martes, 24 de febrero de 2015

Antonio

-¡¡¡Antonio!!!

Ni el tono de voz, ni el hecho de que le hubiera llamado “Antonio” presagiaban nada bueno. Normalmente su padre le llamaba “Toño” y cuando estaba cariñoso “Toñito”. El nombre completo se reservaba para esas ocasiones especiales. Una ráfaga pasó por su cabeza. Pero no, no podía ser por eso, porque había tomado todas las precauciones posibles para no ser pillado. Sabía las consecuencias.

Encima, en esa tarde calurosa de agosto, había invitado a sus colegas del insti a la piscina de su casa, sabiendo que no habría nadie en casa. Entre sus amiguetes, por supuesto, había llamado a Quique, ese chaval moreno de pelo en pecho que tanto le había ayudado a pasar Selectividad… y que, por otra parte, tantísimo le gustaba. Por él se había colocado ese Speedo rojo que le quedaba tan bien. Se le notaba la marca del bañador que llevaba habitualmente, pero no importaba; de hecho le parecía sexy el contraste del moreno con la piel más blanca del culo. Antes de que llegaran Quique y los otros, se lo había vuelto a probar frente al espejo y había quedado muy satisfecho. Era del año pasado y al haber engordado ligeramente hacía que le estuviera más apretado. Buen paquete y aún mejor culo: a ver si terminaba de fijarse Quique en él. Lo que no sabía en ese momento era cómo iba a terminar la tarde.

El grito de su padre lo dejó clavado al borde de la piscina, adonde estaba a punto de lanzarse para seguir gamberreando con sus colegas y quizás robar un roce con Quique. La mano de su padre le agarró fuerte por el cogote y le hizo darse la vuelta. Ceño fruncido, ojos enfurecidos, mandíbula encajada y el puño izquierdo cerrado. Algo llevaba ahí, pero no, no podía ser. Mil imágenes pasaron por su imaginación.

El agarre del cuello se transformó en un rápido pescozón ¡¡¡delante de sus amigos!!! Obviamente, entre el grito y el chasquido, la algarabía de los chavales paró radicalmente y todos se giraron para ver qué ocurría. Todas las miradas sobre él. Antonio cambió de su natural palidez a un tono escarlata, premonitorio de lo que iba a venir a continuación. Pero aún no soltó su padre ni una sola palabra más. Al menos parecía que iba a tener el detalle de no echarle una bronca delante de ellos, al borde de la piscina. No, no lo hizo. Agarrándole de la oreja lo arrastró a una esquina del jardín.

Los chavales, metidos en la piscina, no daban crédito. Al principio estaban petrificados, sin hablar entre ellos, con la mirada fija en la escena que se desarrollaba en aquella esquina. Por un lado, no querían mortificar a Antonio aún más, porque eran conscientes de que durante la bronca monumental que su padre le estaba echando, de vez en cuando Antonio lanzaba una mirada furtiva hacia ellos. Pero por otro lado, estaban como magnetizados. Como la situación se alargaba, en un acuerdo tácito decidieron charlar de cualquier tema, avergonzados por el pobre Antonio, pero sin quitar ojo, disimuladamente, a lo que estaba ocurriendo a pocos metros de ellos.

Se veía a Antonio, cabizbajo, aún chorreando, con el pelo mojado, con una toalla que se había colocado en torno a la cintura, y a su padre frente a él, señalándole con un índice amenazador a un centímetro de su cara mientras soltaba una retahíla en tono bajo, pero iracundo. Desde la piscina sólo se oían fragmentos sueltos: “idiota”, “lo siento”, “irresponsable”, “lo siento”, “tu hermano”, “lo siento”, “consecuencias”, “lo siento”, “sí que lo vas a sentir. Ahora mismo”.

Antonio estaba desarbolado. En la esquina del jardín a donde le había arrastrado su padre ya pudo ver lo que llevaba en su puño izquierdo: la china que había comprado para disfrutar la tarde con sus colegas, su esperanza de pasarse un canuto desde los labios de Quique… y quizás algo más ¡Todo al garete! Y la actitud de su padre hacía presagiar lo peor.
  • ¿Tú estás idiota? ¿Qué te había dicho yo respecto a ESTO?
  • Lo siento. Sólo íbamos a pasar un buen rato, sin hacer mal a nadie.
  • Tú no estás en tu sano juicio. Eres un irresponsable, metiendo a tus amiguetes en casa para fumar unos canutos ¿Qué pasa si los vecinos se enteran y llaman a la policía?
  • No pensaba hacerlo aquí en el jardín. Íbamos a ir a mi habitación. De verdad, que lo siento.
  • Muy bien, en tu habitación, para darle buen ejemplo a tu hermano. La estás arreglando, Antonio.
  • Lo siento. Pero él no se iba a enterar.
  • No se iba a enterar, igual que no me he enterado yo, imbécil. Claro que esto va a tener sus consecuencias, como te imaginas.
  • De veras, lo siento.
  • Sí que lo vas a sentir. Ahora mismo.
A Antonio le daba vueltas la cabeza ¿Consecuencias? ¿Qué tipo de consecuencias? Ya se veía castigado el resto del verano, sin paga y sin salir de casa. Pero la ira de su padre le hacía temer lo peor. Y sus sospechas se confirmaron cuando a las palabras “ahora mismo” las acompañaron un sonoro azotazo sobre su trasero.

