martes, 7 de agosto de 2012

Continuación de un antiguo relato de Chiquitín

Estas vacaciones por fin me he animado a escribir. No me gusta dejar cabos sueltos, así que he continuado un relato de Chiquitín que había comenzado hace la friolera de tres años (!). Para que podáis refrescar la memoria la primera parte está disponible en este enlace. La historia consistía en que el papi de Chiquitín lo ponía a dieta y lo matriculaba con un entrenador deportivo muy estricto. Aquí tenéis la continuación. Falta el desenlace, ¡espero no tardar otros tres años en publicarlo!

Las aventuras de Chiquitín: Ración doble (segunda parte)


Papi vagabundeaba por el salón de casa con su habitual apariencia tranquila aunque autoritaria, que escondía en esta ocasión una cierta languidez entre la pereza y la sensualidad. Mientras se paseaba con las manos a la espalda de un lado al otro de la habitación, pensaba en cómo le apetecía dar una buena azotaina a un jovencito díscolo; ver aparecer el color en sus nalgas, sentirlas temblar ante el próximo azote, oír las peticiones de clemencia del chico, sus gemidos incrementándose junto con la severidad del castigo … Una sonrisa se iba dibujando en su rostro a medida que se adentraba en sus ensoñaciones. Pensaba naturalmente en Chiquitín, que estaría arriba en su habitación ajeno a las peligrosas turbulencias que se sucedían en la mente de su papá. Tal vez leyendo algún tebeo tirado en cama; se lo imaginó tumbado boca abajo, sobresaliendo en su perfil el culito ceñido por el pantalón corto. Pensó también en la corbata desabrochada, la camisa arremangada, los muslos desnudos, los calcetines altos bajados con pereza hasta la mitad de la pantorrilla … un traviesillo tal vez necesitado de un poco de mano dura.

De forma semiinconsciente, Papi abrió el armarito de instrumentos de castigo, su rincón favorito del mueble del salón. La zapatilla de suela dura, la serie de cinturones y correas o las tiras de cuero del martinete le evocaron la imagen del mismo muchachito tumbado en la cama boca abajo, pero ya con los pantalones y los calzoncillos bajados casi hasta la rodilla y el culito blanco al aire, redondito y apetecible, cogiendo color ante el impacto del primer azote, al que no tardarían en seguir un segundo y un tercero.

Mientras acariciaba la recia madera de uno de los cepillos de castigo recordaba que su ansia por azotar no venía de la ausencia de disciplina de los últimos días, sino de lo contrario. El plan de la dieta de Chiquitín estaba dando un resultado que superaba las previsiones más optimistas; la disciplina de la relación papá – hijo, un poco deteriorada por la rutina de los casi tres años transcurridos desde la adopción del joven, había reverdecido sus laureles volviendo a sus mejores momentos, poniendo a Papi en un estado de casi permanente excitación. Chiquitín volvía a ser travieso y pícaro casi como un niño recién adoptado, elaborando estratagemas para saltarse la dieta y generando conatos de rebelión que había que sofocar rápidamente; apenas le daba tiempo a recuperarse de una azotaina cuando su culito volvía a convertirse en acreedor de más atención por parte de su papá. Todos y cada uno de los útiles para reforzar la autoridad paterna que Papi estaba contemplando en su rincón del mueble del salón habían probado y enrojecido las apetitosas nalgas del chico durante los últimos días. Todavía más desde que el muchacho había sido matriculado con su nuevo entrenador para que la alimentación sana fuera acompañada de la práctica de deporte. A la vuelta de cada sesión Chiquitín debía desnudarse de cintura para abajo y colocarse sobre las rodillas de Papi para una inspección; la tarde anterior, como ocurría casi todos los días de entrenamiento, había llegado a casa todavía rojito, con muestras evidentes de haber sido calentado por el entrenador. Y eso significaba también una segunda azotaina en casa, que podía recrudecerse si al traviesillo se le ocurría insinuar que el castigo durante la práctica deportiva no había sido merecido. Papi recorrió el cuero del cinturón que había reavivado el rojo en el culete del joven antes de irse a la cama. Y pensó también en la todavía más excitante reconciliación entre el nene y su papá que había tenido lugar después de la zurra.

