Esta entrada es en cierto sentido importante para mí; concluir este relato es algo que tuve pendiente durante tres años, y, ahora que lo acabo, mi intención es dejar aparcado el personaje de Chiquitín y escribir otras historias con un pie más en la realidad y no tan en el mundo paralelo de Chiquitín, su papi, etc. A ver esta declaración de intenciones en qué queda, porque luego hay que encontrar el hueco para ponerse a escribir y os aseguro que no es fácil. Pero bueno, por ahora aquí tenéis el final de este relato, y en principio de todas las aventuras de Chiquitín; veamos cuál es el secreto que nuestro amigo no le quiere contar a su papi.
Gracias de verdad a todos los lectores que me han estado animando a escribir más relatos durante estos años.
Las aventuras de Chiquitín: Doble ración (tercera parte)
Aquí está la primera parte
Aquí está la segunda parte
Después de los primeros cuarenta azotes, Papi decidió dar un
descanso a la vara y a las doloridas nalgas de Chiquitín, cruzadas desde la
cintura hasta la mitad de los muslos por preciosas marcas. La belleza del
culito castigado se completaba con el sonido de los sollozos del traviesillo,
que con la eficaz acción del correctivo había cambiado su discurso y confesado
muchas travesuras, pidiendo ahora perdón y clemencia. Aparte de la chocolatina
consumida a escondidas, Papi se había enterado de alguna que otra falta, como
negligencias en la limpieza de su habitación, utilización sin permiso de la
televisión o de los videojuegos y pequeño etcétera. Desde luego el
interrogatorio había sido efectivo; a partir de ese momento pensaba convertirlo
en práctica habitual, para no pasar por alto ninguna menudencia, que no por
previsible convenía dejar sin castigo.
No obstante, su suspicacia de papá no estaba del todo
satisfecha. ¿Chiquitín, que ya conocía de otras ocasiones la severidad del
interrogatorio, había llegado tan lejos sólo para ocultar unas chiquilladas
como esas? Lo lógico sería que un par de azotes de la vara hubieran sido
suficientes para la confesión y, tras un castigo razonable, Papi y su nene
podían haber estado ya desde hace un buen rato reconciliándose y haciéndose
cariñitos. Tenía que haber algo más; seguramente de poca monta también pero de
alguna forma importante para el pequeño. Había que averiguar lo que era, puesto
que un jovencito no debía de albergar ningún secreto sino ser totalmente
transparente ante su papá. Y el gato encerrado estaba a punto de salir; unos
chasquidos de la vara más y Chiquitín se derrumbaría y diría toda la verdad.
Sobre todo si antes su castigado culito recuperaba la sensibilidad. Papi, con
toda la sabiduría acumulada sobre como doblegar y someter a su nene, esperó con
calma unos minutos y acarició casi cariñoso el culito expuesto ante él; el
contacto con la piel escocida y ardiente aumentó su excitación.
Los gemidos y sollozos, que habían quedado casi atenuados,
se convirtieron en gritos de pánico cuando la vara volvió a atacar los cuartos
traseros del traviesillo. Tres o cuatro azotes más bastaron para que el chico
empezara a llorar a moco tendido.
“¡Papiiiii, por favor, te lo contaré todoooooo,
buaaaaaaaaaa!”
“¿Qué es todo, Chiquitín?” La vara golpeó inmisericorde una
vez más.
“Lo que ha pasado… ¡hip! … en los entrenamientos … ¡hip!”
Vaya, vaya, por fin habían llegado a donde había que llegar.
Un último azote no vendría nada mal para reforzar el mensaje, y Papi lo asestó
sin vacilación. A continuación desató con calma las manos y piernas de
Chiquitín, entumecidas por los forcejeos, mientras el muchacho poco a poco
transformaba los hipidos, lloros y balbuceos en algo parecido a palabras,
aunque todavía de escasa coherencia.
“Entrenador … cosas feas …. retraso …. camino a casa ….
promesas …. huir …”
Parecía que el asunto podía ser más serio de lo que
aparentaba al principio, pero no había que ponerse nervioso. Papi ayudó a
Chiquitín a ponerse en pie y lo abrazó muy fuerte, acariciándole el pelo y el
culito ardiente durante un buen rato.
“¿Ves lo que pasa por no contarle las cosas a Papi? Bueno,
para ya de balbucear. En un momento te sientas en las rodillas de Papi y se lo
confiesas todo, con calma y sin omitir ni un detalle, ¿estamos?”
