Nuevo relato del amable autor de En casa del tío e Historias de Luis.
Era un día horrible. La discusión de la noche anterior había sido tan fuerte que acabó por dormir en el sofá, y en el desayuno no se habían cruzado palabra. Día lluvioso, y encima, en el segundo viaje, un problema con la máquina y media hora de retraso sobre el horario habitual. De hecho, acababan de recibir el permiso para la salida y los viajeros estaban acabando de montar al tren.
Un movimiento le llamó la atención. Entre la gente que subía en el vagón anterior, había un muchacho de unos veinte años, con chándal de sudadera gris y pantalón blanco que se ocultaba del revisor y, aprovechando un descuido, se coló en el vagón. Sonrió casi por primera vez en el día. Tenían un polizón a bordo. Un polizón con muy buen trasero. El viaje iba a ser más placentero de lo que esperaba.
Tenía – siempre había tenido – un sexto sentido para los que querían viajar de gorra en su convoy. Por eso, a pesar de su juventud – tenía solo 27 años – le habían hecho revisor jefe en las grandes líneas, cuando normalmente no llegabas a ello hasta más de diez años de servicio – y eso si llegabas. Pero él olía a los polizones a distancia. Siempre los delataba un cierto aire furtivo, un intentar volverse invisibles que para él era la mejor forma de descubrirse. Miró a su compañero – un joven de unos 22 que coincidía con él de forma esporádica y alardeaba que no se le colaba nadie en el tren. Bien, en aquella ocasión estaba claro que se le había colado alguien, pero ya ajustaría cuentas con él. Ahora su prioridad era el polizón. Sonrió. “Me acabas de alegrar el día” pensó.
Se dio la primera vuelta por los vagones de cola. El tren iba por allí medio vacío y la galería permanecía desierta. Solo tres de los compartimentos del penúltimo vagón estaban ocupados por sendas familias y en el último no había nadie. Echó también un vistazo al furgón de cola, en el que se llevaban los equipajes y algunas mercancías. Sonrió de nuevo: en aquel viaje, solo llevaban los grandes baúles de un grupo de teatro. Decididamente, el día estaba cambiando.
Pasó a los vagones anteriores, que recorrió tranquilamente. La gente estaba sentada en los compartimentos o de pie en la galería charlando o fumando. Era un viaje cómodo, de apenas tres horas. Saludó a sus dos subalternos y estuvo un rato de charla con ellos. El que había dejado colarse al polizón era un pelirrojo pecoso con los ojos verdes:
- Bueno – le preguntó con sorna – seguro que no has dejado colarse hoy a nadie, ¿verdad?
- No, señor. Le aseguro que no hay nadie sin billete en el tren.
- Eso está bien. Hay que ser cuidadoso. Nos dan una buena paga por ello y nadie quiere perder el empleo.
- Por supuesto señor. – respondió el joven, removiéndose intranquilo ante la aguda mirada del revisor jefe.
Recorrió todo el convoy sin ver al polizón. Sonrió. Seguro que se había escondido en el baño como solían hacer pensando que nadie los buscaría allí. No importaba. Aún había tiempo. Y cuanto más durara la caza, mejor sería la recompensa.
A la vuelta le vio por fin. Estaba en la galería del vagón, tratando de ocultarse entre los viajeros que había fumando, acodado en la ventana que estaba abierta para dejar salir el humo del tabaco. No se había equivocado. 20 años, estatura media, muy bien formado, deportista. Se fijó en el pelo, castaño, muy corto, y de pronto estuvo seguro de que era cadete. Se relamió, sintiendo con placer el cosquilleo de la lengua contra el bigote, revisando al chico de arriba abajo. Zapatillas grises de deporte, sudadera gris ajustada y pantalón de chándal blanco. Era una verdadera delicia. Tragó saliva. A través de la tela, se veía que el muchacho tenía un par de piernas largas, musculosas y bien torneadas y un trasero delicioso, firme, redondeado en una curvatura perfecta. Se lo imaginó en cueros, y sintió una erección indomable que le hizo lamerse los labios y, disimuladamente, llevarse la mano bajo la ropa para colocarse el pene.