¿Cómo? ¿Azotes? ¿Con sus compañeros aún en casa? Es cierto que no sería la primera vez que su padre le propinaba una paliza, pero ya era mayor y hacía tiempo que las zurras habían quedado atrás. La última hacía un par de años. Su padre creía en la disciplina estricta y no dudaba en aplicarla en cuanto cualquiera de sus hijos traspasaba la línea roja. Hace unas pocas semanas había sido su hermano el que había recibido lo suyo. El detonante: el boletín de notas, con todas suspensas, y un comentario del tutor sobre su actitud: “Con frecuencia se muestra impertinente en clase”. Bufff. No le faltó tiempo para llevárselo de la oreja a su habitación y calentarle de lo lindo. Como solía hacer, dejó la puerta entreabierta para que yo tomara nota.

Pero no termino de aprender, parece ¿No había escondido la china bien? ¿Cómo la había encontrado? Ahora ya daba igual. La suerte estaba echada. Al menos no me zurraría delante de los amigos. Eso sería demasiado humillante. Respiré aliviado (¿aliviado cuando sabía la que me esperaba?) al notar que, de nuevo de la oreja, me dirigía hacia el interior de la casa.

Llegados al salón, colocó una silla en medio y de un zarpazo me quitó la toalla que aún llevaba puesta agarrada a la cintura. Por un momento pensé: esto no puede estar pasándome a mí. Soy demasiado mayor para esto. Me voy a negar. No hay forma de que me pueda obligar a recibir una paliza como un niñato.

Pero pronto mi coraje se diluyó como un azucarillo en agua tibia: si me negaba, las consecuencias iban a ser aún peores, y después de todo, ya me había advertido de las consecuencias si me pillaba en un renuncio, en algo tan grave como esto. Tendría que asumir mi castigo como un hombre. Pero por muy hombre que fuera, no podía contener la sensación de hormigueo en el estómago, que tan familiar me era antes de cada azotaina. Lo que más temía ahora era la rabia contenida de mi padre, que obviamente se iba a descargar sobre mi trasero.

Se sentó en la silla y agarrándome fuerte de la muñeca izquierda me acercó a su lado, enfrente de él, entre sus piernas.
  • Ya sabes lo que te espera. Tú te la has buscado… y la has encontrado. Por mucho que patalees y te quejes no voy a parar hasta que crea que has aprendido tu lección. Y como comprenderás, tu castigo va a ser proporcional con la falta, que no es precisamente pequeña ¡Ven aquí!
Y acercándome más a él, comenzó a desatarme el bañador. Parece que esta iba a ser memorable, y desde luego a culo descubierto, como ante los casos más graves. Las piernas empezaban a temblarme ya y no quería ni mirar qué estaba haciendo mi padre; sólo miraba al frente, al infinito. Aún no sabía si se contentaría con darme manotazos o si me aplicaría su temida regla de madera o ese cinturón ancho que te deja dolorido para unos días.
Como le costaba deshacer el nudo del todo, tiró por la calle de en medio y de un tirón me bajó el bañador hasta las rodillas.
  • Ya veo que estás hecho un hombretón desde la última vez que te tuve que bajar los humos… y los pantalones. Pero no te va a servir de nada. Ser un hombre se demuestra no con tener vello en los huevos, sino comportándose como tal. Y eso es lo que te voy a enseñar esta tarde.
En otras circunstancias, ante esta conversación sobre mis atributos no habría podido suprimir una erección, pero no era el momento ni el lugar. En cualquier caso, tengo que admitir que empecé a notar un cosquilleo en los huevos y en el perineo ¿Qué me estaba pasando?

Poco tiempo me dio para pensar, porque de un tirón de mi muñeca izquierda acompañada de un empujón sobre mi lomo con su mano derecha, me encontré de bruces contra su muslo izquierdo. Ya conocía la rutina: el objetivo era exponer al máximo mi culo a sus azotazos, mientras yo me apoyaba en el suelo con las manos y, de momento, mantenía los pies en el suelo. Muy, muy humillante.