Ya algo más tranquilito, sentado desnudo sobre las rodillas
de Papi en el sofá del salón, Chiquitín le relató como un niño bueno todos los
detalles de las clases de entrenamiento que hasta ahora había ocultado. Papi ya
conocía la historia oficial: que el entrenador recibía en el patio a los chicos
rezagados que salían últimos del vestuario bajándoles el pantalón de deporte y
calentándoles el culito, que les hacía correr, competir entre ellos y hacer
flexiones, y que vigilaba que no pasara nada raro en las duchas; cualquier mal
comportamiento en el vestuario suponía probar la pala. Los otros chicos que
entrenaban tenían diferentes perfiles; los había que simplemente habían cogido
un poco de sobrepeso en opinión de sus papás, como el caso de Chiquitín, pero
también deportistas semiprofesionales, algunos atletas y otros jugadores de
balonmano o rugby muy musculosos y desarrollados, entre ellos el hijo del
entrenador, al que Papi había conocido de casualidad aquella mañana.
Este último y sus amiguetes estaban orgullosos de su
musculatura y se mostraban prepotentes con los chicos más jóvenes o menos
corpulentos; Papi no le había dado en su momento demasiada importancia a las
bromas un tanto pesadas que les gastaban a Chiquitín y pensaba que el muchacho
no debía ser mimoso y tenía que adaptarse al grupo. Todas las burlas tenían
lugar naturalmente sin conocimiento del entrenador, que de intuir cualquier
tipo de falta de respeto a un compañero restablecía rápidamente el orden
mediante dos docenas de palazos sobre las redondas y musculadas nalgas del
transgresor, que debía ponerse en posición con el pantalón bajado en presencia
de todo el resto de la clase, convertidos en encantados espectadores. Era en el
camino de vuelta a casa donde salían darse los problemas; empujones, collejas, bromas
de mal gusto, entre varios agarraban a Chiquitín, le bajaban los pantalones, le
daban palmadas en el culo …. Nuestro amiguito no había contado nada a Papi para
no ser un chivato.
No obstante, un día que los amiguetes cómplices del hijo del
entrenador no estaban, y por lo tanto éste no podía sentirse fortalecido por
sus compinches, Chiquitín, en lugar de intentar escapar de él como siempre
hacía, salió a su encuentro y le plantó cara, retándole a que si tenía algún problema
con él se lo dijera a solas como un hombre.
El hijo del entrenador, ante el coraje demostrado por un
pequeñín al que le sacaba unos veinte centímetros, se mostró perplejo en
principio, y divertido a continuación. Ante la sorpresa de Chiquitín, el gigantón
estalló en carcajadas; comprobó con calma que nadie podía verlos y le agarró
inmovilizándole los brazos y tapándole al mismo tiempo la boca.
“Qué gracioso; desde luego tienes lo que hay que tener,
nene; pero creo que hay que enseñarte cuál es tu lugar, quién es el hombre aquí
y quién el niñito”
Ante la impotencia de Chiquitín, el grandullón no tuvo
ningún problema en bajarle el pantaloncito, arrastrarlo hasta una piedra lo
suficientemente grande para permitirle sentarse en ella, y poner al pequeño
sobre sus rodillas para propinarle una buena azotaina.
“Ya te enseñaré yo”, PLAS, “a respetar a los que son mayores
que tú”, PLAS; “no eres más que un crío”, PLAS, “yo soy un hombre”, PLAS, “y
cada vez que no me muestres el debido respeto”, PLAS, “te voy a poner el culo
como un tomate”, PLAS, ….
Los azotes, rápidos pero contundentes, no acabaron hasta
comprobar el grandullón que Chiquitín tenía ya el culito bien rojo, momento en
el cual empezaron a ser sustituidos por manoseos y pellizcos. La mano del grandullón
no tardó en palpar también el miembro de Chiquitín y en observar con gran
satisfacción que el jovencito estaba excitado con su castigo. El pequeño,
incapaz de soportar tanta humillación, comenzó a lloriquear.
“¿Por qué eres tan malo? Yo no te hecho nada y te metes
siempre conmigo”.
El grandullón se echó a reír de nuevo con desenfado ante la
ingenuidad de Chiquitín; le propinó tres o cuatro azotes más, lo puso en pie y,
para sorpresa mayúscula del pequeño, lo estrechó entre sus brazos y comenzó a besarlo.