Con una calma fingida se acercó al joven y se inclinó a su lado para decirle en voz baja: “Perdón, ¿me permite el billete?”. El muchacho, sorprendido, retrocedió un paso y, nervioso, empezó a buscar por los bolsillos de la sudadera. “Sí, por supuesto” dijo sin dejar de buscarse arriba y abajo. El revisor esperaba con una paciencia irónica en su mirada. El polizón empezó a rebuscar en su macuto diciendo: “estaba por aquí. Estoy seguro que lo tenía”. “Mire – dijo el revisor al ver que algunos pasajeros estaban empezando a prestar atención a la escena – haga el favor de pasar al último vagón y allí hablaremos más tranquilos.”. El muchacho asintió y tras recoger un petate le siguió sumisamente por las galerías.
Al pasar junto al revisor pelirrojo, el revisor jefe le saludó llevándose la mano a la gorra con un gesto burlón y haciendo una señal hacia el chico que le seguía. El joven revisor se ruborizó de modo que las pecas se hicieron casi invisibles en el tono rojizo de su rostro. Bajó la cabeza entendiendo por fin lo que antes le había preguntado el revisor jefe.
Éste siguió adelante, siempre seguido por el muchacho de chándal a corta distancia. Atravesaron los dos últimos vagones y llegaron por fin al furgón de equipaje. Allí, el revisor abrió la puerta e hizo pasar delante al polizón. Éste, con la cabeza gacha, entró en el vagón y se quedó quieto en el centro del vagón sin alzar la vista del suelo. A fin de mantener el equilibrio, tenía separadas las piernas, y el revisor echó una mirada apreciativa a su trasero antes de pasar a su lado y sentarse en uno de los baúles que estaba adosado a la pared.
- “Deja tus bultos” – hizo un gesto señalando un rincón - “y ven aquí”. – El muchacho obedeció dejando macuto y petate donde le decían y luego se acercó a dos pasos del revisor, siempre con la vista en el suelo. – “Más cerca” – dijo el revisor haciéndole ponerse al alcance de su brazo. – “Bien” – dijo entonces – “¿Cómo te llamas?”
- ….Jesús…
- Jesús, ¿que?
- Jesús Ruiz, señor. Me llamo Jesús Ruiz, señor.
- Bien. Jesús ¿Me equivoco o estás en el ejército?
- Sí señor. Así es.
- ¿voluntario, no? ¿Es decir que estás en el cuerpo de cadetes?
- Sí señor.
- Bien Jesús, pues hablemos claramente. Por lo que yo veo, hay tres opciones” – levantó la mano con la palma hacia el muchacho y los dedos doblados – “Uno” – desplegó el dedo índice – “puedes pagar el billete y por supuesto la multa correspondiente por haberte colado en el tren, que equivale a diez veces el precio del billete… pero seguro que no tienes dinero para ello ni quieres pedírselo a nadie para no descubrirte, ¿verdad?” – El muchacho asintió tímidamente, con la cabeza baja – “Era de suponer. Bien, sigamos: dos” – y desplegó el dedo corazón – “vía legal. Te denuncio y ello hace que te detengan, un juicio rápido y una condena a lo anterior – agravado por las costas, claro – pero creo que tampoco eso es solución porque la justicia pierde tiempo y dinero en un mindundi como tú, y vuelves a descubrirte”. – El muchacho levantó la mirada un momento con una expresión de miedo en los ojos. El revisor sonrió malévolamente. Le tenía justo donde le quería.- “Y, tres” – levantó el dedo anular – “aprovechar el viaje para solucionar el tema, sin coste alguno para la sociedad, dándote el escarmiento que mereces” - Y al decir la palabra escarmiento desplegó y juntó los dedos y agitó la mano de forma lateral, arriba y abajo con el universal gesto de aviso de unos azotes.
