Vamos a despedir el año con una morbosa historia. Los asiduos al blog reconoceréis por su calidad de siempre a nuestro autor más habitual. Muchas gracias por su colaboración, y feliz año para él y para todos los lectores.
Recuerdo que fue el 15 de junio, hace ya una década. Yo acababa de cumplir los veinte. Era un día caluroso y como no tenía nada que hacer, me puse unas playeras y decidí dar un paseo, serían las 6 de la tarde.
Comencé a subir una cuesta que lleva a Montaña Negra, muy cerca de mi casa. Cuando iba por la mitad de la cuesta, sólo y enfrascado en mis pensamientos, vi a unos chicos un poco más jóvenes que venían en dirección contraria. Al cruzarme con ellos, uno iba con un palo e hizo ademán de darme con él (en broma). Yo hice que me lo tomaba en serio y le hice pararse a hablar conmigo. Sus compañeros, sin prestar atención, siguieron su camino.
Yo todo indignado le dije que a ver que confianzas eran esas. Él contestó que era compañero de mi hermano y que como pensaba que le reconocía había intentado asustarme. Me acordaba de él. Se llamaba Jorge y, como mi hermano, había cumplido los dieciocho el febrero anterior. Yo le había conocido en la fiesta que dieron los dos pero, mintiendo, aseguré que no le conocía y que me llevara a su casa porque diría a su padre que había intentado tirarme el palo. Él se asustó y me suplicó que no se lo dijera porque su padre era muy estricto y temía su castigo. Le dije que si prefería que le castigara yo, y respondió que sí, antes que su padre tuviera ninguna queja sobre él.
Le ordené que me siguiera. Volvió a subir la cuesta conmigo y cuando llegamos a un sendero que se internaba en el bosque, él iba diciendo que qué le iba a hacer. Yo le dije que le iba a castigar, sin más. Cuando llegamos a una espesura de matorrales bastante discreta tomé una rama de un árbol, arranqué sus hojas y lo convertí en una fina y cimbreante vara. Él, al ver el palo, dijo que si le iba a pegar con él. Le dije que sí y me pidió que no lo utilizara. Entonces le dije que le castigaría con la mano, pero para que el castigo fuera efectivo debía bajarse el pantalón.
Él aceptó y se los bajó, dejando a la vista un slip que marcaba a la perfección su culo. Le tomé y le puse inclinado, dejando su culo expuesto al castigo. Le bajé entonces el slip y le di una buena tanda de azotes. Cuando acabé tenía el culo bastante rojo. Le dije que eso le enseñaría a no volver a jugar conmigo. Él, sin subirse el pantalón, se acariciaba el culo dolorido y colorado.
Tomé entonces la vara y le dije que no había terminado. Volví a hacer que se inclinara y le propiné tres fuertes varazos que le dejaron tres verdugones cruzando sus nalgas ya enrojecidas. Aquí empezó a llorar. Le mandé entonces que se subiera el pantalón y se fue a su casa.
Volví a verle por el barrio pero no pasó nada. Pasó el verano y al llegar septiembre empecé 3 de administrativo y, al ir un día por el pasillo, me llevé la sorpresa de encontrarle.
Me saludó sonriéndome con timidez. Me dijo que empezaba primero – iba un curso retrasado - y me preguntó que si guardaba los apuntes. Le dije que sí y me preguntó que si se los dejaría. Le dije que sí, y le invité a venir a casa por ellos dos días después. Cuando lo hizo, estábamos los dos solos en casa y comenzamos a hablar de lo sucedido tres meses ante. Me dijo que, desde que cumplió los dieciocho, su padre, que era muy estricto, le azotaba con frecuencia por el menor motivo. De hecho hacía un rato que le había dado unos azotes con la correa por desobediente. Le dije que me enseñara el culo para ver si era verdad y él, ruborizándose, se dio la vuelta y se desabrochó los pantalones bajándolos junto con el calzoncillo justo al comienzo de los muslos. Era verdad que tenía el culo con las marcas de la correa, pero ya casi desvanecidas. Tenía un hermoso culo, redondeado y lampiño, y le pasé los dedos por la piel siguiendo las marcas. Se ruborizó aún más pero se dejó y me excitó verle allí, sumiso y tierno, un poco inclinado hacia delante y con el culo al aire, sujetándose el pantalón y el calzoncillo lo justo para que no cayeran. Le di un azote. “Sabes que te lo has merecido” – le dije. Él me miró volviendo la cabeza. “¿Me vas a volver a castigar?” preguntó con un tono de voz casi inaudible. “Por supuesto” dije. Estábamos junto a mi cama, por lo que me senté y, tal y como estaba, le hice tumbarse en mi pierna izquierda y le sujeté los pies con la derecha. Entonces volví a darle de azotes en el culo con la mano. Él gemía y se retorcía pero se dejaba hacer. Estuvimos un buen rato, yo sintiendo con placer como se calentaban sus nalgas elásticas bajo los cachetes. Paré al fin y le acaricié la piel ardiente donde mis dedos habían dejado rojas marcas. Él se puso de rodillas a mi lado y entonces empezamos a acariciarnos y llegamos a tener una experiencia.
Después de esto hubo muchas más, y en todas procuraba tumbarle sobre mis rodillas y azotarle el culo, y aunque él se resistía, siempre salía con el culo caliente y coloradito…