“Mira que eres tonto. ¿No ves que me meto contigo porque
eres el más guapo del equipo y el que más me gusta? Tienes un culito precioso”.
Chiquitín comenzó a forcejear, lo cual excitó todavía más al
grandullón, que le introdujo la lengua hasta el esófago mientras le impedía
moverse con sus poderosos brazos y sus piernas, que rodeaban las del pequeño.
“Estate quieto, o te llevas otra zurra. No te hagas el
remilgado, porque yo también te gusto a ti. Tu amiguito de ahí abajo no puede
mentir aunque tú lo intentes”.
Y así se sucedieron los azotes, los pellizcos y los
agarrones, intercalados con besos, abrazos y caricias, no solo ese día sino
durante y después de todos los entrenamientos siguientes. Cuando nadie los
veía, el grandullón le guiñaba el ojo a Chiquitín, le robaba un beso o le daba
un azote en el culo, preludio de la tensa pero dulce lucha que ambos esperaban
con impaciencia al acabar la clase, y en la que siempre era el mismo el que
perdía, aunque en realidad no estaba nada claro que la derrota fuese tal.
Papi escuchaba el relato entre estupefacto e indignado, más
aún al preguntar por los detalles más íntimos y descubrir que los últimos
forcejeos entre los dos amiguitos habían acabado con Chiquitín de rodillas
haciendo los servicios con la boca que a Papi tanto le gustaban y que pensaba
que sólo él recibía. Aunque le complacía la nobleza de su nene, que podría con
relativa facilidad hacerse pasar por víctima de abusos por parte de otro chico
más grande y fuerte que él, le mortificaba lo tonto que había sido al creer que
el culito rojo que Chiquitín traía a casa después de cada tarde de deporte era
siempre obra del entrenador sin verificarlo, y que ciego había estado al
malinterpretar el sonrojo del hijo del entrenador aquella mañana cuando su papá
había hablado de los azotes a Chiquitín. Tenía buenos motivos para ponerse rojo
ese sinvergüenza.
Y naturalmente se reconcomía de celos al ver cómo su nene
defendía a su agresor, que al parecer estaba realmente enamorado de Chiquitín.
Pudiendo haberse limitado a abusar de él como del resto de los chicos menos
atléticos del equipo, había dejado de manosear y acosar a los otros y se
centraba exclusivamente en su nene. Sus intenciones eran serias y había llegado
a proponer a Chiquitín en varias ocasiones hablar con sus respectivos padres y pedir
la emancipación al Consejo de la ciudad, junto con el permiso para adoptarle y
convertirse en su nuevo papá, a pesar de su juventud. Chiquitín no quería
contar detalles que pudieran ser hirientes para Papi, pero la insistencia de
éste le llevó a revelar conversaciones íntimas con el chico grandullón, en el
que éste se consideraba con más aptitudes para ser papá.
“Así que tu papi permite que tu jefe, tu entrenador, tu tío
y a saber cuántos otros te vean el culito y te lo zurren; cuando yo sea tu papá
tu culito será solo mío y nadie más lo verá ni mucho menos lo tocará. Y nada de
ir a playas nudistas; sólo yo te veré desnudo, de hecho te tendré desnudito y a
mi merced en casa. Te daré una buena zurra todos los días para que tengas claro quién manda; y luego te comeré a
besos. Y ese culito tan rico que tienes no se va a llevar solamente azotes, va
a haber mucho más entre tú y yo”.
Dentro de su enfado, Papi se esforzó en sonreír ante la
ingenuidad de los jóvenes; aún en el caso de que los locos sueños del
grandullón se hicieran realidad y consiguiera convertirse en el nuevo papá de
Chiquitín, con el tiempo acabaría prestándose a intercambiar a su nene con
otros papás para a su vez tener acceso a algunos otros de los culos bonitos que
había en la ciudad. En fin, tampoco era conveniente quitarles la ilusión a los
jóvenes. Sí lo era, desde luego, poner todo este asunto en conocimiento del
entrenador y decidir entre los dos papás los castigos necesarios. Papi levantó
a Chiquitín de sus rodillas y con cara severa y un azote preventivo lo envió
cogido de la oreja hasta la esquina de la habitación, donde se quedaría durante
un buen rato. Y pobre de él como se moviera de allí o como bajara las manos de
la nuca.