Son momentos muy críticos. Totalmente desprotegido, a la voluntad de tu padre, en esos primeros momentos de verdad te arrepientes de lo que has hecho y haces propósito de no volver a verte en esta situación. Aún no ha caído el primer palo y todavía no calibras la dureza con la que te va a tratar. Tienes la esperanza de que se apiade de ti, pero te temes lo peor, sobre todo teniendo en cuenta lo que has hecho.

Creo que mi padre disfruta con esta incertidumbre, para hacerte reflexionar, y con ese puntito sádico que sin duda le caracteriza, alarga el momento de propinar el primer azote. Pero esta vez estaba tardando demasiado.
  • ¿Sabes una cosa? –casi susurrando, cerca de mi oreja- He oído hablar de unas personas que se llaman “culeros” ¿Tú no serás uno de esos, verdad? Sí, esos que llevan droga en el ano. Creo que voy a cerciorarme de que tú no has caído en ese tema ¡Levanta!
Y acompaña su orden de un azote, pero no el primero de una auténtica zurra, sino simplemente el de un aviso “amable” para que me dé prisa ¿Qué va a hacer? No puedo creer lo que cruza por mi imaginación.

Regresa al salón con un bote que me resulta conocido ¡Claro, el lubricante que he comprado por si salía bien la jugada con Quique! ¡Mi padre ha estado husmeando en mi habitación!
  • Creo que esto es tuyo. No sé para qué lo querías, pero yo lo voy a poner en buen uso ¡Acércate!
Y vuelvo a estar entre sus piernas, pero todavía de pie. No puedo creerlo: se está untando bien un dedo con lubricante.
  • Ahora relájate, porque, si no, puedo hacerte daño. Tú verás. Sepárate las nalgas e inclínate hacia delante.
¡Mi padre inspeccionándome por detrás! Noto cómo con su grueso dedo corazón embadurna mi ojete con una buena dosis de lubricante helado. Un escalofrío recorre mi espalda. Estoy más cerrado que nunca, pero como si fuera un experto en exploraciones consigue ensartarme en un par de movimientos. Me duele, pero no me atrevo a moverme. Mi padre se toma su tiempo mientras consigue dilatar mis esfínteres y pasa a la cavidad posterior. Allí se deleita un buen rato recorriendo mis recovecos.

No puedo evitarlo y una potente erección empieza a despertarse en mi entrepierna, cosa que no pasa desapercibida a mi progenitor.
  • ¡Vaya: te estás poniendo contento! Se ve que estás acostumbrado a este tipo de actividades. Una pena que no te vaya a durar mucho la diversión.
Efecto inmediato: aquello se desinfla ante lo que sea que tiene preparado mi padre.

Sin solución de continuidad, me vuelve a arrojar boca abajo sobre su muslo izquierdo y comienza su perorata, tirándome de la oreja como si fuera a costarme oír lo que quiere decirme :
  • Chaval, vas a recibir la paliza del siglo –Pausa tensa- Te la estabas buscando desde hace tiempo con tu actitud desafiante, tus desplantes, tu desobediencia. Esto último ha sido simplemente la gota que ha hecho colmar el vaso. Y lo has desbordado con creces.
Ya había pasado por esto más veces, pero no quitaba para que me sintiera con una mezcla de vergüenza, de miedo y totalmente indefenso.
  • Ya sabes las normas: como intentes esquivar mis golpes, vuelvo a empezar de nuevo –Tirón de oreja-; como intentes cubrirte con las manos, doblo la intensidad –Tirón de oreja; y como patalees, te bloqueo las piernas –Tirón de oreja final.
Ya no hubo más.

Ahí empezó la lluvia de azotes. Como saben todos los que han pasado alguna vez por esto, el primero es el peor. Mi padre, que tiene experiencia en el asunto, dilató el momento al máximo, pero cuando decidió ponerme la mano encima lo hizo sin avisar y con toda la fuerza que pudo. Lo atestigua el alarido que pegué. Estuve a un tris de de cubrirme con la mano –de hecho la despegué del suelo un segundo- pero me lo pensé dos veces, porque no quería arriesgarme a que cumpliera su amenaza de intensificar los azotes, cosa que parecía imposible… a no ser que se decidiera a sacarse el cinturón.
A cada rato acompañaba los azotazos con advertencias y amenazas. Lo que más me irritaba era cuando acompasaba las palmadas a las sílabas, porque sabía que iba a enfatizar cada una con un azote fuerte, para terminar la frase con una traca final, un trallazo insoportable: “ya-te-he-di-cho-mil-ve-ces-que-con-mi-go-…” y ya sabía yo que aún le quedaban cuatro sílabas con sus cuatro azotes, el último infernal: “no-se-jue-GA”.