Nuestro hombre se obligó a soltar el cinturón que le encantaría volver a utilizar de nuevo, y a devolver su mente al origen de sus meditaciones. Aquella mañana se había encontrado casualmente por la calle al entrenador de Chiqui, que iba de la mano con su hijo; le había llamado la atención que el chico fuera casi un hombretón fornido e igual de alto que su papá. Mucho más joven, desde luego, pero con edad para emanciparse. Probablemente el entrenador habría pedido al consejo de la ciudad permiso para prorrogar la minoría de edad del muchacho y por lo tanto el período de adopción. El consejo solía concederlo de oficio, puesto que un chico emancipado, todavía sin la edad y la experiencia suficiente para adoptar a su vez a un jovencito y convertirse en papá, planteaba un problema. Papi se sorprendió pensando que le resultaría morboso el reto de dominar y castigar a un chico ya próximo a la treintena o tal vez un poco más allá, casi un hombre, al que no sería tan fácil poner sobre sus rodillas como a Chiquitín. Aquel no tan chico grande y musculoso, infantilizado con su camisa blanca, corbata, pantalón corto y calcetines altos, le despertó, seguramente debido a la voluptuosidad en la que las frecuentes azotainas a Chiquitín le tenían envuelto de forma casi permanente, muchas fantasías. Cuando su papá se lo presentó, lo felicitó por ser tan guapo, le acarició el pelo y le propinó, con la misma mano firme pero cariñosa, una suave palmada en el culo, igual que habría hecho con un niño recién adoptado; el joven, tras una brevísima vacilación que hizo patente que se consideraba mayor para tales atenciones, agachó no obstante la cabeza sumiso y se esforzó por sonreír al conocido de su papá.

El atractivo del joven le había distraído de la conversación del entrenador, más maduro que Papi pero con un cuerpo más cuidado y vigoroso debido a su oficio. No obstante, algo le hizo prestar mucha atención a una charla que se suponía insustancial y de compromiso; el deportista estaba felicitándole por los grandes progresos de Chiquitín, que al principio se mostraba poco motivado y reacio a la práctica del deporte, lo cual le había valido muchos azotes, pero que en los últimos tiempos estaba mostrando un comportamiento ejemplar.

“Ya no me acuerdo de la última vez que le tuve que calentar el culito; lo cual no deja de ser una pena por otra parte, porque es uno de los chicos más guapos del equipo”. El entrenador le guiñó un ojo con picardía. “Es usted un hombre afortunado”.

Un tanto aturdido al recordar las señales de una azotaina reciente en las nalgas de Chiquitín al volver del entrenamiento la tarde anterior, Papi prefirió no entrar en discusiones e hizo caso omiso de la primera parte del comentario, limitándose a devolver el cumplido alabando a su vez la belleza y la obediencia del hijo del entrenador. Le sorprendió favorablemente ver el leve pero perceptible rubor que cubría las mejillas del joven, que permanecía dócil con la cabeza baja; le gustaba que un chico siguiera siendo tímido y sintiendo vergüenza ante los cumplidos de un hombre más mayor. Pero el entrenador era un tipo, o bien muy extraño que olvidaba las azotainas que había dado el día anterior, o bien muy despistado que confundía a sus alumnos.

Los recuerdos se vieron interrumpidos ante un detalle que a la perspicaz mirada de Papi no pasó desapercibido; Chiquitín no había vaciado la papelera de la habitación. La mirada se le iluminó pensando que tal vez eso pudiera ser motivo de alguna forma de corrección, como mínimo un tirón de orejas y un par de azotes, pero luego recordó que había eximido a su nene de la obligación de recoger el salón a cambio de que se encargara de la limpieza de las ventanas. Así que un tanto contrariado se inclinó a recoger los papeles; al hacerlo le llamó la atención el brillo de un trozo de papel de aluminio. Revolviendo un poco entre las facturas y la publicidad acumuladas en la papelera, extrajo un gurruño que expandido resultó ser el envoltorio de una chocolatina.

Ahora sí que Papi lucía una sonrisa de oreja a oreja. Así que Chiquitín había estado comprando y comiendo chocolatinas a escondidas saltándose la dieta. Bien, bien, sin duda habría que hablar muy seriamente con él y llevarse como “auxiliar de conversación” una zapatilla con una suela dura y rugosa.

Mientras subía las escaleras hacia la habitación del traviesillo zapatilla en ristre, una idea todavía mejor cruzó su mente. Sería mucho más provechoso para la disciplina del jovenzuelo que él mismo confesase su falta en lugar de comunicarle directamente que había sido descubierto. La idea la había sacado de su revista mensual favorita, Cariño y disciplina, en la que se daban muchos consejos a papás defensores de la educación tradicional, y la había puesto a prueba con gran éxito ya en alguna otra ocasión. Chiquitín iba a ser sometido a un interrogatorio; en ese caso sería mejor seguir todo el ritual de las ocasiones anteriores. Papi giró sobre sus pasos y descendió de nuevo hacia el salón para reemplazar en el armario de los instrumentos educativos la zapatilla por la vara de abedul que en su momento había seleccionado como herramienta para sacarle toda la verdad a su jovencito preferido.