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Arriesgándose a llevarse un buen azote, Chiquitín giró la
cabeza tímidamente; su campo visual, hasta entonces ceñido a la pared que tenía
a un palmo de la nariz, fue ampliándose y descubriéndole que se encontraba a
solas en el salón. Se atrevió a separar los brazos, que tenía ya entumecidos;
Papi lo tenía bien entrenado y había aprendido a aguantar ratos realmente
largos con las manos en la nuca, pero notaba que no podría resistir mucho
tiempo en esa postura y eso, si su papá seguía tan enfadado, lo cual era más
que posible, le valdría una nueva azotaina. Más pronto que tarde se llevaría
más azotes, por lo que había que aprovechar la ocasión para acariciarse e
intentar aliviar el escozor en el culo, todavía caliente, muy sensible y casi
seguro que marcado aún por la vara.
Un ruido le hizo girarse de cara a la pared y devolver las
manos a la nuca muy rápidamente, aunque no lo suficiente para un papá perspicaz
y acostumbrado a los trucos de los traviesillos. Chiquitín apenas tuvo tiempo de
percibir con estupor que había sido cazado; enseguida Papi le agarró las manos
inmovilizándolas a la espalda mientras le propinaba una retahíla de azotes.
“¿Quién … PLAS … te ha dado …. PLAS ….. permiso ….. para
moverte, ……, jovencito? “… PLAS …. PLAS …. PLAS …
Cuando la tonalidad del rojo de ambas nalgas logró la
intensidad y la uniformidad adecuadas, Papi soltó las manos del chico y lo
giró. Bien educado, Chiquitín bajó ligeramente la cabeza sin atreverse a mirar
a su papá directamente a los ojos, lo cual le hubiera valido algún azote más.
“Desde luego, no tienes remedio. Anda, vístete, que tenemos
visita”
Sobre el sofá aparecía la ropa que Papi había ido a
buscarle; nuestro amigo seguía desnudito, y así se habría quedado de no ser
porque al parecer estaban esperando a alguien. Chiquitín sabía que los niños
buenos no hacen preguntas, pero Papi decidió en aquella ocasión satisfacer su
curiosidad.
“Viene tu amiguito con su papá el entrenador”
Chiquitín intentó disimular pero una mueca de tristeza asomó
a sus labios. Le daba mucha vergüenza volver a ver a su amigo especial delante
de Papi después de las travesuras que habían hecho juntos. No se arrepentía de
delatarle, puesto que había hecho lo correcto y lo que era lo mejor para los
dos, pero le entristecía pensar que el chico sería castigado, y severamente
además.
“El entrenador y yo hemos hablado largo y tendido por
teléfono; como está claro que los dos habéis sido culpables y desobedientes
creemos que debéis ser castigados juntos. Ellos dos han tenido ya una charla y
ahora vienen hacia aquí; os habéis pensado que erais ya mayores y desde luego
que vamos a poneros en vuestro sitio. Vais a ver lo que les pasa a los niños
que hacen travesuras y abusan de la confianza de sus papás”
El chico estaba tan compungido que Papi tuvo que reprimir el
impulso de estrecharlo entre sus brazos. Ya habría tiempo para la
reconciliación, pero antes estos dos traviesillos debían recibir su merecido;
se limitó a señalar con el índice la ropa para que Chiquitín se vistiera.
Naturalmente no le había proporcionado ropa interior; mientras el muchacho se
subía el pantalón corto y ceñido, su papá se relamía pensando en los muchos
azotes que iban a tener lugar en ese mismo salón en unos minutos, y no en uno
sino en dos deliciosos culos.
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“Acaban de llamar a la puerta. No te muevas de ahí,
jovencito”
Menos mal, Chiquitín no habría podido aguantar ni un minuto
más con las manos en la nuca. Ahora un último esfuerzo para que cuando entrase
el entrenador se encontrase al chico obediente en su lugar de castigo de cara a
la pared, con su camisa blanca y sus pantalones muy cortos, que de hecho
dejaban a la vista las marcas de la vara sobre sus muslos.
Los pasos de los visitantes se aproximaban. Sin darse la
vuelta ni bajar las manos mientras no le dieran el permiso para ello, Chiquitín
se encontró rápidamente con compañía a su lado. El chico grandullón, traído
firmemente de la oreja por su papá, ocupó su puesto de cara a la pared.
