropa por primera vez desde que había llegado a la Abadía. Se trataba de una túnica corta, semejante a una bata de paciente de hospital, que apenas le cubría por debajo de la cintura y debajo de la cual no llevaba ropa interior; una prenda muy práctica para desnudar las nalgas del joven con facilidad siempre que fuera necesario. Sobre todo por un añadido muy bien calculado que consistía en un par de bandas de velcro por cada lado, una situada en medio del torso y otra en el extremo inferior de la prenda, cuya función su cuidador le dio a conocer enseguida; gracias a unas aberturas laterales, la parte de abajo de la bata podía ser levantada y sujetada mediante las tiras de velcro, mostrando bien las nalgas, bien los genitales del travieso, o ambos. El entrenador levantó la parte trasera con la intención de dejar al aire y a la vista de todos el espléndido y colorado trasero del mozo durante el paseo que iban a dar fuera de la celda. Para deleite de Horacio, el traviesillo no se atrevió a realizar ningún comentario ni a protestar por su desnudez.

Tras atravesar el pasillo salieron del edificio y Tristán pudo contemplar por primera vez los hermosos jardines del lugar; no iba atado durante el paseo, pero sí cogido todo el tiempo de la mano firme de su cuidador; la camisa y el pantalón negros de uno, un uniforme oscuro solo interrumpido por el alzacuellos, contrastaba con la blancura de la bata del otro, y también con la desnudez de sus piernas y nalgas. No obstante, el mozalbete se sintió privilegido al cruzarse y contemplar a otras parejas de religioso con joven sumiso a su cargo, en las cuales este último iba atado y era llevado con brusquedad, totalmente desnudo o con una bata idéntica a la suya pero subida en su parte delantera mostrando todas las intimidades del joven tanto por delante como por detrás. Pudo apreciar también el color rojo en diferentes tonos y matices que mostraban la mayoría de los culos de los chicos; más de uno con señales de varas, cinturones o instrumentos de castigo más pesados que la mano de su cuidador.

El tiempo de recreo no significaba que se bajase la guardia en la disciplina de los chicos; de hecho un religioso de edad avanzada, ante una respuesta no lo suficientemente educada por parte de su pupilo, se sentó en uno de los bancos del jardín y lo colocó en sus rodillas para darle unos azotes. Horacio se detuvo pensando en lo educativa que sería para Tristán la contemplación del castigo; sujetó bien al joven pasándole un brazo por los hombros y buscando detrás de su espalda con su mano libre la mano de su acompañante. Observaron entrelazados y en silencio como las nalgas del travieso iban enrojeciendo durante los minutos siguientes mientras el fraile le regañaba por su desobediencia.

Sin modificar la forma en que agarraba a Tristán, Horacio comenzó a caminar de nuevo mientras los azotes todavía continaban, atraído por otro castigo más severo que se preparaba no lejos de allí. El jardín disponía también de reclinatorios donde colocar a jóvenes en posición de sumisión. Dos de ellos contiguos estaban siendo ocupados por sendos traviesos a los que un fraile estaba sujetando las manos por delante y de esa manera elevando aún más sus culos ya en pompa. Una vez bien colocados ambos con los traseros perfectamente ofrecidos para el castigo, el religioso seleccionó una correa de cuero para la disciplina.

Movidos por la curiosidad, la mayoría de los presentes, Horacio y Tristán incluidos, se fueron congregando en círculo en torno al bello espectáculo de la lección de anatomía que ofrecían los dos jóvenes humillados al exponer al sol y a los deleitados espectadores cada detalle de su escroto, ano, periné, y naturalmente las nalgas y los muslos, robustos en un caso y más magros pero igualmente hermosos en el otro. Para incrementar aún más la tensión y el nerviosismo de los traviesos, el Padre que había decidido y organizado aquel castigo se paseó durante unos minutos deleitándose también con la contemplación de un trasero y del otro, palpándolos con delicadeza con las manos o rozándolos con la correa que pronto empezaría a golpearles. 

Por fin, conseguido ya el dramatismo que buscaba, levantó la correa y la dejó caer sobre una de las nalgas. Al gemido del muchacho castigado le sucedió una marca rojiza en la parte donde había impactado el cuero mientras el otro trasero travieso recibía a su vez su primer azote. La correa fue cayendo de manera alterna y llenando de señales rojas las preciosas nalgas; el canto de los pájaros era el único sonido que se sumaba al de los cintazos y los jadeos y suspiros de los azotados.

Aunque escenas similares de flagelación de nalgas juveniles masculinas fueran de lo más corriente en la Abadía y su contemplación, y por supuesto el administrar los azotes, el entretenimiento favorito de la inmensa mayoría de los frailes, Horacio comprendió que para un pupilo novato como Tristán constituían un espectáculo fuerte. El muchacho habría presenciado muchas veces en casa como azotaban a Adrián pero según le habían contado su padre, como muchos otros, había limitado el castigo corporal en el hogar al sirviente y no lo había extendido a su hijo. Pero ahora el mozalbete se encontraba en una posición muy diferente y su expresión preocupada evidenciaba que se estaba preguntando cuánto tardaría él en encontrarse en el mismo y doloroso lugar que los mozos castigados.

Mientras los golpes de la correa continuaban, el entrenador condujo con suavidad a su sumiso a una zona más apartada donde los azotes y los gemidos sonaban un poco más alejados. Buscó un asiento y sentó a Tristán entre sus rodillas. El joven, asustado al principio al no conocer las intenciones de su cuidador, se relajó cuando este lo contempló con expresión benévola y dulce, disfrutando de la belleza de su rostro, y también de sus muslos al empezar a acariciarlos. El contraste entre la fuerza con que le pegaba y la ternura que era capaz de mostrar seguía asombrando y confundiendo a Tristán.

- No te asustes, nene. Ya sé que impresiona.

Le besó en la frente y le acarició el pelo antes de continuar.

- Sé que ahora todavía no puedes entender esto, pero escúchame. Esos golfillos merecen ese castigo.

Los azotes y los quejidos seguían sonando en la distancia, pero Tristán ya no les prestaba atención. La voz grave y profunda de Horacio y la mirada penetrante de sus ojos le hipnotizaban.

- Aquí se les da cobijo y alimento, como se les va a dar luego en casa de su amo. Tienen la suerte de ser, como tú, chicos muy guapos. Y gracias a eso van a llevar a cabo tareas mucho más leves que otros sirvientes menos jóvenes o menos agraciados; y sus familias van a recibir mucho más dinero que lo que corresponde al salario que se paga por esos trabajos. Tú tambien eres muy guapo, Tristán. La belleza de un joven como tú es lo más bonito que ofrece la vida. Es un don que no puedes desperdiciar. Y la mejor manera de aprovecharlo es complacer a señores mayores que saben apreciar ese don y pagar por él para disfrutarlo. Es lo mejor, nene; para ellos, para vosotros y para vuestras familias.

Sonrió al muchacho, que intentaba asimilar aquel punto de vista.

-El cambio es muy duro para ti. Pero dada tu situación y la de tu familia eres un privilegiado al tener el don del cuerpo precioso que tienes. Aquí estás para aprender a utilizar tu don; y te castigaré y te pegaré todo lo que haga falta hasta que te quite todo rastro de terquedad y te enseñe a emplearlo bien. Ese es el objetivo de tu estancia aquí.

Hablaba despacio con pausas en las que pasaba la mano por la cara, el pelo, los muslos o las nalgas del joven antes de continuar.

- Además de merecerlos, esos chicos necesitan esos azotes. Después de la zurra, como tú ayer por la noche, van a recibir caricias que les van a suponer mucho alivio y a las que se están negando por orgullo y cabezonería. Si eres bueno y sumiso, Tristán, te voy a hacer muy feliz mientras estés aquí; está en tu mano comprobarlo esta noche. Pero antes tendrás que pasar dos pruebas más.

- ¿Qué ... qué pruebas, señor?

- Ya lo verás. No tienes que tener miedo porque las que te he impuesto hasta ahora las has pasado muy bien. Solo confía en mí; ahora vamos a pasar unas horas tranquilas tú y yo. Quiero que me hables de ti, lo quiero saber todo de ti. Si sigues siendo bueno y dulce como ahora será un rato muy agradable; si te pones borrico tendré que atarte y zurrarte de nuevo y te pasarás la tarde de cara a la pared con el culo como un tomate. ¿Está claro?

- Sí, señor.

Lo levantó de su regazo y le dio un par de azotes en las nalgas desnudas.

- ¡Au!

- Eso porque sabes que es mentira, no lo has entendido - Horacio sonreía al tomarle el pelo. -Pero no importa que no lo entiendas aún, solo tienes que obedecerme. Dame un beso.

No puso resistencia cuando su cuidador le ofreció los labios y no las mejillas para que lo besara.

- Así me gusta. Te voy a enseñar el resto del jardín, que es una preciosidad.

Un azote, más cariñoso y suave que los anteriores, y la mano de Horacio tomando la suya con firmeza indicó a Tristán que se pusiera en marcha. 

No tardaron en encontrarse en su paseo con el padre Juan.

- ¿Qué tenemos aquí? ¿Cómo se está portando este mozalbete?

- Ahora mismo muy bien, Padre, aunque ha sido un poco trasto ayer y hoy por la mañana. Nene, date la vuelta, que el Padre Juan vea lo travieso que eres.

Sin que Tristán se atreviera a protestar, su cuidador lo giró para enseñar su trasero desnudo y aún rojo al padre Juan, que no pudo evitar acariciarlo.

- Calentito todavía, jeje. Tienes suerte de estar tan bien cuidado, jovencito. Ya puedes portarte bien o no vas a poder sentarte en mucho tiempo. Y tú, tunante, tienes suerte también, este culito es de los más suaves y bonitos que he visto. Ya puedes tratarlo bien.

Otros compañeros de Horacio que se iban cruzando se acercaron también para felicitarlo y apreciaron también muy favorablemente la sumisión del joven y sus nalgas bien castigadas. Tristán sentía una mezcla de orgullo y humillación al verse expuesto involuntariamente como trofeo o como un cachorro que debía ser adiestrado por parte de un amo evidentemente bien valorado y querido en el lugar.

El cariño de los compañeros y el orgullo de pasearse con un chico guapo que le pertenecía redondeó un día que Horacio consideró como el más feliz de toda su estancia hasta entonces en la Abadía. 

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Tristán estaba acurrucado en sus brazos y hablaba. A Horacio le gustaba escuchar a su chico, aunque no era un hombre hablador. Cuando hablaba, como antes en el jardín, solía ser para dar instrucciones y entonces por supuesto exigía atención y obediencia. Por lo demás le gustaba pasear en silencio y no necesitaba de cháchara. Pero Tristán tenía que tener un volcán dentro de sí en esos momentos, con toda la situación nueva a la que se tenía que adaptar, y necesitaba expresarse.

