Muchas gracias a los lectores, y también curiosamente muchas lectoras, que me han escrito tras la publicación del primer capítulo de Tristán y me han animado a escribir el segundo. Aquí lo tenéis, espero que os guste y, si tenéis un momentillo para escribir una línea o dos, no dejéis de hacer comentarios:
CAPÍTULO 2:
EL ABAD
“Reverendo
padre Abad:
No somos una
familia de muchos medios, vivo de un modesto negocio y durante años
me he sacrificado mucho, al igual que tantos otros padres, para que
mi hijo tuviera la mejor educación y el mejor futuro posible. Pablo,
mi único hijo varón, aunque siempre ha sido un poco holgazán,
nunca dio excesivos problemas en su niñez, siempre ha sido un
muchacho cariñoso y obediente, hasta que hace ya un par de años
empezó a frecuentar compañías indeseables y a llegar a casa tarde,
desaliñado, oliendo a vino o a perfume barato de mujer … Supongo
que me comprende y le ahorro a usted, así como a mí mismo, el
bochorno de entrar en más detalles. Si la primera vez que Pablito no
se presentó a cenar y tuvo a su pobre madre en vilo durante varias
horas me hubiera sacado el cinturón y le hubiera recibido con una
buena paliza, como de hecho tenía pensado hacer... pero cometí el
error de expresar mis intenciones claramente a su madre, y ella
intercedió en seguida en su favor. Con la azotaina nos habríamos
ahorrado seguramente la segunda, la tercera y todas las demás noches
de borrachera, consumo de drogas, derroche del dinero y del
patrimonio familiar, ...
No obstante,
aunque tarde, la situación llegó a tales extremos que reaccioné
por fin recientemente, un día en el que le faltó al respeto a su
madre; sin pensar siquiera en lo que hacía, de manera instintiva le
arreé un par de bofetones, lo llevé cogido de la oreja hasta su
habitación y cerré la puerta para castigarlo como es debido sin
mediaciones de mi esposa ni de mis hijas. Por fin hice lo que quise
hacer desde el primer instante en que empezó su mal comportamiento;
le hice desnudarse completamente, de hecho yo mismo le quité los
calzoncillos al no querer sacárselos él mismo, me senté en su cama
(que él tenía sin hacer, por supuesto), lo puse como el Señor lo
trajo al mundo sobre mis rodillas y le di una larga y contundente
azotaina. A pesar de los gritos, sollozos, súplicas y quejidos de
Pablo, y también de su madre y sus hermanas al otro lado de la
puerta, no paré hasta que el dolor en la mano me impidió continuar.
La tenía inmensamente roja, pero nada comparado con el tono granate
del culito del sinvergüenza, que se había convertido por fin en el
niño adorable que había sido antes. Lloraba desconsoladamente; lo
puse un rato de cara a la pared desnudito y con las nalgas ardientes
para que reflexionara, y luego cuando le levanté el castigo él
mismo se echó en mis brazos pidiéndome perdón, llorando de nuevo y
prometiendo cambiar. Después de tanta tensión por fin volvíamos a
ser padre e hijo y a sentirnos cerca el uno del otro.
Pero se
imaginará que el propósito de enmienda duró poco y este caradura
está volviendo a las andadas … Se ha apartado demasiado del camino
y no va a ser tan fácil encarrilarlo, pero pienso cumplir con mi
deber como padre de corregir a este chico y conseguir que no eche a
perder su vida. Para evitar problemas con su madre y sus hermanas,
que a ratos reconocen que tengo razón pero que enseguida se ablandan
y quieren ablandarme a mí, tengo la intención de tomarme unas
vacaciones, dejar unos días la tienda en manos de mi mujer, y
llevarme al granujilla a una cabaña que utiliza un primo mío
durante la temporada de caza pero que en esas fechas estará
desocupada. Sin vecinos ni nadie que nos moleste, Pablo y yo solos,
por fin podré disponer de tiempo y lugar para proporcionarle todo el
cariño y la atención, pero sin duda también todos los azotes y el
castigo que necesita. Quiero recuperar al niño obediente al que
tanto echo de menos, y estoy seguro de que, aunque no sea consciente
de ello, él también necesita, creo que más que nunca, la firmeza
de la mano dura de su padre.