“Tenemos que hablar largo y tendido con vosotros dos; parece
que no tenéis muy claro que tenéis que respetar y obedecer a vuestros papás.
Daos la vuelta; las manos que sigan en la nuca”
Los dos chicos se giraron sin atreverse a despegar las manos
de la nuca ni a mirar a los ojos de los mayores, lo cual habría sido
interpretado como un desafío. Se produjo un tenso silencio, interrumpido por el
entrenador, que se dirigió a su chico.
“Nene, no sólo me has faltado al respeto a mí con esas
locuras de creerte mayor, sino al papá de Chiquitín; en casa te has llevado ya
una buena tunda pero ahora te pongo en sus manos, está muy en su derecho de
castigarte”
“Ven aquí, jovencito”, ordenó Papi.
Grandullón se acercó, obediente y cabizbajo. Para Chiquitín,
acostumbrado a ver a un joven desenvuelto y un tanto vanidoso que se comportaba
como un adulto delante de los compañeros más jóvenes, fue chocante verlo
sumiso, la mirada baja y las manos en la nuca, y vestido con ropa de niño,
camisa gris, corbata y un pantaloncito casi tan corto como el suyo y más ceñido
si cabe, que dejaba también al aire unos muslos enrojecidos y evidentemente
bien castigados antes de venir.
Los dos chicos no pudieron dejar de percibir que los papás,
que permanecían de pie con expresión muy severa, habían colocado sobre la mesa
un amplio repertorio de instrumentos destinados a la educación de jóvenes
díscolos: un cepillo de grandes dimensiones, una regla de madera recia, un
cinturón de cuero y un sacudidor de alfombras se encontraban a disposición de
los mayores, que no se lo pensarían dos veces si consideraban conveniente
emplearlos con aquel par de traviesillos.
Sin apartar los ojos de Grandullón, Papi se sentó en el sofá
y, con calma, buscó y desabrochó el botón del pantaloncito del joven, le bajó
la cremallera y tiró de la prenda, que habría insistido en ceñirse a sus
gruesos muslos de no ser por la persistencia de las manos de Papi. Los
pantaloncitos pasaron de las rodillas a los tobillos del chico, dejando al
descubierto unas redondas, musculosas y coloradas nalgas ante los ojos de
Chiquitín y un miembro de considerables dimensiones ante los de Papi, que tuvo
que contenerse para no pestañear. Desde luego, el muchacho estaba dotado para
ser un buen papá en un futuro no tan lejano. Obediente, grandullón levantó un
pie y luego el otro para despojarse definitivamente de una prenda que
evidentemente no iba a necesitar durante el resto de la noche.
“Sobre mis rodillas”
Chiquitín contempló con admiración el combate que tuvo lugar
durante los minutos siguientes entre el corpulento y espléndido culo del
muchacho y la no menos fuerte y vigorosa mano derecha de Papi, que acabó
doblegando las nalgas ofrecidas sobre su regazo con la aplicación de un sonoro
castigo, aunque para ello tuvo que esforzarse al máximo y acabar con la palma casi
igual de colorada que los cuartos traseros del joven. Acostumbrado al culito
más suave y menos trabajado de Chiquitín, Papi se encontró ante un reto del
cual, tras un instante de duda inicial, tuvo claro que saldría airoso, sobre
todo al aplicar con maestría una serie de manotazos sobre el extremo superior
de los muslos del joven que lo llevaron a proferir casi un alarido. Grandullón,
aunque muy contra su voluntad, no pudo sino empezar a gemir ante el ardiente
escozor que sentía en su voluminosa retaguardia, mientras retorcía las piernas
abriéndolas más y exponiendo su agujerito más íntimo ante un Papi cada vez más
excitado.
El entrenador contemplaba el castigo con aprobación ante
aquel papá que demostraba sin complejos cómo un hombre de verdad debía tratar a
un nene consentido; Grandullón aprendería a comportarse ante el resto de los
adultos como el niño obediente que era con él en casa, y olvidarse de sus
fanfarronerías y de jugar a ser mayor.