Una vez vencida cierta resistencia y timidez inicial, el joven empezó a hablar, y de hecho era difícil callarle. Le habló de su padre, de su madre, de sus estudios, de sus experimentos caseros; sus temas de conversación sorprendieron a su cuidador, acostumbrado a los chicos más simplones del equipo de rugby, para el que aficiones como inventos, ordenadores o programación eran algo completamente exótico. Acostumbrado a la nobleza y, por qué no decirlo también, a la cierta zafiedad de los bribonzuelos del equipo de rugby, no tenía ninguna experiencia con un joven con estudios, inteligente, sofisticado, sedentario, un tanto cínico y más acostumbrado a moverse entre máquinas que entre personas. Un nuevo reto añadido a los que ya tenía encima, pero aquel jovencito empollón no le iba a intimidar con su cultura ni iba a permitir que se sintiera superior o que mirara a su amo con displicencia; por muy cerebrito que fuera, no dejaba de ser un traviesete que necesitaba que le abrazaran cuando era bueno y que le calentaran el culo cuando era malo, como cualquier otro chaval de su edad según el punto de vista de Horacio, de los monjes de la Abadía y de los señores que Tristán iba a conocer en su nueva vida. 

Decidió no preguntarle por Adrián ese día; aunque por primera vez en mucho tiempo se sentía a gusto y completo con un joven entre sus brazos y no echaba de menos nada, prefería darse un poco más de tiempo antes de atreverse a remover el pasado. De todas formas era casi la hora de cenar y cierto traviesete tenía que pasar por un par de pruebas antes de poder relajarse de nuevo.

- De acuerdo, nene, el resto me lo acabarás de contar esta noche. Ahora mírame a los ojos; así, muy bien. Tenemos que continuar tu instrucción, te quedan un par de pruebas que pasar hoy, lo recuerdas, ¿verdad? En primer lugar voy a bañarte. Y digo voy, no vas. Te voy a desnudar, a atar otra vez las manos para que estés quietecito, y te voy a enjabonar y a frotar bien hasta dejarte reluciente. No insistiré en que a partir de ahora estarás callado, hablarás solo cuando se te pregunte y obedecerás; no quiero oír quejas de que si el agua está muy caliente, muy fría o si el cepillo te rasca, salvo que yo te pregunte; si tengo que repetirte algo o si no sigues estas normas ya sabes lo que ocurrirá. ¿Verdad, nene?

- Sí, señor.

- Estupendo; levántate, quítate la bata y extiende las manos mientras busco la cuerda.



Una vez en la ducha, Horacio sujetó la cuerda que unía las muñecas de Tristán con un gancho en la parte superior de la pared, cuidando que el cuerpo del joven quedase lo suficientemente tenso con los brazos estirados hacia arriba pero sin provocarle gran incomodidad. De haberse portado mal o resistido para ser llevado a la ducha, le habría castigado tirando de la cuerda y tensando todos los músculos de su cuerpo hasta ponerlo de puntillas. Y probablemente una vez en esa postura le habría propinado una buena somanta de azotes con el cepillo de baño, cuyo lado romo de gran tamaño estaba confeccionado de madera maciza y pesada enormemente eficaz cuando se aplicaba sobre las nalgas desnudas y mojadas de algún jovencito díscolo.

Abrió el grifo y mezcló la temperatura de la manera que consideró adecuada antes de dirigir la alcachofa sobre el cuerpo desnudo de Tristán. El joven encontró el agua un tanto caliente, pero lo expresó con mucha sutileza sin llegar a quejarse; su cuidador, al que le gustaba premiar el buen compartamiento, añadió un poco de agua fría y le dio un buen remojón mientras enjabonaba el cepillo y también sus propias manos.

Horacio era todo un amante de la limpieza concienzuda, y cuando lo que había que lavar era a un joven guapo, más todavía. Le frotó con energía el pelo con las manos enjabonadas, que luego dirigió a todos los recovecos de la cara del joven, especialmente el interior, los bordes y detrás de las orejas. Alguna débil protesta fue replicada con un sonoro azote que escocía el doble sobre la nalga mojada.

Convertida su cabeza en un montón de espuma que casi le dificultaba ver y respirar, el resto del cuerpo de Tristán fue recorrido por el cepillo con un masaje de intensidad prácticamente exfoliante que iba dejando roja la piel del joven. La contundencia del enjabonado provocó nuevas protestas que el inflexible entrenador resolvió dando la vuelta al joven y propinándole una azotaina con el reverso del cepillo. La pesada madera provocó aullidos de muchos decibelios por parte del traviesete, que volvía a tener el culito en llamas y de un precioso color cereza. Diez o doce impactos del cepillo fueron suficientes para hacerle saltar alguna lágrima y despertar la piedad de su amo, que continuó con su tarea en la espalda del joven sin más quejas ni interrupciones.

Para las partes más delicadas, Horacio dejó el cepillo de lado y empleó las manos enjabonadas. Llevó a cabo una buena limpieza del pene del joven, sin olvidar tirar hacia atrás del prepucio y lavar el glande, los testículos y el periné. Dándole la vuelta frotó con cuidado las nalgas rojas y doloridas e introdujo con firmeza dos dedos enjabonados en su agujerito más íntimo, que debía limpiar de forma exhaustiva para la última prueba del día. Miró el pequeño cepillo cilíndrico de su invención que servía para la limpieza más íntima de los chicos; por un momento llegó a considerar el utilizarlo pero pensó que eran demasiadas emociones para un solo día y el cepillo anal era una prueba extra demasiado dolorosa para un principiante.

Una vez bien lavado, secado y un tanto escocido por la intensidad del cepillado, Tristán no recuperó su bata sino que fue colocado desnudo de cara a la pared con las manos atadas, ahora detrás de la espalda, y con la advertencia de que sería azotado de nuevo si torcía la cabeza para echar alguna mirada curiosa a su alrededor. Sin miradas indiscretas, por lo tanto, su cuidador preparaba con calma la última prueba del día. Examinó la caja con la colección de dilatadores y estuvo sopesando los de menor diámetro para pensar con cuál de ellos empezar el adiestramiento rectal del joven. El más pequeño tenía un grosor ridículo casi inferior al de un dedo; pero la colección consistía de doce aparatos, lo cual permitía una adaptación progresiva del esfinter del joven a las penetraciones de las que sería objeto. Por ser su primer día y para evitar forzarlo demasiado, tomó el número dos, equivalente a poco más que la introducción de dos dedos, aunque el muchacho tal vez habría aguantado el tres. Tras embadurnarlo  bien en lubricante, se sentó en el sofá con el aparato a mano.

- Muy bien, nene. Ahora vas a darte la vuelta y venir andando tú solito hasta aquí con papá. La cabeza baja. Así, muy bien. Ahora, ven aquí y túmbate con cuidado sobre mis rodillas. No te preocupes, no es para azotarte salvo que te portes mal. Eso es; buen chico.

Siguió explicando mientras le acariciaba el pelo.

- Ya solo te queda una prueba más hoy y si la pasas te llevarás un premio que te va a gustar. Separa las piernas y estate muy tranquilo. Si no pones resistencia no te va a doler; si te resistes y te pones tenso te dolerá. Por doble motivo, porque además te zurraré. Abre un poco más; un poco más - le separó las nalgas con los dedos. Así, muy bien, ya empieza a entrar. Relaja; relaja. Vaya, se ha salido; ahora hay que volver a empezar. Vamos, separa bien las piernas. Así. Ahora lo empujamos un poco hacia dentro. Muy bien; tranquiiiilo. Un poco más hacia dentro; un poco más ... Vamos, falta poco. Yaaaa está. Ahora muy quietecito para que no se salga; vamos a estar un rato así tranquilitos sin movernos.

Por ser el primer día solo se trataba de ejercitarle en la introducción del dilatador; luego tendría que acostumbrarse a llevarlo durante ratos largos, pero Horacio era partidario de ir poco a poco. Lo había aguantado muy bien sin quejas; un grado de obediencia que nunca habría logrado sin la azotaina con el cepillo previa.

Pasado un tiempo prudencial, Horacio extrajo el dilatador y felicitó al joven por su obediencia. Como premio le puso crema en las nalgas para aliviarlas de los efectos del cepillo, y a continuación le vendó los ojos para la sorpresa final. Con la venda y con las manos atadas, Tristán fue conducido desnudo por varios pasillos hasta entrar en un cuarto donde se escuchaban jadeos de otros jóvenes. Lo primero que pensó, por su experiencia previa en la Abadía, es que se trataba de otra sala de castigo donde los muchachos estaban siendo castigados, pero no se oían azotes y los gemidos parecían más bien de placer.

Fue conducido hasta un punto en el que se le hizo arrodillarse en una plataforma en una posición que le resultó familiar. Se dio cuenta de que estaba en la sala de afeitado y que aquella silla para arrodillarse y no para sentarse era donde le habían quitado el vello púbico delantero. Igual que el día anterior, notó que le estiraban los brazos y se los sujetaban por detrás para tensar su torso y poner la zona pélvica a disposición de su cuidador. 

Una mano bien lubricada agarró su miembro; pasado un cierto susto inicial comprendió que en la Abadía, además de muchos lugares para el castigo, existían también zonas, por lo menos aquella, para el placer. La presión ejercida por la mano, que aunque no podía ver habría jurado que era la de su guardián, que conocía ya en varios registros tanto fuertes como suaves, inflamó su pene y lo predispuso a someterse de nuevo a la misma mano, en la que se notaba la experiencia también en proporcionar ese tipo de alivio a los chicos del equipo de rugby, algo que solía ocurrir tras el entrenamiento en recompensa a servicios similares, generalmente orales, recibidos de ellos.

Horacio no pudo evitar sonreír ante la gigantesca descarga y lo escandaloso que podía ser aquel muchacho tan callado. Se la guardaría y le castigaría en otro momento por su indiscreción; desató al joven, le acarició el pelo, le besó, le sacó la venda de los ojos y le facilitó una toalla para que se limpiara. Se disponía para regresar a su celda, cenar y acabar tranquilamente el día cuando entró en la sala un monje guiando a otro traviesillo desnudo, maniatado y con los ojos vendados. Se trataba del padre Fermín y no gozaba de la estima de Horacio, que lo tenía por un envidioso y un chismoso. En otras circunstancias habría intentando rehuirlo, pero estaban cara a cara y no tuvo más remedio que darle conversación.