Estas
vacaciones son la última esperanza que tengo para evitar perder a mi
hijo, pero para su éxito necesito su ayuda. Aunque en su interior
sigue siendo un crío, el chaval tiene ya el cuerpo de un hombre, con
unas nalgas recias y firmes para las que la mano de su padre ya no es
suficiente a la hora de darles todo el escarmiento que necesitan. A
través de un vecino que también tuvo problemas similares con su
hijo hace un tiempo, he conocido el estupendo catálogo de artículos
de disciplina que elaboran los religiosos de su Orden y que son lo
ideal para los propósitos de un padre desesperado como yo .......”
El Abad fue
interrumpido en su lectura al escuchar el sonido de nudillos
golpeando la puerta de su despacho. Era el Padre Isidoro, el
responsable del taller de la Abadía.
- Buenos días, Reverendo. No quiero entretenerlo, pero ya tenemos listos los nuevos pedidos para esta semana, necesitamos su firma.
- Por supuesto, Padre, pase.
El Padre
Isidoro acercó el listado de artículos de disciplina que debían
salir en el correo del día, junto con las direcciones de los
clientes, y que solamente necesitaban la autorización del Abad para
poder enviarse. La firma del responsable de la Abadía se estampó
debajo de la larga lista de varas, correas, cuerdas, cepillos,
banquetas de castigo, supositorios, y largo etcétera de herramientas
de disciplina que en breve saldrían hacia todos los barrios de la
capital y los pueblos de la comarca. Unos pedidos esperados con mucha
ilusión por sus receptores, aunque naturalmente no tanto por los
jóvenes cuyos traviesos traseros eran los destinatarios finales de
todos esos eficientes instrumentos de castigo.
- Perfecto, ahora mismo se lo firmo. ¿Alguna novedad en el taller?
- Hemos recibido una petición de los hermanos de la sede del suroeste, Reverendo. Parece que han tenido un gran incremento de la demanda y nos preguntan si tenemos excedentes.
- Pues lo veo complicado, fíjese en todo el correo que tenemos esta semana – el Abad señaló la pila de cartas que tenía encima de la mesa, al lado de la que había estado leyendo hasta ese momento-. Y la correspondencia ha sido ya filtrada previamente por el Padre Germán; salvo algún error por su parte, que sería extraño, todas estas solicitudes serán aceptadas. Tan pronto podamos les daremos una lista de todos los instrumentos de corrección que deberían estar listos para la próxima semana. Ya me comentará si necesitan refuerzos en el taller para la producción.
- Pues es posible, Reverendo, cada vez tenemos más peticiones. Parece que hay mucho traviesillo portándose mal en todas partes.
El Abad
sonrió.
- Eso siempre lo ha habido y lo habrá, Padre. Más bien diría que hay más padres y amos preocupándose por enderezar su comportamiento, y que va dándose poco a poco a conocer la ayuda que pueden recibir por parte de nuestra Orden. Así que me alegro mucho de oírlo, aunque me apena no poder ayudar a nuestros compañeros. Tal vez en la sede del Noroeste sí dispongan de excedentes.
- Me alegro, Reverendo. Y tengo el placer de comunicarle otra buena noticia: ya tenemos listos los nuevos cepillos y los nuevos termómetros. Cuando quiera pásese por el taller y se los mostraremos.
La cara del
Abad se iluminó; la eficiencia de su equipo no dejaba de
impresionarle.
- Estupendo, Padre, será un placer. ¿Le viene bien dentro de una hora, cuando haya acabado de revisar el correo?
- Perfecto; nos encantaría realizar una demostración práctica. ¿Da usted su autorización para que empleemos a chicos de la sala de castigo?
- Naturalmente; creo recordar que hay como cinco o seis muchachos sancionados ahora mismo. ¿Le bastaría con dos de ellos? Dígale al Padre Julián que se los proporcione; a ser posible novicios de la Orden. Debemos ser siempre más severos con ellos que con los pupilos del internado.
