Siento haber estado tanto tiempo ausente; se me han juntado compromisos laborales con vacaciones de navidad y otros compromisos. Por otra parte si desaparezco una temporada podéis aprovechar para descubrir o repasar entradas antiguas (alguna excusa tengo que poner). Muchas gracias a los que habéis seguido visitando el blog y a los que habéis escrito pidiendo nuevas entradas.
Lo primero es lo primero; el amable autor de las historias de Luis me ha enviado los nuevos capítulos. Vamos a ir poco a poco, por ahora os publico el cuarto, tan bien escrito como los anteriores, lleno de chicos guapos, travesuras y papás estrictos. Que lo disfrutéis, y espero no tardar tanto en volver a actualizar el blog la próxima vez:
HISTORIAS DE LUIS - CAPÍTULO IV
- Mira. Ahí llega Enrique con Jorge y Raúl – dijo José Luís saludando a un hombre que acababa de entrar en el restaurante seguido de dos jóvenes de entre veinte a veintidós años. Los dos llevaban el pelo muy corto y vestían igual: chaqueta azul marino, polo blanco y pantaloncito corto azul, y calzaban botines y calcetines grises.
Luís se fijó en el más joven y vio con sorpresa que era un antiguo conocido suyo, el cabecilla de una banda en la que entró con 18 años. Raúl también le reconoció y los dos, azorados, se saludaron con un movimiento de cabeza que no pasó desapercibido a Juan, pero que omitió por el momento.
- Y como estáis – preguntó el recién llegado mientras los chicos, detrás de él, sonreían con educación. – vengo un poco tarde por que tuve que recordar una cosa a Raúl y eso siempre lleva tiempo. – El menor de los dos chicos se ruborizó intensamente y Luís se fijó que los dos tenían las piernas depiladas, lo que hacía que resaltaran sus muslos bien torneados y en los de Raúl había unas marcas rojas que indicaban que en el recordatorio había intervenido activamente una correa.
- Sí, ya veo que has hecho un buen trabajo de incentivar la memoria – dijo José Luís pasando los dedos suavemente por las marcas del muchacho, que estaba justo a su lado. – Raúl sigue olvidando de vez en cuando las cosas, pero ha mejorado mucho desde que está contigo. Con algo más de tiempo será tan bueno como es ya Jorge.
- Sí, - respondió Enrique – Jorge ya está a punto para pasar de nuevo por el tribunal. Tiene todas las buenas referencias necesarias y no dudo que en un mes como mucho será libre para organizar su vida como crea conveniente.
- Y se puede saber que intenciones tiene nuestro joven caballero – preguntó Juan mirando al muchacho. Este miró a Enrique esperando su permiso, y sólo cuando este movió la cabeza autorizándole respondió a la pregunta:
- Con su permiso, pensaba buscar trabajo y establecerme en el pueblo. Debo demasiado a tío Enrique como para querer separarme de él. Precisamente, don Juan, él le puede confirmar que ya le he pedido que hablara con usted. Había pensado solicitarle trabajo en sus oficinas si fuera posible, aunque sea de chico de los recados.
- Bueno – dijo Juan – esto sí es una sorpresa. Me alegra que seas un chico agradecido. Pasaros el martes por la oficina, a eso de las diez, y hablaremos del tema. Siempre y cuando, claro, el tribunal te lo consienta.
- No tengo duda que lo hará – respondió esta vez Enrique – Jorge es, de los pupilos que he tenido, uno de los más deseosos de aprender y te aseguro que aparte de los castigos propios del tribunal, pocas veces he tenido que castigarle. Casi siento que no me he ganado el sueldo con él.
- Bueno es saberlo – dijo Juan – y no te preocupes porque algunos parece que son glotones del castigo y su trasero no recibe nunca bastantes azotes para enderezarlos, de modo que lo que no tienes que hacer con uno lo duplicas con otro. – Al decir esto, volvió su mirada a Raúl que volvió a ruborizarse intensamente.
