Estas vacaciones por fin me he animado a escribir. No me gusta dejar cabos sueltos, así que he continuado un relato de Chiquitín que había comenzado hace la friolera de tres años (!). Para que podáis refrescar la memoria la primera parte está disponible en
este enlace. La historia consistía en que el papi de Chiquitín lo ponía a dieta y lo matriculaba con un entrenador deportivo muy estricto. Aquí tenéis la continuación. Falta el desenlace, ¡espero no tardar otros tres años en publicarlo!
Las aventuras de Chiquitín: Ración doble (segunda parte)
Papi vagabundeaba por el salón de
casa con su habitual apariencia tranquila aunque autoritaria, que escondía en
esta ocasión una cierta languidez entre la pereza y la sensualidad. Mientras se
paseaba con las manos a la espalda de un lado al otro de la habitación, pensaba
en cómo le apetecía dar una buena azotaina a un jovencito díscolo; ver aparecer
el color en sus nalgas, sentirlas temblar ante el próximo azote, oír las
peticiones de clemencia del chico, sus gemidos incrementándose junto con la
severidad del castigo … Una sonrisa se iba dibujando en su rostro a medida que
se adentraba en sus ensoñaciones. Pensaba naturalmente en Chiquitín, que
estaría arriba en su habitación ajeno a las peligrosas turbulencias que se
sucedían en la mente de su papá. Tal vez leyendo algún tebeo tirado en cama; se
lo imaginó tumbado boca abajo, sobresaliendo en su perfil el culito ceñido por
el pantalón corto. Pensó también en la corbata desabrochada, la camisa
arremangada, los muslos desnudos, los calcetines altos bajados con pereza hasta
la mitad de la pantorrilla … un traviesillo tal vez necesitado de un poco de
mano dura.
De forma semiinconsciente, Papi
abrió el armarito de instrumentos de castigo, su rincón favorito del mueble del
salón. La zapatilla de suela dura, la serie de cinturones y correas o las tiras
de cuero del martinete le evocaron la imagen del mismo muchachito tumbado en la
cama boca abajo, pero ya con los pantalones y los calzoncillos bajados casi
hasta la rodilla y el culito blanco al aire, redondito y apetecible, cogiendo
color ante el impacto del primer azote, al que no tardarían en seguir un
segundo y un tercero.
Mientras acariciaba la recia
madera de uno de los cepillos de castigo recordaba que su ansia por azotar no
venía de la ausencia de disciplina de los últimos días, sino de lo contrario.
El plan de la dieta de Chiquitín estaba dando un resultado que superaba las
previsiones más optimistas; la disciplina de la relación papá – hijo, un poco
deteriorada por la rutina de los casi tres años transcurridos desde la adopción
del joven, había reverdecido sus laureles volviendo a sus mejores momentos,
poniendo a Papi en un estado de casi permanente excitación. Chiquitín volvía a
ser travieso y pícaro casi como un niño recién adoptado, elaborando estratagemas
para saltarse la dieta y generando conatos de rebelión que había que sofocar
rápidamente; apenas le daba tiempo a recuperarse de una azotaina cuando su
culito volvía a convertirse en acreedor de más atención por parte de su papá. Todos
y cada uno de los útiles para reforzar la autoridad paterna que Papi estaba contemplando
en su rincón del mueble del salón habían probado y enrojecido las apetitosas
nalgas del chico durante los últimos días. Todavía más desde que el muchacho
había sido matriculado con su nuevo entrenador para que la alimentación sana
fuera acompañada de la práctica de deporte. A la vuelta de cada sesión
Chiquitín debía desnudarse de cintura para abajo y colocarse sobre las rodillas
de Papi para una inspección; la tarde anterior, como ocurría casi todos los
días de entrenamiento, había llegado a casa todavía rojito, con muestras
evidentes de haber sido calentado por el entrenador. Y eso significaba también
una segunda azotaina en casa, que podía recrudecerse si al traviesillo se le
ocurría insinuar que el castigo durante la práctica deportiva no había sido
merecido. Papi recorrió el cuero del cinturón que había reavivado el rojo en el
culete del joven antes de irse a la cama. Y pensó también en la todavía más
excitante reconciliación entre el nene y su papá que había tenido lugar después
de la zurra.
Nuestro hombre se obligó a soltar
el cinturón que le encantaría volver a utilizar de nuevo, y a devolver su mente
al origen de sus meditaciones. Aquella mañana se había encontrado casualmente
por la calle al entrenador de Chiqui, que iba de la mano con su hijo; le había
llamado la atención que el chico fuera casi un hombretón fornido e igual de
alto que su papá. Mucho más joven, desde luego, pero con edad para emanciparse.