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La súbita aparición de Papi en su cuarto no habría sobresaltado a Chiquitín en principio puesto que el muchacho ni siquiera concebía la idea de que su papá tuviera que llamar a la puerta para respetar su intimidad, ni mucho menos de que tuviera derecho a tal intimidad, pero la seriedad en el semblante de su progenitor, y sobre todo la vara de los interrogatorios que lucía amenazadora en su mano, le pusieron la boca seca de manera instantánea. Intentó valorar diferentes opciones pero la sorpresa y el temor bloqueaban cualquier intento de estrategia; aunque no había tenido ni siquiera tiempo de pensar en la travesura que habría cometido, el lado más irracional de su cerebro le hacía imaginarse ya con los pantalones y los calzoncillos bajados hasta las rodillas y sintiendo la mordedura de la madera del abedul sobre su indefenso y desnudo culito y sus muslos.

El chico no estaba tumbado en la cama sino en cuclillas en el suelo con un juego electrónico. Pero su aspecto indolente y desarreglado, con uno de los calcetines bajado casi hasta el tobillo mientras el otro se mantenía en lo alto de la pantorrilla, la corbata desabrochada y el pantaloncito corto y muy ceñido que dejaba los muslos al aire se parecían mucho a la escena que Papi había imaginado minutos antes.

Tras su bloqueo inicial, la contemplación de la vara hizo a Chiquitín levantarse de forma semiautomática, subirse el calcetín díscolo a la misma altura del otro, juntar las manos a la espalda e inclinar la cabeza dando la perfecta imagen del niño bueno.

“Hola, Papi”. La voz no podía evitar sonar temblorosa.

“Buenas tardes, Chiqui. Quítate toda la ropa, por favor. Te quiero completamente desnudo”. Papi hablaba con voz muy tranquila pero chasqueando la vara al mismo tiempo.

“Mmmm …” Chiquitín comenzó a musitar una respuesta, pero se interrumpió a tiempo de evitar llevarse un varillazo en el muslo. No quedaba otra que mostrarse muy dócil; comenzó a quitarse la corbata y a desabotonarse la camisa. Desnudo de cintura para arriba, se quitó los zapatos sin atreverse a mirar a Papi ni dar la menor muestra de desobediencia. Tampoco mostró ninguna vacilación a la hora de bajarse el pantalón y el calzoncillo, las instrucciones de Papi habían sido muy claras. Se mostró por fin desnudito, con la cabeza baja y las manos enlazadas en la nuca, sumiso como debía ser un niño ante los adultos y muy especialmente ante su papá, mientras este último se aproximaba hacia él jugueteando con la vara.

“Inclínate, Chiqui, hasta tocarte las plantas de los pies”.

Tal vez Papi estaba comprobando simplemente su sumisión y de seguirle la corriente podría escapar a los azotes, o al menos esa era la hipótesis más optimista para nuestro amiguito. Ahora la dieta y el deporte, que lo tenían en mejor forma física, le permitían cumplir mejor la orden de inclinarse sin doblar demasiado las rodillas y permitir a Papi disfrutar de su espectáculo favorito: sus nalgas desnudas inclinadas, ofrecidas y abiertas ante él, mostrando los secretos más íntimos y más deliciosos de un jovencito. Dejando momentáneamente la vara descansar sobre la mesa de estudio, el papá agarró con firmeza no exenta de suavidad los genitales de su nene con una mano mientras comenzaba a acariciarle el culito con la otra. Comprobando con placer que el vello no había comenzado aún a brotar de nuevo reduciendo la belleza del paisaje, la mano de Papi fue palpando con firmeza y sin prisa toda la superficie de las nalgas mientras uno de sus dedos iba tanteando la abertura del orificio más privado del joven.

“¿Has sido un niño bueno, Chiqui? ¿O has sido travieso?”

El dedo juguetón se introdujo dentro de Chiquitín casi de golpe mientras la otra mano soltaba un poco la presión sobre los testículos para centrarse más en el pene del joven, que sufrió una erección tan fulminante como humillante para él. Notó como la sangre se agolpaba no solo en su miembro sexual sino también en su cara.

“Papi, yo creo que sí …”

La mano de Papi descargó un manotazo sobre el trasero generosamente ofrecido.

“¿Crees o sabes?”