- ¿Qué tal, Horacio? No sabes lo que me alegro de que te hayan dado este chico tan guapo. Sabes que alguna gente es muy mala y anda diciendo cosas de ti, que ahora el equipo de rugby va a ir a peor, que no vas a poder con todo, que no estás preparado, uf, no sabes todo lo que llevo oyendo todo el día. Pero no hagas ni caso, ¿sabes?, yo sé que te lo mereces. 

- Gracias, Fermín.

- ¿Y qué tal se porta? Tiene cara de buen chico. Y es guapísimo. Y a ti se te ve muy feliz; oye -añadió, bajando el tono-, me alegro de que lleves también lo de Adrián.

- ¿Perdona?

- Pues ... bueno, disculpa, si no quieres hablar de ese tema yo no tengo ningún problema. Perdona que lo haya mencionado.

- ¿De que hablas, Fermín?

- Pero, ¿de verdad no lo sabes? Parece que acabo de meter la pata; bueno, olvida lo que te he dicho.

- Fermín, ¿me explicas que ocurre, por favor?

- Bueno, pero no le digas a nadie que te lo he dicho; pensaba que lo sabías. Adrián se va a casar.

martes, 24 de febrero de 2015

Antonio

-¡¡¡Antonio!!!

Ni el tono de voz, ni el hecho de que le hubiera llamado “Antonio” presagiaban nada bueno. Normalmente su padre le llamaba “Toño” y cuando estaba cariñoso “Toñito”. El nombre completo se reservaba para esas ocasiones especiales. Una ráfaga pasó por su cabeza. Pero no, no podía ser por eso, porque había tomado todas las precauciones posibles para no ser pillado. Sabía las consecuencias.

Encima, en esa tarde calurosa de agosto, había invitado a sus colegas del insti a la piscina de su casa, sabiendo que no habría nadie en casa. Entre sus amiguetes, por supuesto, había llamado a Quique, ese chaval moreno de pelo en pecho que tanto le había ayudado a pasar Selectividad… y que, por otra parte, tantísimo le gustaba. Por él se había colocado ese Speedo rojo que le quedaba tan bien. Se le notaba la marca del bañador que llevaba habitualmente, pero no importaba; de hecho le parecía sexy el contraste del moreno con la piel más blanca del culo. Antes de que llegaran Quique y los otros, se lo había vuelto a probar frente al espejo y había quedado muy satisfecho. Era del año pasado y al haber engordado ligeramente hacía que le estuviera más apretado. Buen paquete y aún mejor culo: a ver si terminaba de fijarse Quique en él. Lo que no sabía en ese momento era cómo iba a terminar la tarde.

El grito de su padre lo dejó clavado al borde de la piscina, adonde estaba a punto de lanzarse para seguir gamberreando con sus colegas y quizás robar un roce con Quique. La mano de su padre le agarró fuerte por el cogote y le hizo darse la vuelta. Ceño fruncido, ojos enfurecidos, mandíbula encajada y el puño izquierdo cerrado. Algo llevaba ahí, pero no, no podía ser. Mil imágenes pasaron por su imaginación.

El agarre del cuello se transformó en un rápido pescozón ¡¡¡delante de sus amigos!!! Obviamente, entre el grito y el chasquido, la algarabía de los chavales paró radicalmente y todos se giraron para ver qué ocurría. Todas las miradas sobre él. Antonio cambió de su natural palidez a un tono escarlata, premonitorio de lo que iba a venir a continuación. Pero aún no soltó su padre ni una sola palabra más. Al menos parecía que iba a tener el detalle de no echarle una bronca delante de ellos, al borde de la piscina. No, no lo hizo. Agarrándole de la oreja lo arrastró a una esquina del jardín.

Los chavales, metidos en la piscina, no daban crédito. Al principio estaban petrificados, sin hablar entre ellos, con la mirada fija en la escena que se desarrollaba en aquella esquina. Por un lado, no querían mortificar a Antonio aún más, porque eran conscientes de que durante la bronca monumental que su padre le estaba echando, de vez en cuando Antonio lanzaba una mirada furtiva hacia ellos. Pero por otro lado, estaban como magnetizados. Como la situación se alargaba, en un acuerdo tácito decidieron charlar de cualquier tema, avergonzados por el pobre Antonio, pero sin quitar ojo, disimuladamente, a lo que estaba ocurriendo a pocos metros de ellos.

Se veía a Antonio, cabizbajo, aún chorreando, con el pelo mojado, con una toalla que se había colocado en torno a la cintura, y a su padre frente a él, señalándole con un índice amenazador a un centímetro de su cara mientras soltaba una retahíla en tono bajo, pero iracundo. Desde la piscina sólo se oían fragmentos sueltos: “idiota”, “lo siento”, “irresponsable”, “lo siento”, “tu hermano”, “lo siento”, “consecuencias”, “lo siento”, “sí que lo vas a sentir. Ahora mismo”.

Antonio estaba desarbolado. En la esquina del jardín a donde le había arrastrado su padre ya pudo ver lo que llevaba en su puño izquierdo: la china que había comprado para disfrutar la tarde con sus colegas, su esperanza de pasarse un canuto desde los labios de Quique… y quizás algo más ¡Todo al garete! Y la actitud de su padre hacía presagiar lo peor.
  • ¿Tú estás idiota? ¿Qué te había dicho yo respecto a ESTO?
  • Lo siento. Sólo íbamos a pasar un buen rato, sin hacer mal a nadie.
  • Tú no estás en tu sano juicio. Eres un irresponsable, metiendo a tus amiguetes en casa para fumar unos canutos ¿Qué pasa si los vecinos se enteran y llaman a la policía?
  • No pensaba hacerlo aquí en el jardín. Íbamos a ir a mi habitación. De verdad, que lo siento.
  • Muy bien, en tu habitación, para darle buen ejemplo a tu hermano. La estás arreglando, Antonio.
  • Lo siento. Pero él no se iba a enterar.
  • No se iba a enterar, igual que no me he enterado yo, imbécil. Claro que esto va a tener sus consecuencias, como te imaginas.
  • De veras, lo siento.
  • Sí que lo vas a sentir. Ahora mismo.
A Antonio le daba vueltas la cabeza ¿Consecuencias? ¿Qué tipo de consecuencias? Ya se veía castigado el resto del verano, sin paga y sin salir de casa. Pero la ira de su padre le hacía temer lo peor. Y sus sospechas se confirmaron cuando a las palabras “ahora mismo” las acompañaron un sonoro azotazo sobre su trasero.

¿Cómo? ¿Azotes? ¿Con sus compañeros aún en casa? Es cierto que no sería la primera vez que su padre le propinaba una paliza, pero ya era mayor y hacía tiempo que las zurras habían quedado atrás. La última hacía un par de años. Su padre creía en la disciplina estricta y no dudaba en aplicarla en cuanto cualquiera de sus hijos traspasaba la línea roja. Hace unas pocas semanas había sido su hermano el que había recibido lo suyo. El detonante: el boletín de notas, con todas suspensas, y un comentario del tutor sobre su actitud: “Con frecuencia se muestra impertinente en clase”. Bufff. No le faltó tiempo para llevárselo de la oreja a su habitación y calentarle de lo lindo. Como solía hacer, dejó la puerta entreabierta para que yo tomara nota.

Pero no termino de aprender, parece ¿No había escondido la china bien? ¿Cómo la había encontrado? Ahora ya daba igual. La suerte estaba echada. Al menos no me zurraría delante de los amigos. Eso sería demasiado humillante. Respiré aliviado (¿aliviado cuando sabía la que me esperaba?) al notar que, de nuevo de la oreja, me dirigía hacia el interior de la casa.

Llegados al salón, colocó una silla en medio y de un zarpazo me quitó la toalla que aún llevaba puesta agarrada a la cintura. Por un momento pensé: esto no puede estar pasándome a mí. Soy demasiado mayor para esto. Me voy a negar. No hay forma de que me pueda obligar a recibir una paliza como un niñato.

Pero pronto mi coraje se diluyó como un azucarillo en agua tibia: si me negaba, las consecuencias iban a ser aún peores, y después de todo, ya me había advertido de las consecuencias si me pillaba en un renuncio, en algo tan grave como esto. Tendría que asumir mi castigo como un hombre. Pero por muy hombre que fuera, no podía contener la sensación de hormigueo en el estómago, que tan familiar me era antes de cada azotaina. Lo que más temía ahora era la rabia contenida de mi padre, que obviamente se iba a descargar sobre mi trasero.

Se sentó en la silla y agarrándome fuerte de la muñeca izquierda me acercó a su lado, enfrente de él, entre sus piernas.
  • Ya sabes lo que te espera. Tú te la has buscado… y la has encontrado. Por mucho que patalees y te quejes no voy a parar hasta que crea que has aprendido tu lección. Y como comprenderás, tu castigo va a ser proporcional con la falta, que no es precisamente pequeña ¡Ven aquí!
Y acercándome más a él, comenzó a desatarme el bañador. Parece que esta iba a ser memorable, y desde luego a culo descubierto, como ante los casos más graves. Las piernas empezaban a temblarme ya y no quería ni mirar qué estaba haciendo mi padre; sólo miraba al frente, al infinito. Aún no sabía si se contentaría con darme manotazos o si me aplicaría su temida regla de madera o ese cinturón ancho que te deja dolorido para unos días.
Como le costaba deshacer el nudo del todo, tiró por la calle de en medio y de un tirón me bajó el bañador hasta las rodillas.
  • Ya veo que estás hecho un hombretón desde la última vez que te tuve que bajar los humos… y los pantalones. Pero no te va a servir de nada. Ser un hombre se demuestra no con tener vello en los huevos, sino comportándose como tal. Y eso es lo que te voy a enseñar esta tarde.
En otras circunstancias, ante esta conversación sobre mis atributos no habría podido suprimir una erección, pero no era el momento ni el lugar. En cualquier caso, tengo que admitir que empecé a notar un cosquilleo en los huevos y en el perineo ¿Qué me estaba pasando?

Poco tiempo me dio para pensar, porque de un tirón de mi muñeca izquierda acompañada de un empujón sobre mi lomo con su mano derecha, me encontré de bruces contra su muslo izquierdo. Ya conocía la rutina: el objetivo era exponer al máximo mi culo a sus azotazos, mientras yo me apoyaba en el suelo con las manos y, de momento, mantenía los pies en el suelo. Muy, muy humillante.

Son momentos muy críticos. Totalmente desprotegido, a la voluntad de tu padre, en esos primeros momentos de verdad te arrepientes de lo que has hecho y haces propósito de no volver a verte en esta situación. Aún no ha caído el primer palo y todavía no calibras la dureza con la que te va a tratar. Tienes la esperanza de que se apiade de ti, pero te temes lo peor, sobre todo teniendo en cuenta lo que has hecho.