- Más que suficiente; muchas gracias, Reverendo. Estaremos esperándole.
De nuevo una
tarde de mucho trabajo, pensó el Abad al verse solo de nuevo. Aunque
un tanto contrariado porque iba a tener menos tiempo para sus
actividades de investigación, presenciar la demostración de los
nuevos cepillos y termómetros iba a ser desde luego una actividad
muy agradable. Aunque no podría demorarse mucho porque debía darle
también tiempo a recibir a los nuevos pupilos que acababan de llegar
ese mismo día, especialmente al jovencito hijo de un antiguo cliente
en el que el Padre Juan había puesto tantas ilusiones y cuya
adquisición había llegado finalmente a buen puerto. ¿Era Tristán
su nombre? Un muchacho al parecer tan especial iba a requerir de un
entrenamiento igualmente especial para su amo y el Reverendo Padre
tenía ya en mente una idea un tanto arriesgada pero que valía la
pena intentar.
Aunque le
gustaba leer el correo de sus clientes, se veía obligado a hacerlo
por encima ante la falta de tiempo; a fin de cuentas el padre Germán,
encargado de recibir y contestar la correspondencia, ya había
realizado el primer filtro y separado las solicitudes de compra de
artículos de disciplina que cabía estimar de las cartas de
agradecimiento, las reclamaciones (pocas), las solicitudes de
información y de visitas, y las de compras que no reunieran los
requisitos considerados imprescindibles.
El Abad
recordó la polémica desatada en su día, hacía ya años, respecto
a la venta de estos artículos de disciplina de fabricación
artesanal, hasta entonces de uso únicamente interno dentro de la
Abadía para la corrección de los novicios o que tal vez se
regalaban en ocasiones a clientes especiales. Su calidad y eficacia,
unidas al aumento de peticiones y a las necesidades económicas de la
Abadía en aquella época, hicieron que un grupo de monjes propusiera
su comercialización, una práctica que ya era frecuente en otras
sedes de la Orden. El éxito fue enorme, permitió financiar unas
costosas obras de restauración de todo el complejo en torno a la
Abadía, y le convirtió a él, el monje que había sido cabecilla
del grupo propulsor de la idea, en el nuevo abad del lugar tras la
jubilación del anterior.
La condición
de los altos cargos de la Orden para aceptar la fabricación de
instrumentos de disciplina con fines comerciales había sido, no
obstante, un riguroso control que asegurara el uso correcto de los
mismos. Los solicitantes debían enviar una carta firmada a la
atención del Reverendo Abad en la que expusieran las razones que
motivaban la petición, así como además el nombre y la foto tanto
del caballero que los iba a emplear como de los jóvenes a los que
pertenecían las nalgas necesitadas de corrección. Los solicitantes
debían ser señores respetables, que hubieran pasado de la
cuarentena y que explicaran el vínculo que les unía a los muchachos
a los que deseaban azotar; normalmente se trataba de familiares que
necesitaban poner en su sitio a un hijo, sobrino, yerno o nieto
díscolo, o bien de amos o mayordomos con criados poco obedientes o
capataces con aprendices holgazanes. Los muchachos necesitados de
castigo debían ser naturalmente varones jóvenes de edad legal y los
azotes debían aplicarse exclusivamente en los glúteos y la parte
superior trasera de los muslos.
Dio un visto
bueno a la carta que estaba leyendo tras dar un vistazo a las fotos
del papá desesperado, un simpático hombre que intentaba parecer
recio pero que no podía evitar un cierto aire bonachón, y del
granujilla, un guapo joven moreno con una mirada pícara que
concordaba con las andanzas como Casanova y juerguista narradas por
su padre. El Abad sonrió al observar la lista de peticiones
paternas, que consistía en una vara, una correa, una pesada
zapatilla de esparto, un contundente cepillo de madera de roble, un
manojo de cuerdas para atar y someter al descarriado joven, una
mordaza y una banqueta de castigo para situar las nalgas traviesas en
la posición óptima para los azotes. El traviesete no iba a olvidar
fácilmente las lecciones que su papá iba a impartirle durante las
vacaciones en la cabaña de caza.