Una vez demostrado que podía someter a aquel casi hombretón
sin más ayuda que la de su potente mano, Papi lo levantó de su regazo. Teniendo
claro que la sumisión absoluta era la única opción, Grandullón se apresuró a
colocar las manos en la nuca, sin por supuesto plantearse el tapar su miembro
ni su culo y sus muslos rojo intenso del resto de los asistentes. Papi le
indicó que acabara de desnudarse; un par de minutos más tarde, el hermoso y
atlético cuerpo del joven se tumbó dócilmente a lo largo del sofá, siguiendo
las indicaciones de quien estaba al mando en ese momento. Papi levantó los
tobillos doblando al sumiso muchacho como a un bebé al que le van a cambiar el
pañal y descubriendo un bellísimo cuadro: las nalgas rojas, calientes y completamente
abiertas del travieso, descubriendo y exponiendo con generosidad sus secretos
más íntimos.
Manteniendo las piernas de Grandullón bien arriba, abiertas
y separadas, con una mano, Papi tomó la regla de madera con la otra y comenzó a
propinar sobre el culo ofrecido e indefenso ante él una contundente paliza. Los
intensos reglazos enseguida se vieron acompañados de roncos gemidos por parte
de la víctima, que pagaba un doloroso precio por las travesuras cometidas con
Chiquitín. Por otra parte, la compasión que sentía este último se veía superada
por la admiración a su Papi; ver cómo dominaba sin titubeos a quien él había
llegado a considerar como un gigante le provocó una mezcla de amor, orgullo y
deseo de someterse todavía más ante quien estaba claro que era el auténtico
hombre en su vida. Grandullón era simpático y muy guapo, pero no pasaba de ser
un niño fanfarrón que jugaba a ser un papá.
El entrenador distrajo a Chiquitín de su fascinación por los
azotes a su amigo, tomándolo sin contemplaciones de la oreja.
“Yo también tengo unas cuantas cosas que hablar contigo,
nene. A ver si te piensas que puedes utilizar mis clases para hacer cochinadas
con tus compañeros. Desnúdate ahora mismo”
Enseguida los reglazos de Papi tuvieron que competir en
intensidad con los impactos del cepillo del entrenador sobre el culito de
Chiquitín. Y sería difícil saber cuál de los chicos desnuditos gritaba más
fuerte ni quién de ellos tenía una mayor sensación de estar sentándose sobre
brasas ardientes.
Una vez los dos culos hubieron logrado una tonalidad casi
escarlata, los muchachos fueron consolados brevemente sobre las rodillas del
papá del otro; no obstante, los mayores consideraban que la compensación por
las travesuras de sus chicos precisaba también de un buen servicio de
satisfacción oral que los relajara de tanta tensión. Chiquitín y Grandullón se
arrodillaron obedientemente en el suelo delante cada uno del hombre que acababa
de castigarle y, con la misma sumisión, bajaron la cremallera de su pantalón.
Mientras agarraba firmemente, apretándola contra sí, la cabeza del hijo del
entrenador, la dulzura y habilidad de la lengua del muchacho fueron toda una
sorpresa para Papi, mientras el entrenador no era precisamente menos dichoso
gozando del para nada inferior talento oral de Chiquitín, ya conocido por otros
de los amigos de su papá.
Esta muestra de buen comportamiento de los chicos fue
premiada con muchos mimos, aplicaciones de pomada que consiguieron reducir un
poco la temperatura de sus nalgas, y con un resto de la noche muy relajado, en
el que las travesuras de los jóvenes parecían olvidadas. No obstante, antes de
irse de vuelta los invitados, los dos papás acordaron que cada muchacho se
llevaría, durante un tiempo indefinido, una buena azotaina antes de irse a la
cama. La noticia, recibida con pesar por los dueños de los culitos todavía muy enrojecidos, fue compensada con el
anuncio de que durante esa temporada tendrían también derecho a ración doble.
Grandullón y Chiquitín, hartos de la penuria de sus comidas y cenas, sonrieron
encantados.
Al día siguiente, no obstante, Chiquitín descubrió el
auténtico significado de la doble ración cuando la cena fue tan raquítica como
siempre desde que había comenzado la dieta, y más tarde Papi apareció en su
habitación provisto de un grueso cinturón; la azotaina prometida esa noche y las
siguientes sería doble, la primera mitad con la mano y la segunda con un
instrumento elegido de la amplia colección de la que disponía Papi.
Mientras el travieso jovencito se
iba quedando dormido, boca abajo naturalmente, después de muchos sollozos, Papi
marcó el teléfono del entrenador mientras seguía acariciando el ardiente culito
y los muslitos rojo granate con la otra mano, y recibió satisfecho la
confirmación de que otro traviesillo acababa de recibir el mismo tratamiento y
también tendría doble ración durante muchos días.