En un momento determinado se me encendió una luz en la cabeza: ¿Qué había pasado con mis colegas? ¿Habrían tenido la discreción de marcharse? Giré un momento de la cabeza (suelo dejarla gacha y no cabecear, con la tonta ilusión de que todo pase cuanto antes si me concentro en un punto fijo en el suelo) y vi que estaban mirando la escena desde la ventana que desde el salón da al jardín. A mi padre no le importaba lo más mínimo que estuviéramos en una especie de escaparate; de hecho, posiblemente consideraba que era parte de mi castigo. Si ya estaba mortificado antes, ahora la situación era insoportable. Quería que me tragara la tierra.

Y ahí cometí el error garrafal de intentar zafarme del agarre de mi padre, que mientras me daba con la derecha, me mantenía en mi sitio con la izquierda sobre el lomo o enganchándome bien la cadera derecha. No sé cómo lo logré, pero con la fuerza que la rabia y la vergüenza me dieron, me puse de pie.
  • ¿Has decidido tú que ya he terminado contigo? Creo que estás muy, pero muy confundido, jovencito – Todo esto dicho entre dientes y con mucha rabia apenas contenida.
Casi solo me dio tiempo a llevarme las manos a las nalgas: estaban ardiendo y no sabía dónde ponérmelas para aliviar un poco el dolor. En vano, porque en ese instante vi cómo él también se ponía de pie y se llevaba una mano a la hebilla del cinturón. Esto iba de mal en peor. No quería ni mirar, pero escuché cómo se deslizaba por cada una de las trabillas hasta quedar totalmente desplegado. Sólo pude echar un vistazo para comprobar qué cinto llevaba esa tarde: si era el estrecho de vestir o ese anchote que suele ponerse con los vaqueros. Si el uno era malo o el otro era peor. El uno, por estrecho, marcaba con los bordes, y el otro con su anchura pesaba más y cubría un área mayor con cada correazo. Miré al suelo, hacia sus zapatos, y vi que llevaba unos vaqueros. Mala cosa.

No quería mirar, pero sabía que estaba doblándolo para que fuera más manejable y para que el impacto fuera aún más doloroso. Cuando oí que lo chasqueaba contra su mano izquierda, como para comprobar el peso y la fuerza, supe que la parte más complicada de mi castigo estaba a punto de comenzar.

Sin mediar palabra, me agarró del brazo y me llevó al borde de la mesa del comedor.
  • ¡Agárrate, que vienen curvas!
Con esta parte de mi disciplina no estaba yo tan acostumbrado porque no habíamos llegado a estos extremos con frecuencia, pero instintivamente agarré fuerte los bordes laterales de la mesa. Creo que así se puede descargar algo de tensión, si aprietas fuerte. O al menos esa era mi esperanza.

De lo siguiente se encargó él. Me empujó la cabeza hasta que la apoyé en la superficie de la mesa, pero la dirigí al lado contrario de la ventana, porque me mortificaba la idea de que siguieran los demás mirando. A continuación, se colocó detrás de mí y con un pie separó mis piernas hasta que consideró que estaba suficientemente expuesto e indefenso: en esa postura resulta más complicado apretar las nalgas para protegerse.

Se colocó a mi izquierda y me anunció que recibiría series de veinte correazos (sin especificar cuántos en total). Tendría que contarlos y si perdía la cuenta o me saltaba alguno, volvería a empezar la serie. Aquí yo sabía que el riesgo estaba en que a veces cambiaba el ritmo y podía perder la cuenta. Ya me había ocurrido alguna vez. Además, sabía que tenía la costumbre de enfatizar los dos últimos latigazos, de manera que al ir acercándome al veinte el corazón se me aceleraba.

Y empezó. Me había propuesto no llorar, pero aquí ya no pude más, y entre sollozo y sollozo en un par de ocasiones me debí equivocar, porque tuve que empezar de nuevo, y eso que una vez ya iba por el catorce, creo.

No sé cuántos palos me llevé. En un par de momentos, pensé que había acabado; pero no, volvió a empezar con la orden: “¡Cuenta!”

Estaba tan agotado que pasaron un par de minutos antes de darme cuenta de que había terminado por fin. Por pura precaución me quedé echado sobre la mesa, a la espera de instrucciones, no fuera que tomara por desobediencia cualquier movimiento por mi parte y volviera a empezar.

Cuando lo consideró oportuno, se acercó de nuevo a la mesa, y sin mediar palabra me agarró de la oreja y me arrastró hacia mi cuarto. Avergonzado, con los ojos llorosos, ni siquiera quise ver si los chavales seguían mirando.
  • Antonio, vas a quedarte en tu habitación, de espaldas a la pared, en aquella esquina, hasta nuevo aviso. Ah, y no se te ocurra moverte ni vestirte. Aún no sé si he terminado contigo.
Y se despidió propinándome un sonoro azotazo en la nalga derecha. Por supuesto, dejó la puerta entreabierta para que mi hermano aprendiera en culo ajeno una lección inolvidable.


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