Os traigo la actualización de la historia de Tristán. Ya sé que tres meses después del capítulo anterior es un poco impresentable; tengo siempre en la cabeza el continuarla, pero de verdad que supone recluirse muchas horas en casa y a uno en su tiempo libre le apetece hacer otras cosas y tal. En fin, entiendo si algunos me mandáis a paseo, pero para el que quiera leerlo y saber como continúa la historia, aquí tenéis el capítulo cuarto. Como en los anteriores, hay azotes, hay morbo, pero también momentos románticos; insisto en que se trata, con todas las peculiaridades que se quiera, de una historia de amor. Que os guste.
TRISTÁN
CAPÍTULO 4: EL ADIESTRAMIENTO
Resumen de los capítulos anteriores: Debido a las dificultades económicas de su familia, el joven Tristán al finalizar sus estudios ingresa en la abadía de una orden religiosa donde forman a sirvientes para señores adinerados. El abad de la orden encarga al entrenador deportivo, Horacio, el adiestramiento del joven.
A través de las paredes llegaba el sonido de los sollozos de otros chicos y los azotes que los motivaban. Todos los recién llegados estaban recibiendo su ritual de iniciación en la Abadía, el cual consistía en ser azotados hasta las lágrimas por los cuidadores a los que acababan de conocer. Tal vez para otros frailes con mucha experiencia este tratamiento se hubiera convertido casi en una rutina que practicaban con cada muchacho nuevo, pero para quienes recibían el castigo en sus nalgas tiernas y todavía no acostumbradas a la disciplina se trataba desde luego de una experiencia única que nunca olvidarían.
También Horacio era la primera vez que administraba este tipo de disciplina; aunque todos los componentes del equipo de rugby sin excepción probaban con frecuencia su mano y también su pala de entrenador, la intimidad de la celda en la que se encontraban era algo nuevo para él; lo más parecido que había experimentado era la tranquilidad de un vestuario vacío cuando se habían marchado los otros jugadores y solo quedaban él y algún joven díscolo o perezoso cuyo mal juego o mal comportamiento se habían hecho merecedores de un correctivo. Pero la cálida privacidad de la celda de un pupilo era algo que desconocía; y también la sensación de dominio sobre un muchacho, un dominio no prestado durante el tiempo que duraba el entrenamiento y el juego, sino continuo durante las veinticuatro horas del día. Tristán era suyo, era el primer chico que podía llamar suyo desde que había perdido a Adrián, y estaba en sus brazos.
El desdichado seguía sollozando; Horacio sonrió al palpar de nuevo sus nalgas prácticamente incandescentes y comprobar el motivo del llanto. Se preguntó si, acostumbrado a los traseros musculosos y robustos del equipo de rugby, habría sometido a un joven de piel tierna y sin entrenamiento físico a una corrección de una intensidad más severa de lo debido. Aunque así fuera, el entrenador no era tan simple de no darse cuenta de que las lágrimas tenían una causa más emocional que física. El joven, hasta ahora acostumbrado a tenerlo todo y no preocuparse más que de sus estudios, se encontraba ante desconocidos que lo habían desnudado y sometido a varias humillaciones y castigos. No sabía cuánto tiempo iba a estar en aquel lugar ni lo que le iba a ocurrir; todo ello tenía una razón de ser y formaba parte de una estrategia encaminada a que se sometiera de forma incondicional a su cuidador, pero Tristán, pese a ser inteligente y despierto, no era consciente de ello más que de forma muy superficial. Solo sabía que se sentía solo, perdido, dolorido, que no sabía si podría volver a sentarse en su vida porque el culito entero y los muslos le quemaban como si estuvieran en llamas, que lo único que tenía era aquel hombre cuyo nombre desconocía, que le había pegado una buena paliza y que probablemente volvería a hacerlo, pero de cuyos brazos no quería separarse jamás y que deseaba por encima de cualquier otra cosa que siguiera besándole con suavidad y acariciándole el pelo. Y la confusión que ello le producía le generaba todavía más lágrimas y le devolvía al comienzo del círculo vicioso.
El cuidador desató con cuidado las manos del joven y le animó a hacer pequeños movimientos para favorecer la circulación de la sangre por las muñecas entumecidas. Con una suavidad inesperada en un hombre grande y fuerte, lo levantó de su regazo y lo giró para poder examinar bien su culito. Toda la superficie de las nalgas y la mitad de la cara posterior de los muslos tenía una tonalidad casi escarlata; el contraste con la blancura de la espalda y de la parte inferior de los muslos, resaltado por la iluminación de la celda, era de una belleza que dejó sin palabras a Horacio, que no podía sino contemplar con gran placer aquel culo castigado, pensando que era el más bonito que había visto nunca y sintiéndose como si fuera la primera vez que azotaba y sometía a un chico guapo. El placer no se limitaba a la parte visual, sino que los sollozos de Tristán, al que le resultaba doloroso el más leve roce, y el intenso calor que emanaba de las nalgas al acariciarlas envolvían todos los sentidos del entrenador.
Horacio tuvo que vencer un ligero esfuerzo para hablar, como si temiera romper la perfección del momento, y lo hizo casi con un susurro.