Luís escuchaba interesado. Ahora entendía que los dos chicos eran de los que se conocían como dos 137, -por la ley 137 de tutelaje - pequeños delincuentes que por decisión judicial perdían la mayoría de edad y pasaban a depender de un tutor voluntario – que llamaban el “corrector” - que hacía las veces de figura paterna y era llamado señor, padre o tío. De hecho, el joven perdía la mayoría de edad legal y se convertía en un dependiente a todos los efectos. De ese modo evitaban la cárcel, donde la experiencia había demostrado que simplemente se perdían para siempre – aparte del gasto que suponía su internamiento -, y podían ser recuperados para la sociedad. El tribunal sentenciaba además unos castigos que debían ser aplicados en el nuevo domicilio, y, aparte de ellos, el tutor tenía plena potestad de aplicar los castigos que creyera necesario, con la limitación de que debía comportarse como lo que su epíteto de padre indicaba y debía dar al muchacho educación, disciplina y cariño a partes iguales. Para evitar excesos de cualquier tipo, el tribunal tenía medios de seguimiento de la sentencia y los inspectores regularmente visitaban los domicilios de los tutores para confirmar que no hubiera excesos en uno u otro sentido.
Como Luís supo después, Enrique tenía buena fama como corrector ya que había recuperado ya a cinco chicos, y Jorge sería el sexto de la serie, lo que implicaba un cien por cien de éxito hasta el momento. Raúl, a pesar de llevar poco tiempo con él, ya había avanzado también mucho por el buen camino.
Tras la despedida, Juan se volvió a Luís.- Veo que conoces a ese chico, Raúl. - le dijo – ya ves. Por el camino que llevabas ese hubiera sido tu posible futuro. Acabar separado de tu familia y en manos de un corrector. Y aunque sé que Enrique es severo, conozco a alguno que le gana por mucho.
Luís bajó la cabeza, asintiendo. Se imaginó a sí mismo con el traje que un 137 estaba obligados a llevar como uniforme y en manos de un extraño, y de nuevo agradeció a su padrino el haberle salvado.
- Que tonto eres – musitó Juan acariciándole el pelo. – Vamos, acaba de comer.
Durante el resto de la comida, Luís no perdió de vista la mesa donde comían Enrique y sus dos pupilos, y sobre todo en Raúl, que también de vez en cuando le devolvía la mirada. Los dos recordaban sin duda otros tiempos, cuando con dieciocho años los dos, Luís entró en la banda dirigida por Raúl. Eran una pandilla de críos dedicados a pequeños hurtos y gamberradas, pero se consideraban todos muy hombres y creían que el mundo era suyo. Un día, un par de meses después de estar con la banda, a Raúl se le ocurrió la idea genial de que Luís entrara a trabajar en un establecimiento que combinaba cafetería y tienda donde pedían un ayudante para desde allí poder robar impunemente y tener un acceso fácil a alcohol y dinero.
Luís no estaba muy convencido, pero la presión de la banda al final le hizo aceptar la idea y se presentó al lugar que Raúl le indicaba. El encargado, un hombre de mediana edad, pelo blanco y mirada tranquila, le hizo una pequeña entrevista y al final le aceptó para servir de ayudante a los camareros. Debía llevar pantalón gris cuadriculado y blusón blanco, con un gran delantal blanco que indicaba su condición de simple ayudante, muy lejano aún de los pantalones ceñidos y la chaquetilla corta que identificaban a los camareros del establecimiento.
El establecimiento era bastante grande, y no había menos de cinco camareros y dos ayudantes por turnos. Luís empezó con los de la barra y a base de errores, pronto aprendió a quitarse de en medio cuando los camareros tenían necesidad de espacio, y a la vez de surtirles lo que necesitaban y retirar rápidamente los cacharros sucios sin estorbar su trabajo.
A la semana de estar en el trabajo se había llevado ya media docena de botellas y alguna propina que retiraba antes de que el camarero de turno se diera cuenta, pero eso no le bastaba a Raúl, que le urgía a mayores hurtos. Luís no estaba muy convencido, porque en realidad se encontraba a gusto en el trabajo, donde pasaba cuatro horas por la tarde después de clase.
Y aquel día – un 15 de septiembre, Luís creía que nunca lo olvidaría – volvió de vacaciones un camarero que Luís no conocía pero al que había oído mencionar. Los demás le dieron la bienvenida y Luís pensó, por la forma de recibirle, que el hombre, de nombre Pedro, era el más popular de la cafetería, ya que no solo los compañeros sino también los clientes le saludaron con efusión.
