sábado, 25 de octubre de 2008

Relato: cómo aprendí a azotar

Alemán es un lector que ha tenido la amabilidad de enviarme un relato y querer compartirlo con los otros visitantes del blog. Está bien escrito, es rico en detalles y, según su autor, completamente autobiográfico. Lo he ilustrado con fotografías tomadas de la web de Sting Pictures. Espero que os guste:

Mi padre de joven me internó en un colegio muy elitista donde se vestía de uniforme y se recibían castigos físicos. Eso es muy normal en Inglaterra y en estos colegios que siguen las líneas educacionales británicas. Normalmente son colegios que forman a la futura élite política y empresarial estadounidense. Pretenden forjar a hombres duros y sin escrúpulos. De esa forma creen que seguirán dominando el planeta.

Efectivamente el alumno en ese tipo de instituciones es sometido a humillaciones constantes y castigos físicos. Se potencia la rivalidad ya desde esas edades. Yo fui con 17 años y volví con casi 20. En las aulas se ridiculizaba a los malos estudiantes y a los que no demostraban una preparación psicológica muy fuerte. Normalmente el tutor de cada alumno recibía todas las semanas una nota del profesor en la que explicaba los progresos o fracasos del tutorada. En caso de algún falta al orden, llegar tarde, no tener la corbata bien anudada o andar con la camisa fuera era motivo suficiente para una reprimenda. Y como ya te comenté eran de tipo físico. No se podía consentir que los futuros líderes no presentaran un aspecto inmaculado.

Era, precisamente, tu tutor el que te hacía bajarte los pantalones y te aplicaba el correctivo. Se llegaba a un acuerdo con él en cuanto al número de varazos que te tenía que aplicar y siempre daba la impresión de que te estaba haciendo un favor. Mi tutor, un morlaco de 30 años, golpeaba de forma brutal, tanto es así que siempre tenías el culo con moratones. Creo recordar observar como los culitos de esos niños iban cambiando de color, del blanco rosado al morado más oscuro. De todas formas tampoco podías llamar a tu padre ya que eran conscientes de el tipo de educación que iban a recibir sus hijos. Normalmente ellos lo aprobaban y pedían que no tuvieran ningún tipo de cortapisa a la hora de aplicar los castigos. Ellos también eran hijos de esos colegios.

Por suerte tuve un compañero de cuarto (éramos dos por habitación) que me enseñó como transformar esos momentos de humillación y dolor en momentos de placer. Él era hijo de un millonario que se había separado de su esposa. Y el hijo, o sea mi compañero, había pasado desde los 14 años por diferentes instituciones militares. No sabía que hacer con él o tal vez le molestaba. Como sabrás en las instituciones militares te internan durante los meses de verano y te tratan como a una mierda. Los padres quieren que ese hijo díscolo aprenda lo que es la disciplina castrense. Te rapan, te desnudan, te duchan, te fumigan y te vacunan, te ponen uniforme y te impiden pensar. Los días son un continuo correr y un continuo grito. Al final no puedes opinar, ni tan siquiera puedes pensar. Pasas a ser un simple objeto en manos de unos mandos. Esa fue la infancia de mi amigo, que por cierto hoy es un gran ejecutivo de cifras millonarias. Tal vez esa forja sirvió para modelar a un hombre duro y sin escrúpulos.

Precisamente él me decía que el colegio era como un convento. No había gritos, los castigos se consensuaban y que aquello, de todas maneras, era el mejor trampolín para triunfar (siempre el afán por triunfar a costa de otros). Yo no acababa de entender cómo podía decir que los castigos no eran nada. Claro, no eran nada comparado con los que él había recibido en el ejército.


Cuando yo entraba en la habitación quejándome del picor en el trasero y sin poderme sentar, el se reía y me decía que asumiera el castigo. Que la mejor manera de no sufrir era convirtiéndolo en placer. Eso es muy fácil, de decir pero para un chaval de 17 años muy difícil de asumir. Pero la experiencia, los meses y sus lecciones poco a poco transformaron los encuentros con mi tutor en un gozo. Es más, esperaba el momento de recibir algún azote. Hasta incluso los provocaba yo. De eso se dio cuenta mi tutor: ya no discutía el número de fustazos, me bajaba los pantalones y los boxers sin miedo, sin que yo mirara de reojo como levantaba el brazo en el aire. Esperaba el silbido de la fusta cruzar el aire y golpear mi trasero.

El tutor, que era también nuestro profesor de educación física, era el típico americano de pectorales impresionantes y de cuerpo modelada en sesiones de gimnasio. Los americanos son muy aficionados a las vitaminas y a los esteroides y en aquella época en los gimnasios de Estados Unidos los anabolizantes circulaban como si fueran caramelos. De hecho, después de largas sesiones con las máquinas, se inyectaban sin ningún temor, unos a otros, anabolizantes. Era muy curioso pues los gimnasios parecían hospitales, siempre veías algún tío con la jeringuilla clavada en el culo y a un compañero inyectando las sustancias esas.