- Duele, ¿verdad, nene?
El incomprensible conato de respuesta redobló los sollozos del desconsolado traviesete.
- Claro que te duele; te va a escocer unos cuantos días. Así recordarás lo que te pasa cuando no obedeces. Ahora quédate aquí un momento muy quietecito. No te muevas ni un milímetro o te zurraré otra vez.
Se levantó de la cama con ciertas dificultades debido a la gigantesca erección que presionaba sus pantalones y que su pupilo no debía ver; este último tampoco habría podido puesto que las lágrimas seguían empañando sus ojos y toda su atención se centraba en el ardor intenso de sus posaderas. En teoría el muchacho no debía estar suelto como estaba, desatado y no agarrado por su cuidador, en ningún momento durante su primera noche, pero la probabilidad de una intentona de escape tras la amenaza de más azotes era muy remota.
Horacio localizó pronto lo que buscaba. Junto a los dilatadores y los instrumentos de castigo se encontraban también los remedios para aliviar los tormentos de los pupilos; en aquella celda y en toda la Abadía el dolor y el placer estarían siempre interrelacionados. El culito que a partir de ahora era responsabilidad suya y debía cuidar necesitaría dosis generosas de pomada para evitar que amaneciera al día siguiente convertido en un enorme cardenal violeta.
Armado con la herramienta que aliviaría las penalidades del traviesete, el entrenador tomó al joven de la nuca y lo guió con suavidad no exenta de firmeza hasta el largo sofá situado en un lateral de la celda. Allí se sentó, colocó el bálsamo a mano y guió a un confundido y aprensivo Tristán para que se volviera a colocar sobre sus rodillas.
- ¿Qué ... qué me vas a hacer?
El intento de resistencia fue mínimo, pero el severo cuidador no iba a dejarlo pasar por alto. Empujó al muchacho desnudo sobre sus rodillas y, antes de que tuviera tiempo a reaccionar, descargó dos azotes, uno sobre cada nalga dolorida, provocando aullidos y movimientos de defensa del travieso que neutralizó rápidamente, agarrando sus muñecas con una mano y sus muslos con la otra.
- Aquí no se hacen preguntas, jovencito. Se obedece.
Recuperada la docilidad del joven, Horacio empezó a aplicarle el ungüento sobre ambas nalgas. El alivio causado por el contacto de la piel ardiente con el bálsamo frío provocó gemidos de placer en el travieso, todavía mezclados con los restos del llanto. La sensualidad involuntaria con la que Tristán movía el trasero abriendo y cerrando las nalgas para recibir la mano de su cuidador mientras ronroneaba y gemía de placer disparó una vez más la erección de este último; sin poder resistir más tiempo la tentación que suponían las apariciones del delicioso y rosado ano ante su vista, lo penetró con su dedo índice confundiendo todavía más el coctel de sensaciones de dolor y placer simultáneos y entremezclados que turbaba al joven.
Haciendo gala de enorme contención y templanza, Horacio consiguió refrenar la tensión casi dolorosa que el deseo provocaba en su entrepierna, así como el impulso casi incontenible de violar a Tristán allí mismo. El joven estaba al borde de la extenuación y, de hecho, no tardó en quedarse dormido en sus brazos con una expresión tan inocente y desvalida que desató toda la ternura que el entrenador había reprimido desde la salida de Adrián de su vida. Se quedó un largo rato acariciendo el pelo y la cara de su muchacho antes de tomarlo en brazos y llevarlo a la cama. Lo ató con sumo cuidado por si se despertaba durante la noche y tenía algún tipo de tentación de huida y, pese a la gran excitación que sentía, logró por fin dormirse también.
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El forcejeo en las cuerdas que ataban a Tristán le despertó. Rápidamente le agarró con fuerza de la oreja.
- Buenos días, jovencito. ¿Quieres ir a algún sitio?
- Aaayyy, al baño, señor. Por favor, suélteme la oreja.
- Pues pides permiso, pero no intentes desatarte o te llevarás una paliza. ¿De verdad necesitas ir?
- Sí, señor.
- No te muevas hasta que te dé permiso o cobras.
Horacio se levantó y desató las extensiones de cuerda que sujetaban al joven a la cama, atento a cualquier movimiento no autorizado por parte de este. Tras atarle las muñecas a la espalda, le permitió incorporarse y lo llevó desnudo y tomado del brazo hasta el baño. Una vez allí el joven se quedó quieto indeciso.
- Señor, necesito que me desate.
Un nuevo tirón de orejas avisó al joven de su error.
- ¿No te dijeron ayer que no hablaras si no se te preguntaba, jovencito?
- Aaayyy, perdón señor, pero necesito que me suelte las manos.
- ¿Tienes que hacer pis, jovencito?
- Sííí, señor, uuuuyy.
Sin dejar de retorcerle la oreja, Horacio arrastró al joven hasta colocarlo delante del retrete y le agarró el pene sin mayores miramientos.
- Pues venga, ya puedes hacer pis.
- Pero señor ...
El calor y la presión en la oreja aumentaron si cabe.