Probablemente el entrenador habría pedido al consejo de la ciudad permiso para
prorrogar la minoría de edad del muchacho y por lo tanto el período de
adopción. El consejo solía concederlo de oficio, puesto que un chico emancipado,
todavía sin la edad y la experiencia suficiente para adoptar a su vez a un
jovencito y convertirse en papá, planteaba un problema. Papi se sorprendió
pensando que le resultaría morboso el reto de dominar y castigar a un chico ya
próximo a la treintena o tal vez un poco más allá, casi un hombre, al que no sería
tan fácil poner sobre sus rodillas como a Chiquitín. Aquel no tan chico grande
y musculoso, infantilizado con su camisa blanca, corbata, pantalón corto y
calcetines altos, le despertó, seguramente debido a la voluptuosidad en la que
las frecuentes azotainas a Chiquitín le tenían envuelto de forma casi
permanente, muchas fantasías. Cuando su papá se lo presentó, lo felicitó por
ser tan guapo, le acarició el pelo y le propinó, con la misma mano firme pero
cariñosa, una suave palmada en el culo, igual que habría hecho con un niño
recién adoptado; el joven, tras una brevísima vacilación que hizo patente que
se consideraba mayor para tales atenciones, agachó no obstante la cabeza sumiso
y se esforzó por sonreír al conocido de su papá.
El atractivo del joven le había
distraído de la conversación del entrenador, más maduro que Papi pero con un
cuerpo más cuidado y vigoroso debido a su oficio. No obstante, algo le hizo
prestar mucha atención a una charla que se suponía insustancial y de
compromiso; el deportista estaba felicitándole por los grandes progresos de
Chiquitín, que al principio se mostraba poco motivado y reacio a la práctica
del deporte, lo cual le había valido muchos azotes, pero que en los últimos
tiempos estaba mostrando un comportamiento ejemplar.
“Ya no me acuerdo de la última
vez que le tuve que calentar el culito; lo cual no deja de ser una pena por
otra parte, porque es uno de los chicos más guapos del equipo”. El entrenador
le guiñó un ojo con picardía. “Es usted un hombre afortunado”.
Un tanto aturdido al recordar las
señales de una azotaina reciente en las nalgas de Chiquitín al volver del
entrenamiento la tarde anterior, Papi prefirió no entrar en discusiones e hizo
caso omiso de la primera parte del comentario, limitándose a devolver el
cumplido alabando a su vez la belleza y la obediencia del hijo del entrenador.
Le sorprendió favorablemente ver el leve pero perceptible rubor que cubría las
mejillas del joven, que permanecía dócil con la cabeza baja; le gustaba que un
chico siguiera siendo tímido y sintiendo vergüenza ante los cumplidos de un
hombre más mayor. Pero el entrenador era un tipo, o bien muy extraño que
olvidaba las azotainas que había dado el día anterior, o bien muy despistado
que confundía a sus alumnos.
Los recuerdos se vieron
interrumpidos ante un detalle que a la perspicaz mirada de Papi no pasó
desapercibido; Chiquitín no había vaciado la papelera de la habitación. La
mirada se le iluminó pensando que tal vez eso pudiera ser motivo de alguna
forma de corrección, como mínimo un tirón de orejas y un par de azotes, pero
luego recordó que había eximido a su nene de la obligación de recoger el salón
a cambio de que se encargara de la limpieza de las ventanas. Así que un tanto
contrariado se inclinó a recoger los papeles; al hacerlo le llamó la atención
el brillo de un trozo de papel de aluminio. Revolviendo un poco entre las
facturas y la publicidad acumuladas en la papelera, extrajo un gurruño que
expandido resultó ser el envoltorio de una chocolatina.
Ahora sí que Papi lucía una
sonrisa de oreja a oreja. Así que Chiquitín había estado comprando y comiendo
chocolatinas a escondidas saltándose la dieta. Bien, bien, sin duda habría que
hablar muy seriamente con él y llevarse como “auxiliar de conversación” una
zapatilla con una suela dura y rugosa.
Mientras subía las escaleras
hacia la habitación del traviesillo zapatilla en ristre, una idea todavía mejor
cruzó su mente. Sería mucho más provechoso para la disciplina del jovenzuelo
que él mismo confesase su falta en lugar de comunicarle directamente que había
sido descubierto. La idea la había sacado de su revista mensual favorita,
Cariño y disciplina, en la que se daban muchos consejos a papás defensores de
la educación tradicional, y la había puesto a prueba con gran éxito ya en
alguna otra ocasión. Chiquitín iba a ser sometido a un interrogatorio; en ese
caso sería mejor seguir todo el ritual de las ocasiones anteriores. Papi giró
sobre sus pasos y descendió de nuevo hacia el salón para reemplazar en el
armario de los instrumentos educativos la zapatilla por la vara de abedul que
en su momento había seleccionado como herramienta para sacarle toda la verdad a
su jovencito preferido.