Pero por
desgracia sus muchas obligaciones impedían al Abad leer íntegramente
los textos de las cartas. Se limitó a echar un vistazo y revisar
algunos párrafos sueltos del resto de solicitudes antes de darles el
visto bueno:
“...
Debido a un reciente ascenso laboral, me he mudado a una casa más
grande para cuyo mantenimiento necesito contratar personal. Me han
recomendado a dos muchachos de confianza, al parecer buenos y
obedientes; a pesar de las buenas referencias, conozco cómo son los
jóvenes, soy muy estricto con respecto a la disciplina y considero
que nada mejor que calentarles el trasero con la mayor frecuencia
posible para mantenerlos a raya. Aunque tengo una mano fuerte,
prefiero asegurarme su sumisión disponiendo también de una buena
vara...”
“... Mi
hija se acaba de casar con el hijo de unos buenos amigos de nuestra
familia. Tanto mi mujer y yo como nuestros consuegros estamos muy
contentos con el enlace; nuestro yerno es un joven cariñoso y muy
bien parecido. Su padre lo ha educado con mano firme y hasta el día
de su boda le ha propinado frecuentes azotainas. Varias veces estando
yo de visita, lo ha cogido de la oreja cuando no había ninguna
señora presente y, delante de mí y de otros amigos, le ha bajado
pantalones y calzoncillos, lo ha puesto sobre sus rodillas y le ha
zurrado en el culito durante no menos de quince o veinte minutos
hasta ponérselo rojo como un tomate y mandarlo lloroso de cara a la
pared. El día antes de la boda mi consuegro me enseñó el secreto
que según él ha mantenido a su chico obediente y respetuoso a lo
largo de su adolescencia y primera juventud: un recio cepillo de
madera de roble que convierte a los traviesillos más recalcitrantes
en niños dóciles y mimosos. Y me encomendó, puesto que mi hija y
mi yerno vivirán con nosotros a la vuelta de su luna de miel, que
continuase impartiendo al muchacho la disciplina que todo joven de su
edad necesita aunque sea ya un hombre casado. Por desgracia no pude
recibir como obsequio de mi consuegro el eficiente cepillo; este era
todavía necesario en su casa, puesto que mi yerno tiene un hermano
menor todavía soltero algo holgazán y necesitado con frecuencia de
mano dura; yo mismo he presenciado, de hecho, alguna azotaina
impartida de manera simultánea a ambos hermanos, cada uno inclinado
sobre una de las rodillas de su padre, seguida de un buen rato cara a
la pared con los dos culitos rojos y calientes al aire. Tras una
ardua búsqueda, por fin he encontrado en su catálogo algunos
cepillos igualmente hermosos y contundentes que podrán servir para
cumplir mis obligaciones como suegro...”
“... Llevo
diez años como entrenador de fútbol y nunca me había enfrentado a
un equipo tan desobediente como el de esta temporada. Hay dos
cabecillas que son quienes desestabilizan el grupo y no me gustaría
tener que echarlos del equipo porque son buenos jugadores; pero no
pienso dejar que desciendan de categoría y echen por la borda el
trabajo de años. Y desde luego todos sus compañeros son
responsables por hacerse cómplices de estos dos gamberros; en
resumen, todo el equipo necesita jarabe de palo. El otro día,
después de varias semanas sin rendir en los entrenamientos y tras
ser derrotados jugando en casa frente a los colistas de la tabla,
hablé muy en serio con los chavales, que estaban muy arrepentidos y
se mostraron conformes en endurecer los castigos por faltar a los
entrenamientos o desobedecerme durante ellos. Después de cada
entrenamiento ellos mismos deciden, con mi visto bueno naturalmente,
quienes han sido los tres más flojos y esos se llevan en ese mismo
momento una buena azotaina con el culo al aire delante de sus
compañeros, sanción que ellos mismos han considerado como la más
efectiva. El masajista y uno de los chicos, el que mejor haya jugado,
me ayudan en la tarea y cada uno colocamos sobre nuestras rodillas a
un jovencito desobediente y le zurramos con la mano en el culito como
calentamiento. A continuación les hacemos inclinarse y poner las
manos en los tobillos para azotarles con las palas grandes de madera
de las que disponemos para ese fin; cuando pierden un partido, todo
el equipo es azotado. El método está siendo un éxito y los chicos
colaboran, incluso castigando a sus compañeros con azotes más
fuertes que los míos o los del masajista. El problema es que este
año las estamos utilizando tanto que dos palas se han roto y
necesitamos reponerlas urgentemente ...”