Pedro era un hombre de unos cincuenta años, grueso, grande en todas sus dimensiones, lo que se apreciaba primero en las físicas y luego se descubría en las humanas. Era casi calvo, llevaba una barba cuidadosamente recortada, y su risa era tan contagiosa que pronto Luís se sintió a gusto con él.
Servía por las mesas por lo que los primeros días no coincidió con Luís más que en los breves instantes en que se acercaba a la barra. Sus primeras conversaciones fueron apenas ordenes dadas y respondidas – si acaso – con monosílabos, pero Luís estaba seguro de que el hombre no le perdía de vista y le controlaba en todas sus acciones. Bajo aquellos ojos chispeantes el muchacho procuraba trabajar aún más rápido y mejor de lo habitual y no se atrevía a realizar ninguna de las pequeñas fechorías que antes hacía impunemente.
Pasó así otra semana, con disgusto de Raúl, que veía como su plan se venía abajo. Luís discutió entonces con el jefe de la pandilla, e incluso llegaron a los puños, por lo que al rato apareció en el trabajo con un ojo morado.
El encargado le llamó al verle entrar en tal estado.
- ¿Qué te ha pasado, mozo? - Le preguntó.
- Nada, una discusión sin importancia – respondió Luís.
- Pues si ha sido sin importancia, buena huella te ha dejado. No estás hoy muy visible. Anda hoy a ayudar en el almacén, no sea que se piensen que aquí maltratamos a los ayudantes. Pedro está precisamente haciendo el inventario y no le vendrá mal una mano.
Luís obedeció pasando a la parte posterior de la cafetería donde en una gran habitación con puerta a la calle trasera estaba el almacén de la misma. Allí Pedro estaba manejando las cajas de bebidas y los bidones de un lado a otro con tal facilidad que Luís dudó que necesitara ayuda alguna.
Cuando le vio el ojo, Pedro puso cara de asombro. “¿Pero que te ha pasado?” Le preguntó.
- Nada, volvió a responder Luís.
- Déjame verlo – contestó el hombre, llevándole al sitio donde había más luz. – Te han dado un buen puñetazo, pero no te ha afectado al ojo, que es lo más importante. – Le cogió las manos y les dio la vuelta, fijándose en los nudillos de Luís – aunque por lo que veo tú también le has debido dejar un buen recuerdo al otro. ¿Quién era?
- Raúl… - Luís se azoró al ver lo fácil que le había salido la respuesta – un colega.
- Y podemos saber porque fue la discusión – preguntó Pedro con la misma naturalidad, como si conociera a los dos de toda la vida.
- No…No tiene importancia. Discutimos de más y nos calentamos en exceso. No volverá a pasar.
- Espera – dijo el hombre saliendo un momento. A los dos minutos volvió con un filete crudo. – Póntelo en el ojo. Así se pasará antes. Anda, siéntate en esa caja en el rincón mientras yo acabo con esto.
- El encargado me ha dicho que le ayude.
Pedro se volvió con una chispa en los ojos.
- Deja que yo me encargue del encargado si llega el momento. Lo que tienes que hacer ahora es darme palique para que no me aburra mientras estoy contando existencias.
Estuvieron hablando toda la tarde. Luís hacía tiempo que no se encontraba tan a gusto con alguien y se explayó contándole a Pedro más de su vida de lo que había contado a sus colegas. Éste a su vez le contó sus vacaciones y sus planes de ir a trabajar a la costa que tanto le había gustado. No tenía compromiso alguno, y su familia era del norte por lo que era libre para hacer su gusto cuando le apeteciera.
- Trabajo nunca me faltará – decía al final de la tarde – y en la costa aún más. Seguro que siempre hacen falta profesionales… - de pronto frunció el ceño - pero esto no me gusta.
- El qué – preguntó Luís, desconcertado por el brusco cambio de tono en la voz.
- Cuando hice el inventario antes de irme me cuadró todo, pero ahora me faltan unas diez botellas de whiskey y al menos cuatro de ron.