Jesús se ruborizó intensamente al oír la amenaza y ver el gesto. El revisor esperó unos segundos y entonces se paró al lado del muchacho. Le sacaba media cabeza y estaba claro que dominaba la situación. Con calma, alargó las manos y cogió la cremallera de la sudadera bajándola lentamente. Jesús se dejaba hacer, inmóvil, la cabeza gacha y los brazos caídos a lo largo del cuerpo. El revisor le quitó la sudadera dejándole simplemente con una ceñida camiseta a rayas. Dejó la sudadera a un lado y se volvió a sentar.
- Ven aquí – dijo, palmeándose el muslo derecho. Jesús dio dos pasos y se puso donde el revisor le decía. Este alargó la mano cogiendo al chico de la muñeca y le hizo tumbarse sobre sus muslos. Jesús no dijo una palabra y se dejó guiar mansamente. Al recostarse en el regazo del revisor éste le acarició la cabeza. “buen chico” – dijo – “pero tu obediencia no va a evitar que te lleves un buen castigo. Y este culito” – dio un azote apreciativo en la nalga derecha valorando su firmeza y volumen – “va a estar muy colorado cuando acabe contigo”. Se alegró de la sumisión del muchacho. Le habría gustado que rogara y se resistiera algo, pero también le agradaba esa cesión que hacía que el chico se quedara relajado e inmóvil en su regazo.
Levantó entonces la mano y la dejó caer con fuerza. Zas. Zas. Zas. Tres azotes cayeron rápidamente en el centro del trasero. Siguió entonces más pausado, azotando primero un lado y luego otro, sintiendo la mano calentarse al chocar con las nalgas y a Jesús agitarse cada vez que sentía un impacto. Poco a poco aceleró de nuevo el castigo, y una buena lluvia de azotes cayó sobre las indefensas nalgas provocando que el castigado empezara a gemir y se sujetara a la pierna izquierda del revisor con las dos manos. El primer castigo duró más de diez minutos, hasta que el revisor se paró y volvió a acariciar el cabello de Jesús. “Pobrecito” – dijo – “ya ves que el delito se paga”. Acarició el trasero y le hizo ponerse en pie a su derecha. Jesús estaba enrojecido y el sudor le cubría la frente, pero se quedó inmóvil delante de su verdugo.
Éste alargó las manos y desabrochó el lazo que sujetaba el pantalón del chándal. Ante la inmovilidad de Jesús metió los dedos por el elástico y de un tirón bajó los pantalones dejando a la vista el calzoncillo negro y los bien torneados muslos del muchacho. Poniéndole la mano en el trasero, el revisor le hizo volverse a tumbar en sus muslos. Con deleite, levantó el faldón de la camiseta dejando al aire un trozo de carne morena de la espalda y dejó reposar la mano sobre el calzoncillo. “Ahora” – dijo – “voy a seguir con el calentamiento… como te puedes imaginar, tu castigo no ha hecho más que empezar… esto es solo un aperitivo”. Le acarició el pelo y las mejillas. “¿algo que decir?” “No, señor. Lo merezco señor” respondió el muchacho. “Así me gusta” dijo el revisor, y levantando la mano la descargó con un sonido restallante sobre el calzoncillo negro.
El castigo siguió durante no menos de otros quince minutos, y por fin el revisor se detuvo. Notaba la mano ardiendo de los golpes y al apoyar la mano izquierda sobre el trasero lo notó tan caliente como si tuviera fuego. Hizo levantarse entonces a Jesús y le ordenó: “No te subas ni te quites el pantalón. Ponte de frente a aquella pared, con los brazos en alto y las manos en la nuca. Te quiero ahí quieto mientras yo hago mi ronda. Y no quiero que te muevas hasta que vuelva”.
2 comentarios:
wowww que relato... se nota quien es el autor, ya que he tenido el placer de leer otras obras suyas... esto promete y espero ansioso la continuación. ¿por qué no publica una novela? sería el primero en comprarla
Uf, cómo me gustaría ser ese cadete.
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