La carta que
venía a continuación había sido marcada como dudosa por el padre
Germán:
“... El
comportamiento de mi nieto es intolerable y considero responsable del
mismo a mi hijo, que pese a prometérmelo reiteradamente, se ablanda
luego y no lo castiga como debe; pero ¿cómo va a hacerlo si él era
un crío cuando nació mi nieto, nunca ha sabido ejercer de padre y
es el primero que se emborracha cada dos por tres e incumple sus
obligaciones más básicas? De hecho ni siquiera tiene instrumentos
como es debido para azotar a su hijo; yo mismo le regalé una
preciosa vara de abedul y una alpargata que han sido usadas en los
traseros de varias generaciones de varones en mi familia, incluyendo
al propio padre de mi nieto, que las ha perdido. El único remedio
que veo es irme a vivir una temporada con ambos, mi hijo y mi nieto,
y establecer un régimen de disciplina como es debido, calentándoles
a los dos, al padre y al hijo, el culo como los traviesetes que son.
Una buena zurra todas las noches para mandarlos con las nalgas bien
rojas a la cama, además de ponerlos sobre mis rodillas cada una de
las veces que no obedezcan; no van a poder sentarse desde el momento
en que llegue yo a esa casa hasta que por fin su comportamiento se
haya enderezado. Necesito para ello en primer lugar una vara y una
alpargata de suela bien dura para reemplazar a las que mi hijo ha
perdido ...”
Efectivamente
la carta se apartaba de la ortodoxia, aunque no tanto como para
rechazar completamente la petición del abuelo. Se le enviarían los
instrumentos de castigo que necesitaba, pero con una indicación de
que no azotase a padre e hijo de manera conjunta, o de lo contrario
el muchacho jamás aprendería a respetar a su padre; el trasero de
este último no debía ser desnudado, ni mucho menos castigado,
delante del chico. A pesar de que debía contar ya con cierta edad,
el papá tenía una apariencia juvenil que permitía plantear una
excepción; desde luego su comportamiento merecía muchos azotes,
tantos como el muchacho o probablemente más, y debía empezar a
recibirlos cuanto antes.
Mientras
acababa por fin de revisar el correo, llegó a los oídos del Abad el
bullicio característico que le confirmó que los nuevos pupilos se
encontraban ya en el edificio. Su despacho se encontraba próximo a
los baños, que era el primer lugar al que llevaban los monjes a los
chicos nuevos para bañarlos y afeitar sus partes íntimas antes de
presentarlos ante la comunidad. Pronto distinguió el sonido de
azotes golpeando los temerosos traseros de los recién llegados,
resultado tal vez de cierta resistencia a ser desnudados para el baño
o a dejarse frotar y restregar por las enérgicas manos y cepillos de
los frailes. Insistir en que ya eran mayores y preferían bañarse
ellos mismos solo serviría para que los culitos de los traviesillos
rebeldes recibieran una generosa ración de azotes, que provocarían
un escozor extra al caer sobre la piel mojada, antes de ser
vigorosamente frotados y enjabonados por las mismas manos y cepillos
que acababan de darles su merecido.
Los impactos
de las poderosas manos de los religiosos, muy ejercitadas en dominar
a muchachos jóvenes, sobre nalgas en la mayor parte de los casos
vírgenes en lo que a azotes se refiere enseguida provocaron gemidos
y sollozos de una irresistible ternura que, aunque se repitieran
todos los días de llegada de novatos al lugar, siempre conmovían al
Abad. Y le complacía que las severas atenciones que los inocentes
jóvenes estaban recibiendo tuvieran como objeto, al menos en parte,
complacerle a él, ante quien los nuevos pupilos debían presentarse
guapos y relucientes. Por supuesto el fin de aquellos primeros
castigos no era solamente enseñar sumisión ante el máximo señor
del lugar, sino que se trataba de sanciones ejemplarizantes que
tenían por objeto que aquellos traviesetes no acostumbrados aún a
la disciplina fuesen conscientes de lo que se esperaba de ellos y lo
que les podía ocurrir ante la más mínima desobediencia.