Mi tutor pues, se comportaba de la forma más natural y más admitida. Le gustaba entrar en los vestuarios y gritarnos, nos levantaba a las 7 de la mañana para hacernos correr sobre el cámpus helado, y puedo asegurar que los inviernos en Long island son muy fríos.

Es normal el uso de suspensorios y todos los muchachos teníamos que llevar el nuestro para correr o hacer cualquier tipo de ejercicio. Son muy dados a mostrarse totalmente en pelotas y a una camaradería que roza casi en lo homosexual. No lo admiten pero en el fondo esos alardes y demostraciones de fuerza física y virilidad no demostraban otra cosa más que que muchos de ellos eran homosexuales en potencia.
Mi tutor, Mr John, así se llamaba, lucía sus pezones perforados por dos piercings, lo cual me extrañaba en un colegio tan estricto, pero claro luego aprendí que aquello también era una forma de auto humillación y castigo. Nunca había visto a un hombre con piercings y al principio me chocó, pero luego uno se va habituando a todo. También es muy normal coser las heridas en los vestuarios, sobre todo a los que jugábamos a rugby. Siempre tienes alguna brecha o algún corte que había que suturar. Los muchachos no gritan ni se quejan cuando la aguja va cerrando la herida. Es otra forma más de demostrar una falsa virilidad. También son muy aficionados a poner a todos en fila, sin ropa eso si, y el practicante iba inyectando las vacunas y las vitaminas pertinentes.

Me fui acostumbrando a este ambiente y con el tutor empecé a tener confianza. Yo era el típico niño europeo de familia bien. Con buenos modales y que sabía hablar francés y alemán. Esto suele deslumbrar a los americanos, que normalmente "pierden el culo” por todo lo europeo y lo que huela a “alto standing”.

La confianza y además la admiración por mí comenzaron cuando fuimos a visitar las Niagara Falls y me vio vestido de calle. En el colegio todo se uniformiza y los alumnos no son más que un apellido sin personalidad ni opinión. Pero fuera era distinto. Yo llevaba el pelo un tanto largo, chaquetas de Armani, pantalones de terciopelo, etc, etc. En la calle yo era yo y no una fotocopia repetido de los internos. Esa visita sirvió para que Mr John y yo intimáramos. El se quedó sorprendido cuando me oyó hablar en francés con unos turistas de París que estaban visitando las Cataratas. No sabía que yo había estado en París muchas veces y que hablaba francés con mucha soltura (tampoco es que sea un gran mérito, tengo una gran facilidad con los idiomas y los acentos).


Después todo fue mucho más fácil. Le deslumbraban mis descripciones de París o Roma, se venía conmigo a NY de compras, le enseñé a tomar café. Sólo y corto. Muy italiano y no ese brebaje inmundo que suelen tomar allí.


Me permitió quitarme los bóxer. Es una prenda que odio profundamente. Siempre con el pene suelto, siempre con una perpetua erección. Yo parece que esté operado de fimosis y siempre me estaba rozando el glande con la tela. Pude usar los slip. Allí me compré mis primeros CK. Lo mejor de vivir en NY es que es una ciudad poco americana. Muy libre, muy desinhibida. Allí los hombres se besan en las calles y las mujeres piropean a los hombres sin ningún rubor.

Mr. John se equivocó en una cosa. Un día que, por haber roto un cristal, me llamó a su despacho, me dijo que sintiéndolo mucho me tenía que aplicar el sabido correctivo, pero que ya sabía que eso había empezado a gustarme. Yo lo miré un tanto sorprendido y le dije que no era cierto, que no me gustaba, simplemente lo aceptaba. Como siempre me puso inclinado sobre su mesa, con el trasero al aire, y no oí el silbido de la vara. Noté como me tocaba el culo y al girarme lo vi desnudo. No me sorprendió porque en los vestuarios le gustaba ducharse con nosotros y pavonearse enseñando su enorme polla. El tío pensó que me gustaría que me enculara. A partir de ese momento lo tuve comiendo de mis manos. Le dije que lo sentía pero que a mi un tío no me metía nada por el culo. Soy muy reacio a los tocamientos y menos a las penetraciones. Tiene que ser un momento y unas circunstancias muy muy especiales. Pero sinceramente nunca he disfrutado demasiado. Alguna vez he consentido, pero cuando el clima y la persona han sido muy especiales. Y ahora, en estos momentos y con la experiencia de los años ya no tengo prejuicios y no me importa que me “folle” un tío o “follármelo” yo después de haberle puesto el culo morado.

Le dije que lo iba a denunciar al rector del colegio. El color de su cara cambió y me pidió, llorando (“please, please” decía el cabrón), que no dijera nada. Tal vez las humillaciones que había recibido de él y del colegio sirvieron para hacer de mí a un hombre fuerte.

Túmbate sobre la mesa! Le grité, y ese día aprendí a ser un amo.

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