Luís agradeció la poca luz del almacén ya que sintió que se ruborizaba bruscamente. Si Pedro le hubiera mirado habría visto el rostro de la culpabilidad manifiesta. Afortunadamente para Luís, el hombre volvió a inclinarse a contar el material.
- Sí, justo – dijo poco después, levantándose – me faltan diez botellas de whiskey, cinco de ron y tres de ginebra. Parece que tenemos un ratón por aquí. – se volvió y miró al muchacho. – Tú no sabrás nada, ¿verdad?
Luís se había recuperado lo bastante para poder negar su culpabilidad. Aparte de que él se había llevado solo parte de lo que Pedro decía faltar, por lo que le fue más fácil negar ser responsable del total.
- Hum. Veremos – dijo Pedro – Luego se lo comentaré al encargado. ¿No es ya tu hora de salir? Puedes ir por el callejón si no quieres cruzar los salones. La llave nunca está echada. Gracias por el buen rato de charla.
Luís obedeció, no sin devolver el filete a la cocina y salió decidido a no volver a ponerse en peligro por causa de la pandilla. Para su sorpresa, en su portal estaba esperándole Raúl, también con el ojo morado. El cabecilla quería hablar y pedir disculpas. Consideraba que Luís era uno de los elementos más inteligentes y valiosos de su equipo y no lo quería perder, pero tenía que dar ejemplo ante los demás y por eso se había exaltado en demasía.
Luís aceptó las excusas, aunque estaba decidido a mantenerse alejado de la pandilla en lo que pudiera. En casa su madre estaba celebrando con su hermano pequeño las notas de este y la llegada del mayor con su ojo morado supuso el inicio de una escena familiar, cada vez más habitual, en la que pronto la comparación entre Jesús – el pequeño – y Luís no hacía que este saliera muy favorecido.
Jesús, como siempre prudente, se retiró rápidamente a su habitación para evitar verse incluido en la pelea entre su madre y su hermano. El muchacho estaba más que decidido a irse lejos del tenso ambiente familiar. En cuanto cumpliera los años pensaba apuntarse de voluntario en el ejército.
Luís volvió al día siguiente al trabajo, y se llevó la sorpresa de que el otro ayudante no estaba y tenía que trabajar él las mesas mientras buscaban otro ayudante para la barra.
Ahora estaba en contacto directo con Pedro, y vio que sin duda era el mejor maestro que había. Con un breve gesto de la cabeza, Pedro le indicaba hacía donde se tenía que mover o la mesa que había que retirar primero. Al tiempo, el propio Pedro no dejaba de servir a los clientes con su mejor sonrisa y era con mucho el que mejor propinas se llevaban. Cuando Luís se equivocaba, una mirada o el ceño rápido de Pedro le avisaba del error, y pronto fueron un equipo plenamente compenetrado. En un momento, hacia el final de la tarde, en que Luís estaba inclinado sobre una mesa del rincón, recogiendo rápidamente unos vasos, Pedro pasó a su lado y le dio un cachete de ánimo y una sonrisa que a Luís le valieron como la mejor recompensa recibida en bastante tiempo.
Siguieron así tres o cuatro días, y Luís se acostumbró a trabajar con el camarero. Éste por su parte le trataba con bastante aprecio, y el entendimiento entre los dos llegó a ser profundo. Pronto, Pedro se acostumbró a darle un discreto cachete en el culo cuando Luís pasaba por su lado como señal de ánimo, y la leve caricia en sus nalgas le parecía al muchacho como el mejor de los incentivos.
Pero al cuarto día de esta situación, entró un nuevo ayudante de camarero que resultó ser el propio Raúl. Decidido a seguir con su plan, el cabecilla del grupo no vio mejor opción que ser él quién ocupase dicho puesto, y se encargase de los pequeños hurtos.
Raúl era decididamente guapo. Moreno de tez, menudo, con grandes ojos castaños y un pelo negro rebelde que se levantaba encrespado sobre la frente, con la gomina como único medio de sujeción. Tenía además un encanto especial que pronto hizo que la clientela habitual se fijase en el nuevo ayudante. Tenía una expresión eterna de picardía y vestía un pantalón muy ceñido, que hacía que su trasero respingón destacara y encendiera el deseo de todo el que le miraba.