La escena
que no podía ver, pero sí escuchar, le recordó que tenía una
pendiente una gestión relacionada con uno de los chavales recién
llegados a la Abadía. Pidió que mandaran lo antes posible a su
despacho al hermano Horacio mientras seguían llegándole los dulces
ecos de azotainas y gemidos provenientes de los baños.
Pocos
minutos más tarde, el miembro más joven de la congregación llamaba
a su puerta y pedía educadamente permiso para entrar. Lo primero que
hizo fue disculparse por presentarse ante el Abad con ropa de
deporte, puesto que estaba entrenando a los novicios en ese momento y
le comunicaron que el Reverendo Padre deseaba verle urgentemente.
Este último sonrió; era imposible no mostrar indulgencia ante los
anchos y muy deseables brazos y muslos del atractivo hermano. Su
barba semicerrada aumentaba aún más su belleza viril y el
magnetismo que desprendía.
- Pasa, muchacho. ¿Puedo ofrecerte algo de beber?
El tono
distendido de su superior relajó a Horacio, que temía que le
llamaran para una reprimenda. Acepto un vaso de agua y esperó
obediente y curioso a saber por qué había sido llamado al despacho
del Abad a esa hora inusual. Este último, perspicaz, se apresuró a
acabar de tranquilizar al joven Hermano.
- No te apures, no te he llamado porque haya ningún problema con tus entrenamientos. Al contrario, los padres y hermanos de la Abadía hablan muy bien de ti, y los dos sabemos que algunos de ellos no son fáciles de convencer. Y también los novicios y los pupilos están muy contentos contigo; el deporte mantiene su mente despejada de travesuras gracias a la estupenda tarea que estás desempeñando.
- Vaya, muchas gracias, Reverendo. -La modestia del joven, levemente ruborizado ante los piropos, agradó al Abad.
Se sucedió
un momento de silencio mientras el superior, al que le gustaba
conversar sin prisas, contemplaba complacido los hermosos muslos de
su subordinado, entre los cuales se infiltraba algo de vello púbico
debido a lo corto del pantalón de deporte. El Abad creyó recordar
haber bajado más de una vez con sus propias manos ese mismo
pantalón, aunque no podría asegurar que no se tratara de otro
modelo idéntico.
En ese
momento, entre el jaleo atenuado que se filtraba desde los años, se
destacó con claridad el compás producido por madera impactando de
manera continua y rítmica sobre piel desnuda, seguidos de los gritos
de súplica del muchacho objeto de castigo. El hermano Horacio sonrió
al identificar el sonido, muy habitual en la Abadía en la hora del
baño de los muchachos, de una dolorosa azotaina propinada a algún
jovencito con el reverso del cepillo empleado para enjabonarle. Los
cepillos de baño en la Abadía eran largos, sólidos y pesados y
frotar los cuerpos de los traviesetes era solo una de las dos
funciones que cumplían con gran eficacia, siendo la otra calentar
bonitos traseros hasta volverlos de color rojo oscuro. A pesar de que
sabía bien cuánto escocía y conocía el ardor en las nalgas al
sentarse horas o incluso días después de una sesión con el
cepillo, o tal vez precisamente por eso, al Hermanole gustaba mucho
usarlo con los jugadores a los que entrenaba, sobre todo con los de
culitos redondos y algo regordetes.
- Parece que los chicos nuevos son traviesos, Reverendo. - Se permitió bromear.
- De ellos quería hablarte precisamente, Horacio. De uno de ellos en concreto.
- ¿Lo conozco acaso?
- No, pero llegarás a conocerlo bien. Quiero que te encargues de adiestrarlo.