Creo que mi padre disfruta con esta incertidumbre, para hacerte reflexionar, y con ese puntito sádico que sin duda le caracteriza, alarga el momento de propinar el primer azote. Pero esta vez estaba tardando demasiado.
  • ¿Sabes una cosa? –casi susurrando, cerca de mi oreja- He oído hablar de unas personas que se llaman “culeros” ¿Tú no serás uno de esos, verdad? Sí, esos que llevan droga en el ano. Creo que voy a cerciorarme de que tú no has caído en ese tema ¡Levanta!
Y acompaña su orden de un azote, pero no el primero de una auténtica zurra, sino simplemente el de un aviso “amable” para que me dé prisa ¿Qué va a hacer? No puedo creer lo que cruza por mi imaginación.

Regresa al salón con un bote que me resulta conocido ¡Claro, el lubricante que he comprado por si salía bien la jugada con Quique! ¡Mi padre ha estado husmeando en mi habitación!
  • Creo que esto es tuyo. No sé para qué lo querías, pero yo lo voy a poner en buen uso ¡Acércate!
Y vuelvo a estar entre sus piernas, pero todavía de pie. No puedo creerlo: se está untando bien un dedo con lubricante.
  • Ahora relájate, porque, si no, puedo hacerte daño. Tú verás. Sepárate las nalgas e inclínate hacia delante.
¡Mi padre inspeccionándome por detrás! Noto cómo con su grueso dedo corazón embadurna mi ojete con una buena dosis de lubricante helado. Un escalofrío recorre mi espalda. Estoy más cerrado que nunca, pero como si fuera un experto en exploraciones consigue ensartarme en un par de movimientos. Me duele, pero no me atrevo a moverme. Mi padre se toma su tiempo mientras consigue dilatar mis esfínteres y pasa a la cavidad posterior. Allí se deleita un buen rato recorriendo mis recovecos.

No puedo evitarlo y una potente erección empieza a despertarse en mi entrepierna, cosa que no pasa desapercibida a mi progenitor.
  • ¡Vaya: te estás poniendo contento! Se ve que estás acostumbrado a este tipo de actividades. Una pena que no te vaya a durar mucho la diversión.
Efecto inmediato: aquello se desinfla ante lo que sea que tiene preparado mi padre.

Sin solución de continuidad, me vuelve a arrojar boca abajo sobre su muslo izquierdo y comienza su perorata, tirándome de la oreja como si fuera a costarme oír lo que quiere decirme :
  • Chaval, vas a recibir la paliza del siglo –Pausa tensa- Te la estabas buscando desde hace tiempo con tu actitud desafiante, tus desplantes, tu desobediencia. Esto último ha sido simplemente la gota que ha hecho colmar el vaso. Y lo has desbordado con creces.
Ya había pasado por esto más veces, pero no quitaba para que me sintiera con una mezcla de vergüenza, de miedo y totalmente indefenso.
  • Ya sabes las normas: como intentes esquivar mis golpes, vuelvo a empezar de nuevo –Tirón de oreja-; como intentes cubrirte con las manos, doblo la intensidad –Tirón de oreja; y como patalees, te bloqueo las piernas –Tirón de oreja final.
Ya no hubo más.

Ahí empezó la lluvia de azotes. Como saben todos los que han pasado alguna vez por esto, el primero es el peor. Mi padre, que tiene experiencia en el asunto, dilató el momento al máximo, pero cuando decidió ponerme la mano encima lo hizo sin avisar y con toda la fuerza que pudo. Lo atestigua el alarido que pegué. Estuve a un tris de de cubrirme con la mano –de hecho la despegué del suelo un segundo- pero me lo pensé dos veces, porque no quería arriesgarme a que cumpliera su amenaza de intensificar los azotes, cosa que parecía imposible… a no ser que se decidiera a sacarse el cinturón.
A cada rato acompañaba los azotazos con advertencias y amenazas. Lo que más me irritaba era cuando acompasaba las palmadas a las sílabas, porque sabía que iba a enfatizar cada una con un azote fuerte, para terminar la frase con una traca final, un trallazo insoportable: “ya-te-he-di-cho-mil-ve-ces-que-con-mi-go-…” y ya sabía yo que aún le quedaban cuatro sílabas con sus cuatro azotes, el último infernal: “no-se-jue-GA”.

En un momento determinado se me encendió una luz en la cabeza: ¿Qué había pasado con mis colegas? ¿Habrían tenido la discreción de marcharse? Giré un momento de la cabeza (suelo dejarla gacha y no cabecear, con la tonta ilusión de que todo pase cuanto antes si me concentro en un punto fijo en el suelo) y vi que estaban mirando la escena desde la ventana que desde el salón da al jardín. A mi padre no le importaba lo más mínimo que estuviéramos en una especie de escaparate; de hecho, posiblemente consideraba que era parte de mi castigo. Si ya estaba mortificado antes, ahora la situación era insoportable. Quería que me tragara la tierra.

Y ahí cometí el error garrafal de intentar zafarme del agarre de mi padre, que mientras me daba con la derecha, me mantenía en mi sitio con la izquierda sobre el lomo o enganchándome bien la cadera derecha. No sé cómo lo logré, pero con la fuerza que la rabia y la vergüenza me dieron, me puse de pie.
  • ¿Has decidido tú que ya he terminado contigo? Creo que estás muy, pero muy confundido, jovencito – Todo esto dicho entre dientes y con mucha rabia apenas contenida.
Casi solo me dio tiempo a llevarme las manos a las nalgas: estaban ardiendo y no sabía dónde ponérmelas para aliviar un poco el dolor. En vano, porque en ese instante vi cómo él también se ponía de pie y se llevaba una mano a la hebilla del cinturón. Esto iba de mal en peor. No quería ni mirar, pero escuché cómo se deslizaba por cada una de las trabillas hasta quedar totalmente desplegado. Sólo pude echar un vistazo para comprobar qué cinto llevaba esa tarde: si era el estrecho de vestir o ese anchote que suele ponerse con los vaqueros. Si el uno era malo o el otro era peor. El uno, por estrecho, marcaba con los bordes, y el otro con su anchura pesaba más y cubría un área mayor con cada correazo. Miré al suelo, hacia sus zapatos, y vi que llevaba unos vaqueros. Mala cosa.

No quería mirar, pero sabía que estaba doblándolo para que fuera más manejable y para que el impacto fuera aún más doloroso. Cuando oí que lo chasqueaba contra su mano izquierda, como para comprobar el peso y la fuerza, supe que la parte más complicada de mi castigo estaba a punto de comenzar.

Sin mediar palabra, me agarró del brazo y me llevó al borde de la mesa del comedor.
  • ¡Agárrate, que vienen curvas!
Con esta parte de mi disciplina no estaba yo tan acostumbrado porque no habíamos llegado a estos extremos con frecuencia, pero instintivamente agarré fuerte los bordes laterales de la mesa. Creo que así se puede descargar algo de tensión, si aprietas fuerte. O al menos esa era mi esperanza.

De lo siguiente se encargó él. Me empujó la cabeza hasta que la apoyé en la superficie de la mesa, pero la dirigí al lado contrario de la ventana, porque me mortificaba la idea de que siguieran los demás mirando. A continuación, se colocó detrás de mí y con un pie separó mis piernas hasta que consideró que estaba suficientemente expuesto e indefenso: en esa postura resulta más complicado apretar las nalgas para protegerse.

Se colocó a mi izquierda y me anunció que recibiría series de veinte correazos (sin especificar cuántos en total). Tendría que contarlos y si perdía la cuenta o me saltaba alguno, volvería a empezar la serie. Aquí yo sabía que el riesgo estaba en que a veces cambiaba el ritmo y podía perder la cuenta. Ya me había ocurrido alguna vez. Además, sabía que tenía la costumbre de enfatizar los dos últimos latigazos, de manera que al ir acercándome al veinte el corazón se me aceleraba.

Y empezó. Me había propuesto no llorar, pero aquí ya no pude más, y entre sollozo y sollozo en un par de ocasiones me debí equivocar, porque tuve que empezar de nuevo, y eso que una vez ya iba por el catorce, creo.

No sé cuántos palos me llevé. En un par de momentos, pensé que había acabado; pero no, volvió a empezar con la orden: “¡Cuenta!”

Estaba tan agotado que pasaron un par de minutos antes de darme cuenta de que había terminado por fin. Por pura precaución me quedé echado sobre la mesa, a la espera de instrucciones, no fuera que tomara por desobediencia cualquier movimiento por mi parte y volviera a empezar.

Cuando lo consideró oportuno, se acercó de nuevo a la mesa, y sin mediar palabra me agarró de la oreja y me arrastró hacia mi cuarto. Avergonzado, con los ojos llorosos, ni siquiera quise ver si los chavales seguían mirando.
  • Antonio, vas a quedarte en tu habitación, de espaldas a la pared, en aquella esquina, hasta nuevo aviso. Ah, y no se te ocurra moverte ni vestirte. Aún no sé si he terminado contigo.
Y se despidió propinándome un sonoro azotazo en la nalga derecha. Por supuesto, dejó la puerta entreabierta para que mi hermano aprendiera en culo ajeno una lección inolvidable.


lunes, 19 de enero de 2015

Tristán: Capítulo 3

Hago otro paréntesis de nuevo en mi retiro del mundo bloggero para proseguir con la historia de Tristán. En este capítulo podréis ver cómo transcurre su primer día en la Abadía. 

Creo que este relato es más complejo que los de Chiquitín y agradezco mucho a quienes me escriben diciendo que les gusta o por lo menos que aceptan bien este cambio de registro (que a lo mejor no lo es tanto como me parece); no sé si alguien más lo verá como una historia de amor. Yo a veces tengo la sensación de estar escribiendo novela rosa, y lo grave es que me gusta :-) Pero claro, es novela rosa a mi manera un tanto peculiar.

En fin, lo importante no es lo que me parezca a mí sino a vosotros, porque vuelvo a decir que estos relatos existen gracias a la gente que me escribe y me anima a continuar. Por enésima vez me disculpo por la poca frecuencia con la que actualizo la historia; los últimos meses han sido bastante frenéticos y ahora con el nuevo año he tenido ocasión de dedicarme un poco más de tiempo a mí mismo y proseguirla. Un beso grande a mis lectores y mis lectoras (que son más de las que me habría podido imaginar).


TRISTÁN
CAPÍTULO 3: HORACIO

(Continuación del capítulo 1, La revisión, y del capítulo 2, El Abad)

Resumen de los capítulos anteriores: Debido a las dificultades económicas de su familia, el joven Tristán al finalizar sus estudios ingresa en la abadía de una orden religiosa donde forman a sirvientes para señores adinerados. El abad de la orden encarga al entrenador deportivo, Horacio, el adiestramiento del joven.