Luís se dio cuenta de pronto de que estaba celoso de la atracción creada por su amigo, especialmente cuando veía que Pedro le miraba, pero éste, al notarlo, se limitaba a sonreír y darle un cachete algo más fuerte de lo habitual.
Pronto, la pandilla empezó a disponer de más bebida y dinero gracias a la gestión de Raúl, y Luís se distanció doblemente de la misma al presentir que tarde o temprano sería sorprendido como él había estado a punto de serlo.
A fin de mes Pedro volvió a hacer inventario, y, según contó luego a Luís, desde el primer momento vio que faltaba más material que de costumbre. Habló con el encargado y llamaron a Raúl, que no dudó ni un instante en acusar a Luís, que libraba ese día, de los robos e incluso afirmar que le había intentado convencer para que Raúl le imitara, aunque por supuesto, él se había negado. El encargado y Pedro aparentaron creerle y los dos dijeron que iban a despedir a Luís en cuanto apareciese al día siguiente.
Los empleados tenían un pequeño vestuario al lado del almacén. Era apenas un doble pasillo formado por tres filas de taquillas en el que había un banco corrido de madera para sentarse, pegado a la trasera de la fila central. Pedro, Luís y Raúl tenían la taquilla en donde estaba el banco, y cuando fue a cambiarse Raúl, se encontró con Pedro que salía de turno y acababa de vestirse con un holgado chándal gris y deportivas.
- Sabes – le dijo el hombre – Me siento tan defraudado que no voy a esperar a mañana. Voy ahora a ver a Luís para decirle que no venga mañana porque está despedido y a que me cuente porqué lo ha hecho. Si no me da una buena razón, seguramente le denuncie.
Raúl quería haber hablado con Luís para prevenirle y evitar que le delatara a él, pero no veía medio de lograr que Pedro fuera a verle como se proponía. Se dispuso a cambiarse y optó por darle conversación al camarero contándole que conocía a Luís y que no era mal chico, pero que seguro que tenía alguna mala influencia.
Como tenía por costumbre, Raúl se quitó primero los zapatos y los pantalones, quedándose solo con la camisola, amplia, que le cubría hasta los muslos. Colgó los pantalones, pero al ir a colocar los zapatos en la taquilla, estos chocaron con un bulto y sonó un súbito tintineo cristalino en el silencio del vestuario.
Al ver la cara que Pedro puso en ese momento, a Raúl le pareció como si hubieran sido las campanadas de su propio funeral. Intentó disimular, pero la voz se le quebró y su propia confusión fue más inculpatoria que si se hubiera quedado callado.
Pedro se inclinó hacia la taquilla, y sacó un macuto de cuero donde se veían sobresalir los cuellos de dos botellas de licor. Se volvió a Raúl, y sin decir una palabra, levantó el macuto y se lo mostró. Raúl se había puesto pálido y sus ojos parecían aún mayores que de costumbre cuando Pedro, dejando el macuto en el banco, preguntó: “me puedes explicar esto”.
- Yo… balbuceó Raúl - yo...
- Ya - respondió Pedro, que subió la pierna derecha al banco, apoyó el codo en el muslo y puso la barbilla en la mano, como prestando máxima atención a lo que Raúl iba a decir.
Este explotó por fin: “habrá sido Luís, para echarme a mi la culpa. Seguro que me tiene envidia y lo ha metido ahí por eso”.
- Ya. – dijo de nuevo Pedro. – Seguramente. O tal vez sea que tú eres un pequeño cabroncete que has querido inculpar a un compañero de una acción que es enteramente tuya. ¿No es así?
Raúl se quedó sin habla ante la mirada del hombre, y éste, tranquilamente, alargó la mano y cogiendo al muchacho del brazo lo acercó a sí. Raúl llevaba puesta aún solamente la camisola y los calcetines y de pronto se encontró doblado sobre el fuerte muslo de Pedro, que lo sujetó en posición con el brazo derecho. Levantando el pie un poco, hizo que Raúl quedara colgando sin apoyo sobre el muslo, y con calma levantó el faldón del blusón, dejando al descubierto el culo en pompa del chico. A diferencia del pantalón, Pedro descubrió que Raúl llevaba unos boxer blancos un par de tallas más grandes que la suya por lo que le sobraba por todas partes.