El hermano
Horacio no estaba seguro de entender el sentido de esas palabras.
- ¿Quiere decir en el equipo de rugby, Reverendo?
- Me refiero a su adiestramiento como pupilo, Horacio. -Ante la extrañeza del joven, que ya se había imaginado, aclaró: -Serás liberado de horas como entrenador para encargarte de uno de los nuevos. Este es un buen momento de que tengas pupilos a tu cargo como la mayoría de los hermanos y de los padres. El chico se llama Tristán y lo ha traído el Padre Juan en la remesa de hoy. Preséntate ante él e infórmale de que serás tú quien estará a su cargo.
El hermano
Horacio conocía bien la mirada que le estaba dirigiendo el Abad. Se
trataba de una orden que solo cabía atacar; cualquier réplica o
discusión no serviría de nada, salvo tal vez para ganarse algún
castigo. Su superior le dio permiso para retirarse y lidiar a solas
con su confusión.
Resuelta la
cuestión de la atención a ese nuevo pupilo tan especial que el
Padre Juan había traído hoy a la Abadía y que en esos momentos
habría sido ya bañado y tal vez afeitado, el Abad consultó el
reloj y se dirigió sin más dilación al taller donde le mostrarían
la exhibición de los nuevos productos de castigo. No le gustaba
hacer esperar ni aprovecharse de su cargo para no cumplir con la
puntualidad que era norma en la Orden.
Al llegar al
taller, el Padre Isidoro lo recibió con una sonrisa y con los nuevos
modelos de cepillo y termómetro preparados en una mesa para la
exhibición. Junto a él se encontraban dos novicios que colaboraban
en el taller y que seguramente se habían encargado de ejecutar con
habilidad artesana los diseños del Padre. Y enfrente, dos banquetas
de castigo que muy pronto estarían ocupadas.
- Estupendo, Padre, veo que tiene ya todo listo. Chicos -se dirigió a los novicios- ¿podéis avisar al Padre Julián para que traiga a los traviesos?
- Ahora mismo, Reverendo.
Uno de los
jóvenes desapareció diligente para reaparecer tres minutos más
tarde acompañado del Padre Julián. Cada uno de ellos acompañaba, o
sería más exacto decir empujaba, a un amedrentado novicio cuya
reclusión en la sala de castigo había sido interrumpida bruscamente
con fines desconocidos pero probablemente poco placenteros. Los
guapos jóvenes castigados comparecían, como era natural en la
Abadía en esas circunstancias, completamente desnudos y con las
manos atadas; mientras el novicio, compañero al fin y el cabo, había
tomado a su recluso del brazo, el Padre Julián, más severo,
aumentaba la humillación del suyo arrastrándolo sin compasión de
la oreja. Los dos traviesetes caminaban aturdidos, no solamente por
sus ataduras y por el aturdimiento que les provocaba la vergüenza de
su desnudez y su castigo público, sino también por el causado por
la penumbra de la sala de penitencia a la que se les había confinado
por alguna desobediencia o travesura. Sus nalgas y muslos mostraban
también, tanto por su vivo color casi granate como por las marcas de
muchos azotes con diferentes instrumentos, las huellas de su estancia
en aquella sala que tanto temor causaba a los novicios y pupilos de
la Abadía.
- Muchas gracias, Padre Julián. Coloque por favor a este par de golfos en posición para su nuevo castigo.
- Encantado, Reverendo.
Con sonrisa
propia de quien lleva a cabo una tarea que le resulta muy grata, el
Padre Julián condujo a su presa hasta una de las banquetas libres en
medio del taller, y solo al llegar a su destino soltó su oreja para
inclinarlo sobre el mueble. Las banquetas de castigo eran
reclinatorios con espacios separados para ambas rodillas y una rampa
en la parte delantera en los que se hacía arrodillar a los traviesos
con el tronco inclinado hacia abajo hasta dejar la cabeza a no muchos
centímetros del suelo; por otra parte, el hueco considerable entre
las rodillas obligaba al joven a separar mucho las piernas.