Tras hablar con el Abad, Horacio se dirigió a la guardería, que era como los frailes llamaban al lugar donde se atendía a los pupilos recién llegados, con el corazón palpitándole de entusiasmo y miedo a la vez. Su sueño se acababa de cumplir; había conseguido el goloso puesto de adiestrador de pupilos, un codiciado privilegio reservado a los monjes ordenados de mayor edad, estando todavía en la treintena y siendo solamente un Hermano colaborador, no un Padre miembro de la Orden. Ignoraba cómo sentaría este ascenso en la comunidad de la que llevaba formando parte solamente unos pocos años; pensó en los que se alegrarían por él pero también en quienes lo envidiarían y criticarían. Pero no era esto lo que le preocupaba al Hermano Horacio, que no era ambicioso y si deseaba el puesto no era por otro motivo que dar un paso más para desarrollar su vocación y gran pasión de educar y dominar a chicos jóvenes, sino el reto y la nueva responsabilidad que se abrían ante él. 

Hasta aquel momento se había limitado a las actividades deportivas; en el campo de juego y el vestuario él estaba al mando, daba órdenes, felicitaba y castigaba, repartía besos, pellizcos y collejas, les daba palmadas cariñosas en el culo a sus jugadores cuando le obedecían y azotes cuando eran desobedientes,  pero solo durante el tiempo del entrenamiento y a todo un grupo de muchachos de los que luego cada uno tenía su adiestrador personal que hacía el papel de papá o de amo durante el tiempo que duraba su formación como sirviente. Cuando al final de la tarde acababan los entrenamientos, a pesar de los recuerdos de los buenos momentos pasados junto a sus traviesos deportistas no podía evitar sentirse solo y envidiar a los frailes que recibían a sus pupilos para darles alguna clase, tal vez bañarlos, secarlos, desnudarlos, ponerles el pijama, jugar con ellos, abrazarlos, sentarlos en sus rodillas, darles masajes, castigarlos por sus diabluras del día, mandarlos a la cama con el culito bien caliente … 

Realmente la vida en la Abadía era entretenida y dejaba poco tiempo para la melancolía; al no tener pupilos a su cargo, Horacio cenaba en el comedor con los monjes, donde la cena se animaba con el castigo público de algún novicio que hubiera desobedecido o infringido las normas del lugar. Con frecuencia eran dos o tres los muchachos que eran traídos del cuello o de la oreja desnudos y con las manos atadas a la espalda al comedor a la vista de todos los presentes para ser castigados. A Horacio le había llamado la atención la disposición en una sola y larga línea de la mesa del comedor en la que los comensales tenían solamente compañeros a los lados pero no en frente, como si estuvieran ante un escenario; la misma no tenía otro fin que el de permitir a todos los presentes disfrutar del hermoso espectáculo que tenía lugar en todas las comidas y cenas. 

El Abad empezaba reprendiendo al novicio o a los novicios y ordenando a uno de los Padres la lectura de los artículos de la regla de la Orden que este hubiera transgredido. A continuación el mismo Abad se sentaba en la silla colocada con ese propósito y ponía al muchacho desnudo y maniatado sobre sus rodillas, mientras otro monje hacía lo propio de haber un segundo traviesillo necesitado de azotes. Durante los siguientes minutos, los frailes contemplaban en silencio y con deleite la azotaina proporcionada por la mano fuerte del Abad junto con los deliciosos gemidos del novicio cuyas nalgas comenzaban a cambiar de color; todo ello mientras el monje encargado de la lectura repetía una y otra vez la norma transgredida para recordar la causa del castigo.

Los azotes duraban hasta que el Abad consideraba que el trasero colocado sobre sus rodillas estaba ya suficientemente caliente. En ese caso hacía levantar al muchacho y pedía la ayuda del monje lector para colocarlo sobre la banqueta de castigo en la posición de sumisión, con las piernas muy separadas y las nalgas ardientes colocadas en posición prominente, dejando el ano y los genitales del novicio travieso a la vista de toda la comunidad, así como su cara, la cual asomaba entre sus piernas abiertas muy colorada, en parte por la sangre que bajaba a la cabeza al estar esta más baja que el cuerpo y en parte por la vergüenza. 

Pero la humillación del joven no acababa aquí, sino que el Abad, tras minuciosa observación de su orificio más íntimo, generalmente acompañada de la introducción de uno o dos dedos para comprobar su grado de dilatación, pronunciaba un par de números dirigiéndose al monje lector y ayudante; la primera cifra era la longitud y la segunda el grosor del dilatador que el joven tendría que llevar colocado durante toda la cena. El monje lector obedecía las órdenes del Abad y extraía de entre la gran colección de dilatadores en forma de falo colocados al lado de las banquetas de castigo el adecuado para la ocasión y se lo facilitaba al Abad, el cual con gran maestría lo introducía lenta y meticulosamente hasta el final entre nuevos gemidos y a veces gritos tenues, o incluso no tan tenues, por parte del travieso novicio. Una vez el falo de cera había desaparecido entre las nalgas intensamente rojas del joven, quedando solo la base del mismo a la vista, la comunidad aplaudía el virtuosismo con el que se había ejecutado el merecido castigo y comenzaba a disfrutar de la cena, aderezada por los murmullos periódicos del joven atado que sollozaba ante el escozor de sus nalgas y de su recto. Los muchachos con experiencia en recibir este castigo esperaban con ambivalencia el final de la cena, puesto que la llegada de los postres se celebraría con la extracción del dilatador, lo cual suponía un alivio para el muchacho castigado, pero solamente parcial puesto que no significaba que su tormento hubiera acabado. Y es que no se le desataba todavía porque debía tener lugar aún la parte final del correctivo, que consistía en que el Abad aplicase con firmeza y mano experta las disciplinas eclesiásticas, un látigo formado por varias tiras de cuero, sobre el culito cuya rojez se había disipado en parte. Las marcas del instrumento sobre las nalgas nuevamente coloradas y escocidas suponían una segunda ronda de aplausos y vítores por parte de los monjes que disfrutaban del postre y del café.

Aunque el Hermano Horacio disfrutaba enormemente de las disciplinas de los novicios en comidas y cenas y siempre que el equipo de la Abadía conseguía alguna victoria el Abad le invitaba a ser su ayudante y azotar a uno de los traviesos como premio y agradecimiento, las cambiaría encantado por comer a solas con un chico guapo al que pudiera considerar suyo, al menos durante las semanas que solía llevar su instrucción hasta que estuviera listo para enviar con su amo. Todo esto pasaba por su cabeza mientras se dirigía a la guardería y esperaba impaciente a que le dieran noticias sobre el pupilo que le había correspondido.

Por fin fue invitado a entrar; la visita a la guardería siempre era un placer y un espectáculo digno de contemplar; algunos de los muchachos recién llegados, desnudos y con las manos atadas, esperaban agrupados turno ante la sala de afeitado, en cuyo interior cuatro chicos, puesto que no había espacio ni personal disponible para más, estaban colocados en posición en banquetas especiales, prácticamente idénticas a las de castigo puesto que su función era facilitar el rasurado de nalgas, ano, periné y parte trasera de los muslos. Una vez acabado el afeitado trasero serían movidos a las banquetas de afeitado delantero, puesto que el vello púbico estaba totalmente prohibido tanto para pupilos como para novicios.

Y allí estaba su mancebo; con un guiño y una sonrisa cómplice, el Padre Juan, uno de los encargados de la selección de pupilos que había traído muchachos nuevos ese día, y que evidentemente estaba informado de la decisión tomada por el Abad y no la censuraba, le señaló el culito que le pertenecía a partir de aquel instante. Un hormigueo sacudió el cuerpo de Horacio al ver los muslos firmes y las nalgas redondas y robustas; si él hubiera tenido que elegir entre los cuatro hermosos culos desnudos expuestos en la sala, hubiera elegido aquél sin dudarlo. A partir de aquel instante aquel trasero le pertenecía y podría acariciarlo, pellizcarlo, penetrarlo o azotarlo a su voluntad; su sueño más ansiado se estaba haciendo realidad.

Procurando dominar la excitación y la alegría que le embriagaban y pensando en el bien del muchacho, al que debía transmitir dominio y seguridad, se acercó a él y le acarició la espalda y el culito apreciando la suavidad de su piel.

- Precioso potrillo -opinó dando unas palmadas suaves en las nalgas todavía pálidas en contraste con dos de los otros muchachos, cuyos traseros enrojecidos estaban siendo ya embadurnados de espuma por sus cuidadores. -Y por lo que veo, se ha portado bien por ahora. ¿Cómo se llama?

- Tristán. Parece manso, sí, ha estado muy tranquilo todo el día, no como estos dos que han tenido que probar ya el cepillo – respondió el Padre Juan mientras le facilitaba la espuma de afeitar y le guiñaba nuevamente el ojo. -Pero cuidado con los que parecen mansos, que luego son los que dan más guerra.

- Pues más te conviene que no sea así, ¿vale, guapo? -Tras darle un par de azotes, untó con espuma los muslos del muchacho. Las nalgas, deliciosas, carecían de vello, limitándose este a la zona perianal, en la que el Hermano Horacio comenzó también a extender la espuma con mano decidida pero delicada. El jadeo del muchacho al sentir la espuma fría se intensificó cuando su nuevo cuidador, enormemente deleitado con aquel ronroneo ambiguo entre el placer y el disgusto, aprovechó para penetrar su agujerito virgen con el dedo índice. 

Mientras la espuma se endurecía y se adhería al vello que debía ser eliminado, el Padre Juan tomó del brazo a Horacio y le facilitó la ficha de su nuevo pupilo.

- Te ha tocado un caso especial. No solo por lo guapo que es el chico y el culete tan bonito que tiene, redondito como sé que te gustan a ti además, que ya he notado como se te va la vista detrás de los jugadores robustos de tu equipo – le guiñó el ojo a su compañero de nuevo mientras le acariciaba afectuosamente la cabeza. -No es un bribonzuelo como los que tienes en el equipo de rugby y el de fútbol, es un chaval de buena familia, aunque venida a menos. Su padre, muy educado, ha sido cliente nuestro y ahora se ve en la tesitura de tener que llamarnos para vender a su muchacho para tapar deudas y agujeros. Es universitario y su destino no es arreglar tuberías ni limpiar cacharros sino ser secretario personal de algún caballero distinguido. 

El Padre Juan se calló de una forma en la que a Horacio, que siempre se había entendido bien con él, no le costó ver que había algo más que a su compañero le costaba contarle.