Pedro levantó la mano y la dejó caer con fuerza en las nalgas expuestas, haciendo que Raúl se balanceara hacia delante por el impacto al no tener los pies apoyados en el suelo. Una y otra vez cayó la mano, y pronto Raúl estuvo sollozando e hipando pidiendo perdón por lo sucedido. Toda su guapeza se había quebrado y ahora no era más que un niño llevándose su merecido. Pedro entonces paró un momento y, sin soltar al chico, metió la mano por el elástico del calzoncillo y lo bajó hacia abajo.
- Nooooo. – gritó Raúl – Con el culo al aire nooooo, por favor… Ya soy mayoooor.
Pedro se detuvo un momento, más para observar el color sonrosado que ya habían cogido las posaderas castigadas que por las palabras del muchacho, y luego siguió azotando el culo desnudo durante un rato.
- ¿Qué sucede Pedro? – sonó en ese momento la voz del encargado, que junto a dos de los camareros había acudido al oír las fuertes palmadas y el escándalo producido por el muchacho castigado.
Pedro se lo explicó en pocas palabras sin dejar de azotar el culo de Raúl. El encargado le escuchó y envió a uno de los camareros a la cocina de donde volvió al instante con una gran espátula de madera.
- Tu mano no tiene la culpa – dijo el encargado a Pedro – y aunque tienes fuerza de sobra para darle lo que se merece, creo que la ocasión merece que pasemos a palabras mayores. Toma. – dijo dándole la espátula.
Raúl, desde su forzada posición sobre la rodilla de Pedro, vio como este cogía la espátula y la oyó silbar a su espalda cuando Pedro la sacudió de arriba abajo para probar su flexibilidad.
- NOOOOOOOOO. Volvió a gritar Raúl cuando sintió la madera acariciando lentamente su piel ya colorada y ardiente, pero no le valió de nada y al instante sintió como Pedro elevaba la espátula en el aire y la descargaba sobre su culo con un estampido atronador.
Por mucho que se agitaba en el firme muslo, Raúl no lograba evitar que sobre su trasero cayera una auténtica lluvia de azotes ante las risas burlonas de los que habían acudido a ver el espectáculo. Al no tener los pies apoyados en el suelo, agitaba las piernas en el aire de modo que al final los calzoncillos, que se habían ido deslizando hasta los tobillos, se agitaban como una bandera en el aire, y él se aferraba con las manos al tobillo de Pedro aullando mientras pedía perdón.
Pedro siguió alternando mano y espátula por un buen rato. Y antes de acabar bajó al muchacho un momento, le hizo girar sobre sí mismo y cambiando de pierna, le tumbó esta vez sobre el muslo izquierdo. Entonces echó mano del cinturón de cuero que Raúl solía usar y estaba colgado en su taquilla y, doblándolo, le dio una buena sarta de correazos en el ya tremendamente rojo trasero.
El muchacho sentía el trasero en llamas y ya sólo tenía fuerzas para llorar con todo desconsuelo cuando por fin Pedro le hizo levantarse. Le tuvo que sujetar porque casi no se podía mantener de pie, y sus manos se fueron directas a apretar sus nalgas para intentar calmar el fuego de su piel, mientras los sollozos le sacudían todo el cuerpo.
Pedro le abrazó entonces dándole a la vez unas palmadas de consuelo en la espalda y hablándole suavemente para que se calmara. Raúl siguió llorando y pidiendo perdón con un hipo repetido, entregado al abrazo del hombre, mientras contaba toda la verdad de lo sucedido con Luís, aunque omitiendo los primeros robos de su colega. Poco a poco se fue calmando, y Pedro le soltó. Secándose los ojos con una mano mientras la otra seguía intentando contener el ardor de sus nalgas, Raúl no hacía ningún gesto de vestirse. Fue Pedro el que, sujetándole con un brazo, se inclinó y le subió los calzoncillos con el otro. Un nuevo abrazo, y no sin recoger el encargado las botellas, le vieron vestirse y le acompañaron hasta la salida. Al pasar por el salón, Raúl se ruborizó aún más, convencido de que todas las miradas se fijaban en su trasero y podían ver el calor irradiando a través de la tela del pantalón como en los dibujos animados.
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