El resultado
era que las nalgas, así como el periné, el ano, los testículos y
las partes más íntimas del muchacho, totalmente exhibidas, se
convertían en la zona más visible y prominente de su cuerpo
mientras su cara quedaba oculta y sus brazos y piernas podían ser
fácilmente atados e inmovilizados. Esta postura, donde todos los
encantos del joven mostraban al público toda su belleza, así como
su vulnerabilidad para un castigo, se conocía en la Abadía como la
posición de sumisión. Era frecuente ver en las salas comunes con
fin ejemplarizante a uno o varios muchachos que debían permanecer
largo rato, a veces más de una hora, en posición de sumisión en
una de aquellas banquetas, normalmente con los traseros enrojecidos y
con marcas de vara o del instrumento con el que se les hubiera
castigado anteriormente. Un espectáculo que tanto el Abad como el
resto de frailes, especialmente los más maduros, encontraban siempre
enormemente estimulante.
Una vez
colocados en posición, el Padre Isidoro realizó una breve
explicación de los nuevos productos fabricados en el taller.
- Por fin podemos presentar hoy los nuevos modelos de termómetro y cepillo de castigo en los que llevamos trabajando las últimas semanas. El termómetro es naturalmente de uso rectal y la varilla sensora de temperatura, como se puede apreciar, es larga y gruesa. Sin interferir para nada en su función de medir la temperatura interna del novicio o pupilo, sirve también para dilatar su culito, con fines de castigo o de simple entrenamiento.
Mientras
hablaba el Padre procedía a una demostración práctica con un
modelo de varilla marcadamente fálica, de longitud y espesor
notables, que fue introduciendo muy lentamente en uno de los novicios
desnudos; las protestas del joven, más sonoras y suplicantes a
medida que la cánula iba abriéndose camino en su interior,
provocaron la sonrisa y también la excitación de los presentes
durante los varios minutos que duró su agonía. Una vez introducida
la varilla en su totalidad, el traviesete tendría que mantenerla
todo el resto del tiempo que durara la demostración.
El
termómetro fue aplicado solamente a uno de los novicios; para el
segundo, igualmente atado y colocado en posición de sumisión, el
Padre Julián había reservado un tormento no menos sofisticado que
pasó a explicar una vez que el termómetro estuvo firmemente anclado
en el recto de su compañero. Se trataba de un pequeño cepillo de
mango cilíndrico y delgado rodeado en toda su superficie exterior
por cerdas finas y romas que tenía intrigado al Abad, que esperaba
ver un gran cepillo de baño robusto, pesado y de enormes
dimensiones.
- Y esta es una invención que debemos a una idea del Hermano Horacio. Este cepillito parece inofensivo pero funciona como un auténtico taladro que, introducido en el culete de un travieso durante el baño, es extremadamente eficaz para la higiene más íntima, además de como método de castigo de los más dolorosos.
El Padre
embadurnó el pequeño instrumento de limpieza en jabón y comenzó a
frotar vigorosamente el interior del ano del joven novicio; los
chillidos y los ojos llenos de lágrimas del desdichado hicieron
patente la efectividad de la diabólica invención nada más serle
introducida. El mango cilíndrico permitía el movimiento de las
finas cerdas tanto en dirección longitudinal, hacia dentro y hacia
fuera del muchacho, como circular, retorciéndose en el interior del
recto y limpiándolo con suprema y no menos dolorosa eficacia.
Acabada la
demostración, el Abad rompió a aplaudir, acompañado del Padre
Julián e incluso de los dos novicios que habían ayudado a
inmovilizar a sus compañeros y que, pese a que no dudaban que tanto
el termómetro como el cepillo les serían aplicados más pronto que
tarde, habían disfrutado enormemente de ver a sus compañeros
recibiéndolos y no podían sino reconocer lo ingenioso de la idea.
El patriarca de la Abadía felicitó efusivamente al Padre Isidoro y,
como muestra de alegría, dio orden de desatar a los dos novicios
castigados y todavía sollozantes y escocidos. Tras una breve charla
con unos y con otros, tuvo que despedirse cuando el Hermano Horacio
entró para avisarle de que los nuevos pupilos, entre ellos el
esperado Tristán, estaban listos para recibirle.