- ¿Qué ocurre, Padre? Es estupendo que me asignen a este chico, es ideal para mí. Y en cambio me mira usted con cara de circunstancias … Ah, ya. Las envidias; sé que muchos frailes me van a criticar, ya me tienen manía desde hace tiempo por los éxitos del equipo de rugby, y van a decir que no estoy preparado para hacerme cargo de un pupilo … Y cuando vean el culo tan bonito de Tristán, se van a poner verdes. Cuento con ello y con demostrarles que se equivocan.

El Padre Juan sonrió y negó con la cabeza.

- Ojalá fuera eso, Horacio. Eres un chaval muy inteligente y sé muy bien que sabes estar por encima de las habladurías y las maledicencias.

- ¿Entonces qué ocurre?

- En realidad no tendría que ocurrir nada. Pero no me gusta callarme las cosas contigo y prefiero que te enteres por mí. 

- No entiendo nada.

- Se trata de Adrián.

- ¿Adrián? ¿Mi Adrián?

- Hace tiempo que no es tu Adrián, Horacio.

El silencio de Horacio al escuchar el nombre de Adrián fue elocuente. El Padre Juan le cogió del brazo cariñosamente y lo condujo a un rincón de la guardería para hablar con calma, ajenos a la azotaina que tenía lugar a su lado. Uno de los cuidadores castigaba a un muchacho que había opuesto resistencia a dejarse atar al banco de afeitado y que, una vez colocado en posición, gemía ante el escozor de los impactos de una poderosa pala rectangular de madera recia.

- Horacio, sé que Adrián fue muy importante para ti, pero debes mirar hacia delante.

- Eso lo he oído ya antes.

- No seas insolente. Te di muchas azotainas cuando eras novicio, a ver si voy a tener que recordarte el respeto que les debes a tus mayores.

- Disculpe, Padre, pero no entiendo por qué me habla de Adrián ahora.

- Este chico que te han asignado, Tristán, es el hijo del primer amo de Adrián.

Horacio era la viva imagen de la estupefacción.

- No puede ser.

- Pues lo es. 

- ¿Pero el Abad lo sabe?

-Lo ignoro, Horacio. Probablemente se trate de una casualidad. Una enorme casualidad.

- ¿Cree que no debería encargarme entonces del chico?

- Todo lo contrario. Ahora estás con nosotros y no puedes decirle al Abad que el pasado sigue pesando para ti. Tú eres su predilecto entre los Hermanos, no, no me lo discutas, es así.  Tienes que demostrarle tu profesionalidad; que vas a tratar a este chico igual que si no tuviera ninguna relación contigo. Porque en realidad no la tiene; si su padre no hubiera acogido a Adrián lo habría hecho cualquier otro. De hecho Adrián fue siempre bien tratado en esa casa, aunque no te guste reconocerlo. 

- Perdone que no me apetezca escuchar eso. Adrián fue desgraciado en aquella casa … al menos al principio.

- Claro que te echaba de menos al principio, pero se acostumbró a su nueva vida. Y tú deberías hacer lo mismo de una vez. Y no hay más discusión.

- De acuerdo, Padre.

- Sé que tienes un don con los chavales y que vas a tratar muy bien a Tristán. Este momento es complicado para ti, pero para él mucho más. Ya no tiene a su familia; necesita un padre que le dé mucho cariño y mucha firmeza. Y hay un padre en ti, lo he visto en como tratas a los jugadores de tu equipo.

- Muchas gracias, eso espero.

- Claro que sí. Ahora mismo este chico necesita un buen afeitado. Y luego su primera lección de obediencia y de sumisión. Sé que lo vas a hacer muy bien porque sé que vas a disfrutar haciéndolo. Y que vas a enseñarle a que él también disfrute haciendo gozar a su amo; aunque eso vendrá con el tiempo; hoy el pobre no va a disfrutar cuando le ates y le azotes. Manos a la obra; ya está bien de charla.

El Padre Juan dio por terminada la conversación con una palmada en el trasero de Horacio. Era de los pocos frailes de la Abadía, aparte del Abad naturalmente, a los que Horacio le permitía esa familiaridad arrastrada de su época de novicio. 

Reconfortado dentro de su confusión, el Hermano volvió al cubículo donde se encontraba su pupilo con su hermoso trasero expuesto ante él. La espuma se habría reblandecido ya y estaría listo para el afeitado. Le acarició las nalgas antes de hablarle:

- ¿Cuál era tu nombre, chaval? - Lo recordaba perfectamente pero el muchacho había perdido su individualidad, era un chaval más, un sirviente más en espera de que le asignaran un amo, y así es como debía sentirse. 

- Tristán, Padre.

- No soy un sacerdote, Tristán. Llámame Señor por ahora. Luego te explicaré más. -Le separó las nalgas para comprobar que la espuma estaba ya blanda.

- Sí, Señor.

- Estupendo, chaval, veo que aprendes rápido a comportarte y espero que siga siendo así. Ahora voy a rasurarte completamente el culito y la pilila. Son las normas de este lugar y aquí es sagrado el cumplimiento de las normas.

Le dio un suave azote mientras preparaba la maquinilla de afeitar y le cambiaba la hoja.

- Ahora debes escucharme bien, Tristán. ¿Me estás escuchando?

- Sí.

Un azote, en esta ocasión fuerte, advirtió al joven de su error.

- ¿Cómo debes responder cuando se te pregunta?

- Sí, señor.

- Esto está mejor. Estás atado para evitar que te muevas y que te haga daño. Te voy a rasurar zonas muy delicadas y cualquier movimiento por tu parte puede hacer que te corte. Y además del posible corte, si te mueves te castigaré. Te daré una buena zurra en el culo. Y si hablas sin que te haya hecho una pregunta, te azotaré también. ¿Lo has entendido, Tristán?

- Sí, señor.

- ¿Qué te va a pasar si te mueves?

- Que me cortaré.

Un nuevo azote, en esta ocasión en la otra nalga.

- Has contestado mal, hijo. ¿Por qué?

- ¿Porque no he dicho señor?

El traviesillo no pudo evitar dar un respingo ante el tercer azote. La mano de su cuidador, cuya cara no había podido ver todavía, era fuerte.

- Exacto, contesta otra vez.

- Que usted me puede cortar, señor.

- Podría cortarte, efectivamente. ¿Pero qué más te pasará?

- Que usted me castigará, señor. -La voz del muchacho era poco más que un gemido.

- ¿Y cómo te castigaré?

- Me dará unos azotes. En el culo.

- Perfecto, veo que lo has entendido. Ahora estate muy quietecito y acabaremos pronto con el culo. Luego te soltaré para cambiarte de posición y afeitarte el pito y los huevecitos; cuando terminemos podrás ir al baño si lo necesitas y te pondré en la fila junto a los otros pupilos para presentaros ante el Abad. Ahora voy a empezar. 

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Tras comprobar la suavidad de la piel entre las nalgas y en el periné, ya completamente libre de vello, Horacio procedió a desatar a Tristán para cambiarle de postura y pasar al afeitado del vello púbico. Le liberó las piernas y a continuación las manos. Animó los tímidos movimientos de muñecas y tobillos para desentumecerse con una palmada en las nalgas todavía ofrecidas ante él.

- Muy bien, chaval. Levántate con cuidado.

Le ayudó un poco empujándolo del torso para compensar el ligero mareo al erguir de nuevo la cabeza tras haberla tenido agachada durante un buen rato. Al alzarse y darse la vuelta, el pupilo y su cuidador se miraron por primera vez a los ojos. Con su expresión de perplejidad y cierto temor, Tristán le resultó tan irresistiblemente guapo y dulce como le habían comentado. Sintió una punzada de ternura que le desgarraba y le asustó recordar que solamente se había sentido así una vez en su vida, en el momento en que fue consciente de que estaba enamorado de Adrián. Se quedó quieto durante un breve instante intentando vencer el fuerte impulso de estrechar a aquel chico desconocido entre sus brazos.

Por su parte Tristán estaba experimentando también una sensación muy confusa; ese cuidador era muy diferente de los viejos frailes de expresión severa con los que había tratado desde su llegada a aquel lugar. Aunque sería al menos diez años mayor que él era mucho más joven que los otros y no llevaba hábito sino ropa de deporte que marcaba su cuerpo grande y atlético. Vio o quiso ver en él una dulzura que no había en ningún otro lugar ni ninguna otra persona en aquella estancia y lo invadió un vivo deseo de no separarse de él y que solo él fuera quien debía instruirle durante los próximos días.

Ninguno de los dos sería capaz de decir cuanto tiempo transcurrió, si fueron segundos o minutos, antes de que Horacio consiguiera recomponerse y conducir a su pupilo del brazo, con firmeza pero sin brusquedad, hacia la banqueta para el afeitado delantero. Lo que parecía un asiento bajo con una rampa y un gran respaldo detrás no era para sentarse, sino que el travieso debía arrodillarse sobre el presunto asiento y sentar el culete sobre la superficie inclinada que había encima de este y cuya función era hacer sobresalir sus genitales y tensar la piel alrededor de ellos. Tras colocarlo de rodillas en el asiento, su cuidador tiró hacia atrás de los brazos del joven para atarlos a las correas de sujeción que había detrás del respaldo. La movilidad del travieso, ya muy limitada, se impedía completamente con las correas que sujetaban los muslos y las pantorrillas. Tristán apenas intentó comprobar que su inmovilidad era total, pero, tal vez por la costumbre o por la esperanza que había decidido depositar en su atractivo y viril cuidador, esto le produjo menos angustia que cuando había sido atado anteriormente a la banqueta de afeitado trasero.

- Muy bien, jovencito. No puedes moverte, pero tampoco lo intentes porque vamos a trabajar una zona todavía más delicada. Y no hables si no se te pregunta; en esta posición no puedo darte azotes en el culo, pero sí bofetadas en la cara que duelen más. Por ahora lo estás haciendo muy bien y solo tienes que seguir calladito y obediente. ¿De acuerdo?

- Sí, señor.

Tras comprobar la firmeza de las correas, Horacio untó los tiernos genitales del joven con espuma y a continuación, mientras esta se reblandecía, se colocó a un lado del joven, donde este no podía verle, y le acarició el cabello con suavidad no exenta de firmeza.

- Muy bien, así, calladito y tranquilo. Tenemos que esperar un poco.