Nuevo azote seguido de gemido lastimero.

“¿Que sí has sido bueno o que sí has sido malo?”

“Sí he sido bueno, Papi”.

Una mano volvía a palpar y a someter las nalgas mientras la otra seguía presionando los genitales y trabajando el pene erecto.

“Vaya, vaya. Crees que sí has sido bueno. Ajá”

De repente no uno sino dos dedos penetraron a Chiquitín, que no pudo evitar un gemido ni una erección cada vez más violenta.

“Pero ¿cómo puedo saber que dices la verdad? Los niños a veces mienten. A lo mejor me estás ocultando alguna travesura”.

Manteniendo los dos dedos firmes dentro de Chiquitín, Papi tomó la vara con la otra mano y la blandió delante de los ojos del chico.

“Va a ser mejor que me pongas al día de tus travesuras, nene. De lo contrario tendré que usar ciertos métodos para que confieses. Y ya sabes que son bastante dolorosos”.

Sumido en un mar de dudas, al traviesillo le costaba encontrar la mejor opción. Tal vez todo fuera un farol y Papi no supiera nada; no era posible que se hubiera enterado de aquello … y en cualquier caso le daba demasiada vergüenza confesarlo. Empezaba a experimentar malestar por mantenerse tanto tiempo inclinado, además de los dedos que le penetraban.

Una mano firme lo cogió de la oreja y lo levantó de nuevo con firmeza, lo cual generó nuevos gemidos y protestas.

“Vamos a la sala de castigos, a ver si allí te convences”.

Papi arrastró a Chiquitín desnudito de la oreja, blandiendo siempre la vara en su mano libre, hasta un cuarto que había sido habilitado especialmente para la disciplina del joven y que no le traía recuerdos demasiado agradables. Varas y látigos colgaban de la pared, mientras que el centro de la estancia lo ocupaba un caballete de castigo. Sin mediar palabra, Papi obligó al muchacho a inclinarse sobre el instrumento de sujeción, dotado de bridas para impedir el movimiento libre de manos y piernas del traviesillo necesitado de un correctivo.

Una vez bien colocado y cerradas las cuatro bridas, dos para las muñecas y dos para los tobillos, Papi disfrutó de la atractiva escena que se le ofrecía: un niño travieso totalmente desnudo inclinado con el culito en pompa, las manos y pies totalmente sujetos y las piernas bien separadas tensando más las nalgas y exponiendo ante la vista de cualquier espectador el apetitoso ano y los genitales de la víctima.

Muy excitado ante la pequeña sesión de dominación que había tenido lugar y la perspectiva de la azotaina que pensaba propinar, Papi tuvo que hacer un esfuerzo para reprimir el impulso de violar a Chiquitín allí mismo.  El muchacho sería penetrado, desde luego, pero antes la autoridad paterna debía ser reforzada; el traviesillo tendría que reconocer su error y aceptar el castigo que se había ganado.

“Chiquitín, esta es tu última oportunidad. Si confiesas tus travesuras podemos pasar directamente a castigarte sin un interrogatorio previo que será lento y doloroso. No tienes nada que ganar con la mentira y bastante que perder” Otro chasqueo de la vara en el aire reforzó las palabras de Papi.

¿Iba a ser el castigo más duro que el interrogatorio? En cualquier caso el jovencito no se veía con ánimos de revelar su secreto; intento aceptar la idea del interrogatorio que iba a sufrir, pero no pudo evitar un espasmo que sacudió los brazos y piernas bien sujetos al caballete, provocando también un gracioso bote de las nalgas ofrecidas.

De forma que las explicaciones previas no eran suficientes esta vez para lograr la confesión; había que pasar a la acción y a Papi no le temblaría el pulso para que el traviesillo recibiera lo que evidentemente merecía y necesitaba.
Tras cortar el aire, la vara impactó con fuerza sobre el indefenso culito del muchacho, levantando un agudo grito. Enseguida un segundo azote  dio origen a una nueva marca horizontal que surcaba las nalgas del pequeño.

“¿Seguro que has sido bueno, Chiquitín?”

“Aaaauuu, no he hecho nada, Papi”

“Está bien, no me dejas otra opción” La vara volvió a cortar el aire hasta encontrar su redondo y carnoso objetivo, en el que no tardó en aparecer una tercera señal.


******************************************************************* (Continuará) 

2 comentarios:

Anónimo dijo...

que alegria me da ver que retomaste con el viejo chiquitin!!! tenes un don para escribir, segui asi!!

jojaromo dijo...

Gracias, muchas gracias, necesito saber mas sobre chiquitin