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La súbita aparición de Papi en su
cuarto no habría sobresaltado a Chiquitín en principio puesto que el muchacho
ni siquiera concebía la idea de que su papá tuviera que llamar a la puerta para
respetar su intimidad, ni mucho menos de que tuviera derecho a tal intimidad,
pero la seriedad en el semblante de su progenitor, y sobre todo la vara de los
interrogatorios que lucía amenazadora en su mano, le pusieron la boca seca de
manera instantánea. Intentó valorar diferentes opciones pero la sorpresa y el
temor bloqueaban cualquier intento de estrategia; aunque no había tenido ni
siquiera tiempo de pensar en la travesura que habría cometido, el lado más
irracional de su cerebro le hacía imaginarse ya con los pantalones y los
calzoncillos bajados hasta las rodillas y sintiendo la mordedura de la madera
del abedul sobre su indefenso y desnudo culito y sus muslos.
El chico no estaba tumbado en la
cama sino en cuclillas en el suelo con un juego electrónico. Pero su aspecto
indolente y desarreglado, con uno de los calcetines bajado casi hasta el
tobillo mientras el otro se mantenía en lo alto de la pantorrilla, la corbata
desabrochada y el pantaloncito corto y muy ceñido que dejaba los muslos al aire
se parecían mucho a la escena que Papi había imaginado minutos antes.
Tras su bloqueo inicial, la
contemplación de la vara hizo a Chiquitín levantarse de forma semiautomática,
subirse el calcetín díscolo a la misma altura del otro, juntar las manos a la
espalda e inclinar la cabeza dando la perfecta imagen del niño bueno.
“Hola, Papi”. La voz no podía
evitar sonar temblorosa.
“Buenas tardes, Chiqui. Quítate
toda la ropa, por favor. Te quiero completamente desnudo”. Papi hablaba con voz
muy tranquila pero chasqueando la vara al mismo tiempo.
“Mmmm …” Chiquitín comenzó a
musitar una respuesta, pero se interrumpió a tiempo de evitar llevarse un
varillazo en el muslo. No quedaba otra que mostrarse muy dócil; comenzó a
quitarse la corbata y a desabotonarse la camisa. Desnudo de cintura para
arriba, se quitó los zapatos sin atreverse a mirar a Papi ni dar la menor
muestra de desobediencia. Tampoco mostró ninguna vacilación a la hora de
bajarse el pantalón y el calzoncillo, las instrucciones de Papi habían sido muy
claras. Se mostró por fin desnudito, con la cabeza baja y las manos enlazadas
en la nuca, sumiso como debía ser un niño ante los adultos y muy especialmente
ante su papá, mientras este último se aproximaba hacia él jugueteando con la
vara.
“Inclínate, Chiqui, hasta tocarte
las plantas de los pies”.
Tal vez Papi estaba comprobando
simplemente su sumisión y de seguirle la corriente podría escapar a los azotes,
o al menos esa era la hipótesis más optimista para nuestro amiguito. Ahora la
dieta y el deporte, que lo tenían en mejor forma física, le permitían cumplir
mejor la orden de inclinarse sin doblar demasiado las rodillas y permitir a
Papi disfrutar de su espectáculo favorito: sus nalgas desnudas inclinadas,
ofrecidas y abiertas ante él, mostrando los secretos más íntimos y más
deliciosos de un jovencito. Dejando momentáneamente la vara descansar sobre la
mesa de estudio, el papá agarró con firmeza no exenta de suavidad los genitales
de su nene con una mano mientras comenzaba a acariciarle el culito con la otra.
Comprobando con placer que el vello no había comenzado aún a brotar de nuevo
reduciendo la belleza del paisaje, la mano de Papi fue palpando con firmeza y
sin prisa toda la superficie de las nalgas mientras uno de sus dedos iba
tanteando la abertura del orificio más privado del joven.
“¿Has sido un niño bueno, Chiqui?
¿O has sido travieso?”
El dedo juguetón se introdujo
dentro de Chiquitín casi de golpe mientras la otra mano soltaba un poco la
presión sobre los testículos para centrarse más en el pene del joven, que
sufrió una erección tan fulminante como humillante para él. Notó como la sangre
se agolpaba no solo en su miembro sexual sino también en su cara.