Al joven le hubiera gustado preguntar por qué era tan importante que le afeitaran, qué tipo de lugar era aquél, cuánto tiempo iba a estar allí y muchas otras cosas, pero tuvo cuidado de no hacerlo. Desde su nueva posición podía ver la sala en el que se encontraba y las escenas que hasta entonces, con la cabeza hundida entre las piernas, solo había podido escuchar. Frente a él, y probablemente también a sus lados, varios chavales, como él completamente desnudos, eran afeitados, unos por delante y otros por detrás. Uno de ellos, que colocado en la misma posición que él intentaba forcejear con sus ataduras, recibió dos bofetones por parte de su cuidador, un monje de avanzada edad de gafas y pelo cano. Los quejidos, rayando en gritos, que empezó a proferir cuando, en parte por seguridad y en parte por castigo, el monje procedió a apretar sus ataduras, motivaron, además de dos nuevos bofetones, la colocación de una gruesa mordaza en la boca del travieso. 

Pero no faltaba algún que otro comportamiento más rebelde e incluso insolente; Tristán vio desfilar ante él a otro chaval al que un corpulento y fuerte fraile llevaba colgado a los hombros, como si se tratase de un saco, con los tobillos y los muslos atados para que no pataleara. Su trasero, desnudo y expuesto sobre el hombro del monje, mostraba un intenso color casi granate y señales de haber sido azotado con algún tipo de correa. Pero era evidente que los azotes no habían bastado para aplacar al traviesillo, el cual, a pesar de llevar las manos atadas a la espalda y de la mordaza que atenazaba sus gritos, todavía intentaba revolverse dentro de sus ataduras e importunar a su portador, el cual propinó un contundente y merecido azote con la mano que le quedaba libre a las nalgas del granuja, el cual, dolorido, se tranquilizó al menos por el momento. Tristán pensó que probablemente estaba siendo transportado a alguna celda de castigo donde lo corregirían con la severidad que necesitaba, como habían hecho con algún otro bribonzuelo que se había mostrado sarcástico e impertinente a la llegada a la Abadía.

Horacio, que no pudo evitar reparar en la escena, consideró más adecuado no decir nada y dejar que su nuevo pupilo sacara conclusiones por sí mismo respecto a las causas de que aquel travieso estuviera siendo expulsado de la sala. Ninguna descripción de los castigos al que sería sometido a continuación el infractor inquietaría tanto a Tristán como los que su imaginación pudiera inventar. Cuanta menos información se le proporcionara y en más incertidumbre se moviera, más rápido se alcanzaría el objetivo de toda aquella parafernalia, que era la sumisión total del joven y su adaptación a la nueva vida que le esperaba en casa de su amo.

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Tristán se sintió extraño al incorporarse otra vez y verse sin rastro de vello. Tras unos breves instantes de libertad para moverse y desentumecer brazos y piernas, no pudo evitar una mueca de disgusto al ver a su guardián tomar de nuevo cuerdas.

- ¿Me vas a atar otra vez?

Horacio lo miró con cara de disgusto; dejó las cuerdas que estaba preparando encima del atril de donde las había sacado y se aproximó a él con rapidez. Con una mano sobre el cuello le hizo inclinarse y con la otra le dio media vuelta para poner su trasero a su disposición. Un par de azotes fuertes, uno en cada nalga, castigaron la curiosidad del travieso.

- ¿Por qué te estoy castigando, jovencito?

- No lo sé, señor.

En esta ocasión fueron cuatro los azotes, dos en cada nalga. Horacio no iba a dejar que un chico listo se hiciera el tonto; Tristán debía aprender cuanto antes que no se le iban a explicar las normas más de una vez.

- ¿Seguro que no sabes por qué te estoy castigando? Igual lo entiendes mejor si te doy con la correa.

- ¿Por haber hablado sin permiso, señor?

- Eso es. Vas aprendiendo. Esto por no haber contestado a la primera.

Los dos azotes finales sobre la parte superior de los muslos, una zona especialmente sensible, provocaron un sofocado grito de dolor del joven.

Horacio retiro la presión sobre su cuello y le permitió incorporarse. Ya sin más preguntas ni resistencia, Tristán se dejó atar docilmente las manos a la espalda y vendar los ojos. No había ningún secreto ni nada que no se pudiera ver, pero la desorientación espacial ayudaría a la sumisión del joven.

- Sígueme.

La instrucción verbal fue acompañada de un leve tirón tras haber agarrado al muchacho del brazo. Fue conducido desnudo fuera de la sala, suponía que en compañía de otros pupilos, y no fue capaz de conservar el rastro del camino que estaba recorriendo. En un momento, tras haber caminado por varios pasillos, notó que la presión sobre su brazo se aminoraba, animándolo a reducir el paso al entrar en una nueva sala, en la que se detuvo tras haber rozado otros cuerpos desnudos. Mientras le pareció que su cuidador se colocaba detrás de él, oyó una voz fuerte a media distancia:

- Muy bien, muchachos. Esperad aquí quietecitos unos minutos a que llegue el resto de vuestros compañeros. El que hable o se mueva será castigado.

Silencio y calma total tras el aviso, solo interrumpidos por las disculpas de otros jóvenes que iban entrando al chocarse o al rozarse con otros. Una vez llegados todos, las siguientes voces que rompieron el silencio eran de adultos, probablemente monjes que murmuraban. Tristán giró la cabeza hacia el lugar del que venían los susurros, pero la mano firme de su cuidador volvió a colocarle mirando al frente. Finalmente la voz que había dado el primer aviso habló de nuevo, y esta vez pudo comprobar que se trataba de la del Padre Juan:

- Atención; vuestros cuidadores os van a retirar la venda de los ojos y a desatar las manos para que podáis saludar al Abad. No hace falta deciros que vuestro comportamiento ante él debe ser excepcional.

Tristán notó que su cuidador, que seguía detrás de él, le retiraba la venda y le desataba las manos. El pequeño murmullo que se levantó fue rápidamente apagado:

- ¡Silencio! ¡Y manos a la espalda!

Cuando sus ojos se acostumbraron de nuevo a la luz y la sangre volvió a circular de nuevo por sus muñecas, Tristán pudo contar a unos quince o dieciséis chavales de su edad, alrededor de los veinte años, aunque varios parecían más jóvenes, colocados en círculo, desnudos, con el vello púbico totalmente afeitado y con las manos a la espalda, y detrás de ellos a otros tantos monjes y cuidadores de edad madura, algunos con hábito y otros en ropa de calle, unos casi ancianos y otros en los últimos años de lo que se podría considerar mediana edad, pero ningún otro con ropa de deporte ni tan joven como el que le había sido asignado a él.

Vio al Padre Juan y a otros monjes vestidos con hábito saludar a un hombre con barba gris de unos 60 años que entraba en la sala y que se trataba evidentemente del abad. Tras saludar muy afablemente a los monjes, se colocó en el centro del círculo y miró a los preciosos mancebos desnudos que le rodeaban con gran satisfacción.

- Buenas tardes, muchachos. Bienvenidos a la Abadía. Este lugar va a ser vuestro hogar durante unas cuantas semanas, mientras dure vuestro entrenamiento. 

Comenzó a caminar en círculo por entre los chicos acercándose uno a uno a ellos y mirándoles sucesivamente a los ojos mientras hablaba.

- Como ya sabréis, vuestras familias os han traído aquí para que aprendáis a comportaros y a obedecer; no estáis de vacaciones. Dentro de poco estaréis sirviendo en casas de señores muy respetables; tendréis que trabajar duro en tareas de la casa y también tendréis que complacer a vuestros amos en cuestiones más personales. La función de la Abadía es enseñaros; nos interesa no solamente el prestigio de nuestra institución, también la situación económica tan complicada en la que dejaríais a vuestra familia si vuestro amo os devolviera. Por eso no vamos a dejar que eso ocurra. 

- Vuestro cometido es muy sencillo: obedecer a vuestros mayores; en particular a vuestro cuidador que se va a encargar de vosotros durante vuestro aprendizaje. Y las normas de nuestra casa son igual de fáciles: no preguntar, no hablar si no se os pregunta, bajar la mirada y hacer todo lo que se os dice. Y aceptar el castigo cuando se incumplen las normas. Seréis tratados con severidad, mucha, pero nunca con crueldad. 

- Ante cualquier desobediencia o infracción menor, seréis azotados. Tendréis que acostumbraros a la vara, el cepillo y el cinturón; vuestros amos no dudarán en usarlos así que vuestros cuidadores menos aún. Si la falta fuera más grave, seréis conducidos a la sala especial de castigo que regenta el Padre Julián -Tristán reparó en el susodicho, que se encontraba junto al padre Juan con una expresión grave y muy severa, y sospechó que a ninguno de los traviesillos presentes le apetecía estar en su compañía.

- Muy bien, vamos a empezar vuestro entrenamiento con una prueba muy sencilla: una inspección personal. Consta de dos partes, repito, dos partes. En la primera se os inspecciona por delante, en la segunda por detrás. Por delante deberéis de levantaros con una mano los testículos, separando las piernas para mostrarme la parte inferior de los genitales. A continuación, os cogeréis también con la mano el pene y le daréis para atrás al prepucio para mostrar el glande. Los que esteis circuncidados basta con que lo levantéis y me enseñéis la parte inferior. ¿Entendido?

- La segunda parte es la inspección por detrás. Tenéis que daros media vuelta e inclinaros hasta tocar con los dedos la punta de los pies. Con las piernas bien separadas para enseñarme el ano y el periné. Os separaré las nalgas para inspeccionaros bien. Empezaremos por ti. -Se dirigió al muchacho que estaba al lado de Tristán, que se consideró afortunado de no haber sido el primero y poder así aprender de los posibles errores que cometiera su compañero.

El joven se levantó los testículos tal como se les había indicado mientras el Abad se ponía en cuclillas para observarlo bien. 

- Bien. Prepucio.

El travieso tiró hacia atrás enseñando el glande. A continuación inclinó el pene hacia arriba para mostrarlo bien mientras el Abad le palpaba los testículos.

- Media vuelta. Ángulo recto.

Nuevamente el muchacho hizo lo que se le decía pero los brazos le colgaron solamente hasta apenas más abajo de las rodillas, lo cual le valió un par de azotes y una amonestación verbal del Abad antes de separar con ambas manos las nalgas y echar un buen vistazo a las zonas más íntimas del traviesete. 

A continuación vino el turno de Tristán, que se esmeró en prestarse dócilmente a la inspección, aunque no se libró tampoco de un azote por no conseguir tampoco llegar a tocarse los tobillos con las manos al colocarse en ángulo recto.

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Finalizada la inspección por parte del Abad, los muchachos fueron de nuevo atados, sus ojos vendados, y conducidos desnudos del brazo de sus instructores a la celda de cada uno. No hubo el menor conato de rebelión por parte de ninguno, y Horacio, que había asistido a veces a insubordinaciones delante del Abad, se dijo que parecía haberles tocado en esta ocasión una buena remesa de mozos, más dóciles que en otras ocasiones. 

Y por fin llegó el momento que Horacio llevaba esperando tras todo un día de tantas emociones. Se encontraba en la celda que compartiría con su chaval durante las próximas semanas. Comprobó que estaban en su sitio los instrumentos de castigo y los dilatadores que emplearía con él. Le embriagó una oleada de placer al estar por fin los dos solos. No sabría decir hasta qué punto le excitaba más o le resultaba indiferente el saber que tenía a su disposición al hijo del antiguo amo de Adrián y que iba a poder hacer con su muchacho lo mismo que él había hecho con el suyo, como si se tratase de una treta del destino o de un ciclo condenado a repetirse. En cualquier caso hervía de deseo cuando sentó al muchacho, todavía maniatado y desnudo, sobre sus rodillas y le sacó la venda de los ojos.

Tristán miró a su alrededor con una aprensión que fue aumentando al contemplar los objetos que había en aquella habitación: gran variedad de cuerdas y correas, una mesa sobre la que descansaba una gran variedad de cinturones, palas, cepillos, sacudidores de alfombras, disciplinas o pequeños látigos, y otros instrumentos cuya función no podía ser otra que la de azotar su trasero, una banqueta similar a la que habían usado para afeitarlo y, lo que más le aterró, una colección de utensilios de forma fálica de diferentes grosores cuya función conocía puesto que había espiado alguna vez como su padre los empleaba con Adrián, el sirviente que habían tenido durante años.

La habitación por lo demás era luminosa, amplia y confortable. La cama era igualmente grande pero el joven enseguida intuyó que ello se debía que estaba pensada para dos, lo cual incrementó su tensión y lo llevó al borde del pánico. Su cuidador lo percibió enseguida y el temor que vio en los ojos de su pupilo acabó de disparar su libido.

- Muy bien, chaval. Por fin estamos los dos solos; debes tener mucha hambre después de un día de tantas emociones. Pero antes tendrás que ganarte tu comida siendo cariñoso conmigo; eres un chico muy, muy guapo.

Con una mano comenzó a acariciarle los muslos mientras con la otra lo sostenía por los hombros. Enseguida acercó la cara del muchacho a la suya. El roce de la barba provocó en Tristán un brusco y casi reflejo espasmo de rechazo. Su resistencia, que evidenciaba que el chico no tenía ninguna experiencia con hombres mayores que él, incrementó si cabe la excitación de Horacio, en cuyos ojos el joven ya no encontraba la dulzura que había creído ver antes, sino una lujuria que le asustó y le trajo el recuerdo de una experiencia de tiempo atrás con un familiar suyo mayor que él. 

Llevado por una atracción que nunca quiso reconocer, Tristán había buscado la compañía de su primo durante un verano en el que los dos, uno todavía un adolescente y el otro un joven de más de veinte años ya con amplia experiencia y mucho éxito con las chicas, se habían hecho inseparables pese a la diferencia de edad. Una noche, en la que se vieron forzados a compartir cama en casa de sus tíos, el primo más mayor, que necesitaba descargar su tensión sexual con mucha frecuencia, comenzó a masturbarse sin que le importara la presencia del pequeño, algo que no era la primera vez que ocurría. Pero en esa ocasión el joven decidió buscar una posible fuente de mayor placer que su mano derecha y comenzó a acariciar a su primo más pequeño por debajo de la sábana. Tras recorrer su espalda y su vientre, la mano exploradora bajó el pantalón del pijama de Tristán y recorrió con gran deleite sus nalgas y su sexo, completamente tieso para gran vergüenza del adolescente. Animado por la visible excitación del chico más joven, el mayor le dio media vuelta y buscó su lengua con la suya. El roce de la barba incipiente, que evidentemente difería mucho de la experiencia de besar a una chica, recordó de alguna forma a Tristán que se encontraba con un hombre y, temeroso de estar cruzando una línea prohibida, se había levantado de la cama como si estuviera impulsado con un resorte. 

La experiencia no tuvo ninguna importancia para su primo, que, más divertido que inquieto por el pánico que había provocado, quiso tranquilizar a su compañero de cama:

- Tranquilo, tío. ¿Qué pasa, nunca te has tocado con un amigo? No es igual que con una chica, pero cuando hay mucho calentón te lo puedes pasar bien. Y no me dirás que no te estaba gustando. Pero tranquilo, que no te vuelvo a tocar. Vuelve a la cama, ¿vas a dormir en el suelo o qué?

Su primo olvidó lo que había pasado y Tristán intentó olvidarlo hasta aquella noche en la que la barba de Horacio le picó como lo había hecho entonces la del otro joven, también mayor que él, y de nuevo sintió una mezcla de deseo y miedo ante lo prohibido que lo hizo caer casi de bruces al intentar levantarse con brusquedad de los muslos de su cuidador, olvidando que tenía las manos atadas a la espalda.

Horacio lo sostuvo y, tras atraerlo de nuevo, le propinó una bofetada. El cachete logró atenuar la rebelión durante un instante, pero enseguida el muchacho volvió a intentar apartar la boca de la de su cuidador. Este lo levantó para lanzarlo prácticamente encima de la cama y colocarse encima de él.

- No te estás portando bien, nene. Recuerda que tienes que ser obediente; solo quiero ser cariñoso contigo. No me obligues a castigarte.

Tristán respondió con un grito que Horacio cortó con otra bofetada. El cuidador había aprendido durante los entrenamientos de fútbol y de rugby a abofetear muy bien a los chicos; golpeaba con sus fuertes dedos en la mejilla evitando a la perfección  los moratones, los labios rotos y los daños en el oído. No obstante, tampoco los dos bofetones siguientes lograron que Tristán le dejara hacer lo que, por la manera en que el muchacho lo había mirado antes en la sala del afeitado, estaba sinceramente convencido de que ambos deseaban. Debía vencer su resistencia y sabía como hacerlo.

- Está bien, nene, eres tú el que me obligas a hacer esto. Te has ganado una buena paliza.

Se incorporó sentándose al borde de la cama y arrastró al muchacho de una pierna hasta acercarlo lo suficiente como para poder agarrarlo y colocarlo sobre sus rodillas.

Durante los siguientes treinta minutos Tristán recibió el primer castigo de azotes de verdad de su vida de mano, y mano fuerte, de Horacio. Habría azotainas que el muchacho recibiría con una mezcla de dolor y placer, y su cuidador pensaba enseñarle a disfrutar con el castigo y la sumisión, pero no esa noche. Era necesario doblegarle y para eso aquella zurra debía ser dolorosa. Todos y cada uno de los azotes fueron descargados sin calentamiento previo con toda la fuerza de la mano del entrenador, que se vanagloriaba de poder arrancar lágrimas de un travieso, incluso de uno muy experimentado en castigos, sin necesidad de emplear ningún otro instrumento. Contemplar cómo enrojecían las apetitosas y redondas nalgas del joven pasando sucesivamente del rosa tenue al rojo suave, al rojo intenso y al rojo oscuro, y sentir sobre ellas el calor cuando las acariciaba brevemente antes de seguir azotándolas, le provocó un placer solo comparable al que le producían los gritos y gemidos del joven, muy similares a los que se oían en las celdas contiguas donde los culitos de otros traviesos empezaban a familiarizarse también con el tratamiento que recibirían durante los días y semanas siguientes, y probablemente durante los años siguientes en casa de sus amos. Horacio, que experimentaba una gigantesca erección que su pupilo no podía dejar de percibir, aunque la atención de este estaba centrada en la intensa quemazón que sentía en todas las nalgas, se dejó llevar por el placer frenético que le movía a practicar un arte en el que no tenía rival, que era el de zurrar sin cansarse durante un tiempo inverosímil el trasero de un muchacho. Sobre todo uno redondo y precioso como el que tenía en sus rodillas, más bonito todavía por el color intenso y la hinchazón provocada por los azotes, mientras la víctima del castigo aullaba, ya no para llamar la atención o pedir un auxilio que sabía que no llegaría, sino como única medida posible de autoconsuelo estando sus manos atadas y su cuerpo completamente inmovilizado sin poder apartar el ardiente culete de la lluvia de azotes que seguían cayendo implacables sobre él.

Cuando el joven se encontraba ya al límite, Horacio, que se enorgullecía también de su habilidad de empujar a un travieso todavía más allá cuando su trasero no podía más, dejó de centrar su atención en la parte baja de las nalgas, de tono ya granate tras haber recibido más de doscientos o incluso de trescientos azotes fuertes sin pausa alguna, y desvió la atención de su implacable mano derecha hacia la parte más tierna y sensible de los muslos del joven. Tristán, que jamás había sido azotado y ahora estaba recibiendo una zurra que habría hecho temblar al novicio más travieso y curtido de la Abadía, no podía imaginarse que una azotaina pudiera tener esa intensidad. Transportado fuera de sí más allá del dolor por una nueva larga ráfaga ininterrumpida de impactos sobre sus muslos, su azotador logró su objetivo: un llanto inconsolable brotó como un manantial de sus ojos, ya húmedos desde hacía un buen rato. Esa era la catarsis que Horacio había esperado y provocado; el joven se liberaba de todas sus angustias ante su nueva situación por medio de unas lágrimas que se retroalimentaban por la autocompasión que le causaba el dolor punzante en todo el trasero, que el desdichado imaginaba prácticamente desollado o en carne viva, y la vergüenza de no haber sido capaz de aguantar como un hombre sus primeros azotes.

Horacio incorporó al chaval sollozante, lo estrechó con fuerza entre sus brazos y lo besó en la frente y las mejillas, todavía enrojecidas a causa de las bofetadas, mientras le acariciaba con la misma ternura las nalgas ardientes e increiblemente doloridas. Tristán, al principio reacio, acabó echándose en los brazos que le rodeaban y respondiendo a los besos y a las caricias. De todos los acontecimientos de aquel día, en el que su vida había dado un giro de ciento ochenta grados, ninguno le resultaría tan inexplicable como la necesidad que sentía de la presencia y el abrazo de ese hombre, que le acababa de pegar la mayor paliza de su vida. Esta vez no apartó su boca cuando Horacio la buscó con la suya. El saber que ese desconocido no dudaría en volver a pegarle, y de hecho no dudaba que lo volvería a hacer durante los próximos días, por alguna causa irracional era precisamente lo que lo atraía.

Por su parte Horacio, sumido en el placer de sentir la lengua de Tristán en la suya mientras palpaba con ambas manos su trasero, que irradiaba calor como una estufa, y por primera vez en mucho tiempo sintió el fantasma de Adrián abandonar su mente.