“Papi, yo creo que sí …”
La mano de Papi descargó un
manotazo sobre el trasero generosamente ofrecido.
“¿Crees o sabes?”
Nuevo azote seguido de gemido
lastimero.
“¿Que sí has sido bueno o que sí
has sido malo?”
“Sí he sido bueno, Papi”.
Una mano volvía a palpar y a
someter las nalgas mientras la otra seguía presionando los genitales y
trabajando el pene erecto.
“Vaya, vaya. Crees que sí has
sido bueno. Ajá”
De repente no uno sino dos dedos
penetraron a Chiquitín, que no pudo evitar un gemido ni una erección cada vez
más violenta.
“Pero ¿cómo puedo saber que dices
la verdad? Los niños a veces mienten. A lo mejor me estás ocultando alguna
travesura”.
Manteniendo los dos dedos firmes
dentro de Chiquitín, Papi tomó la vara con la otra mano y la blandió delante de
los ojos del chico.
“Va a ser mejor que me pongas al
día de tus travesuras, nene. De lo contrario tendré que usar ciertos métodos
para que confieses. Y ya sabes que son bastante dolorosos”.
Sumido en un mar de dudas, al
traviesillo le costaba encontrar la mejor opción. Tal vez todo fuera un farol y
Papi no supiera nada; no era posible que se hubiera enterado de aquello … y en cualquier caso le daba
demasiada vergüenza confesarlo. Empezaba a experimentar malestar por mantenerse
tanto tiempo inclinado, además de los dedos que le penetraban.
Una mano firme lo cogió de la
oreja y lo levantó de nuevo con firmeza, lo cual generó nuevos gemidos y
protestas.
“Vamos a la sala de castigos, a ver
si allí te convences”.
Papi arrastró a Chiquitín desnudito
de la oreja, blandiendo siempre la vara en su mano libre, hasta un cuarto que
había sido habilitado especialmente para la disciplina del joven y que no le
traía recuerdos demasiado agradables. Varas y látigos colgaban de la pared,
mientras que el centro de la estancia lo ocupaba un caballete de castigo. Sin
mediar palabra, Papi obligó al muchacho a inclinarse sobre el instrumento de
sujeción, dotado de bridas para impedir el movimiento libre de manos y piernas
del traviesillo necesitado de un correctivo.
Una vez bien colocado y cerradas
las cuatro bridas, dos para las muñecas y dos para los tobillos, Papi disfrutó
de la atractiva escena que se le ofrecía: un niño travieso totalmente desnudo
inclinado con el culito en pompa, las manos y pies totalmente sujetos y las
piernas bien separadas tensando más las nalgas y exponiendo ante la vista de
cualquier espectador el apetitoso ano y los genitales de la víctima.
Muy excitado ante la pequeña
sesión de dominación que había tenido lugar y la perspectiva de la azotaina que
pensaba propinar, Papi tuvo que hacer un esfuerzo para reprimir el impulso de
violar a Chiquitín allí mismo. El
muchacho sería penetrado, desde luego, pero antes la autoridad paterna debía
ser reforzada; el traviesillo tendría que reconocer su error y aceptar el
castigo que se había ganado.
“Chiquitín, esta es tu última
oportunidad. Si confiesas tus travesuras podemos pasar directamente a
castigarte sin un interrogatorio previo que será lento y doloroso. No tienes
nada que ganar con la mentira y bastante que perder” Otro chasqueo de la vara
en el aire reforzó las palabras de Papi.
¿Iba a ser el castigo más duro
que el interrogatorio? En cualquier caso el jovencito no se veía con ánimos de
revelar su secreto; intento aceptar la idea del interrogatorio que iba a
sufrir, pero no pudo evitar un espasmo que sacudió los brazos y piernas bien
sujetos al caballete, provocando también un gracioso bote de las nalgas
ofrecidas.
De forma que las explicaciones
previas no eran suficientes esta vez para lograr la confesión; había que pasar
a la acción y a Papi no le temblaría el pulso para que el traviesillo recibiera
lo que evidentemente merecía y necesitaba.
Tras cortar el aire, la vara
impactó con fuerza sobre el indefenso culito del muchacho, levantando un agudo
grito. Enseguida un segundo azote dio
origen a una nueva marca horizontal que surcaba las nalgas del pequeño.
“¿Seguro que has sido bueno,
Chiquitín?”
“Aaaauuu, no he hecho nada, Papi”
“Está bien, no me dejas otra
opción” La vara volvió a cortar el aire hasta encontrar su redondo y carnoso
objetivo, en el que no tardó en aparecer una tercera señal.
******************************************************************* (Continuará)