- Estás muy respondón, igual es que quieres otra buena zurra como la de anoche. Si de verdad tienes ganas, lo vas a hacer. Y si no las tienes te daré un buen escarmiento por haberme molestado.
Tristán no se atrevió a protestar pero no ocurrió nada. Viendo que no se trataba de una cuestión de rebeldía, Horacio le soltó por fin la oreja y le acarició la nuca.
- Tranquilo, nene. Sé que te da vergüenza pero forma parte de tu adiestramiento. Tómate el tiempo que necesites.
Poco después el entrenador llevaba al joven de vuelta del baño ejerciendo en su cuello una presión suave, sumamente contento del éxito con el que su pupilo había superado una prueba de sumisión importante. Ahora quedaba el paso siguiente; el propio entrenador se asustó al ver el volumen de su erección, un problema que iban a resolver en ese mismo instante. Se colocó frente al joven y le miró fijamente a los ojos; Tristán mantuvo la cabeza baja, lo cual le ahorró una colleja o un nuevo tirón de orejas.
- Te has portado muy bien en el baño, nene. Y ahora necesito que seas obediente otra vez. Ponte de rodillas.
El joven permaneció indeciso.
- No me gusta repetir las cosas dos veces; si las repito va a ser con la mano y te va a doler.
Tristán se arrodilló sumiso; Horacio le ayudó a no caerse al doblar las rodillas con las manos atadas a la espalda.
- Así, muy bien. -Le acarició el pelo.
- Puedes ver que tengo un problema bastante grande ahí abajo, ¿verdad, jovencito? Una de tus obligaciones será la de aliviar a tu amo cuando lo necesite; hoy voy a empezar a adiestrar tu boca.
- Señor ....
- Ni una palabra.
Le acercó la cara al bulto que surgía de los pantalones del pijama antes de sacarlo a través de la bragueta.
- Abre la boca, jovencito.
- Mmmm, no pue ...
Un cachete en la mejilla cortó la débil protesta.
- Ya sabes que no me gusta decir las cosas dos veces.
Tristán se encontraba paralizado; volvía a recuperar la sensación de miedo y deseo simultáneos que había vivido años atrás cuando su primo le tocó en la cama que ambos compartían.
Horacio intentó reanimarlo con un segundo cachete algo más fuerte.
El tercero fue ya una bofetada en toda regla.
- Muy bien, esperaba no tener que hacerlo pero hay que castigarte; se ve que la de ayer no fue suficiente y necesitas otra paliza.
Levantó al aterrorizado joven del suelo y lo llevó prácticamente en volandas hacia el sofá haciendo caso omiso de las súplicas. Se sentó y lo colocó sobre sus rodillas en la misma posición en la que la noche anterior le había puesto el bálsamo aliviador, pero ahora con una intención diferente y mucho más dolorosa.
Las nalgas de Tristán estaban todavía tiernas, sensibles y teñidas de rojo de los azotes de la noche anterior; Horacio, que conocía muy bien al arte de la azotaina, golpeó sin demasiada fuerza al principio, sabiendo que el impacto sobre las carnes del joven sería prácticamente el mismo que si pegaba más fuerte. Quería que el correctivo se prolongara y pensaba disfrutarlo de principio a fin; además, aunque nunca lo reconocería, tenía la mano dolorida del esfuerzo de la noche anterior. Si el muchacho necesitaba un castigo más severo recurriría al cinturón o a otro de los instrumentos que tenía a su alcance.
Tristán, que no se veía capaz de aguantar un solo azote más cuando el mínimo roce sobre las nalgas le resultaba insoportable, luchó por contener las lágrimas pero tuvo que ceder al poco tiempo ante la vergüenza de no poder aguantar su castigo como el hombre que hasta el día anterior creía ser y volver a la condición de mocoso incapaz de acatar disciplina y de cumplir con sus obligaciones, que en ese momento eran complacer a su tutor. No obstante, la quemazón que sentía de nuevo en las nalgas le evitaba cualquier atisbo de racionalización; solo podía pensar en el dolor que sentía y en que estaba derrumbándose.
Cuando el joven pasó de los balbuceos y los borbotones de lágrimas a un llanto fluido Horacio sabía que era el momento de dar la azotaina por terminada. El castigo, no obstante, no había concluido sino que pasaba a otra fase. Todavía sin abrazarlo ni reconfortarlo, el joven fue conducido, siempre desnudo y con las manos atadas, a la pared de la habitación. Allí fue desatado con la condición de que colocara las manos en la nuca.
- Vas a estarte ahí quietecito de cara a la pared pensando en tu desobediencia y las consecuencias que te trae. Yo decidiré y te avisaré cuando tu castigo haya concluido; cualquier palabra o cualquier movimiento y pruebas el cinturón; verás que, aunque te parezca que te hayas llevado la zurra de tu vida, te puedo pegar más fuerte y te puede doler más todavía.
Las lágrimas y el dolor punzante en las nalgas impidieron a Tristán dar más respuesta que un movimiento de cabeza.
Durante el largo, o al menos así le pareció, rato que duró el castigo de cara a la pared y a medida que sus músculos se iban relajando el joven pudo empezar a reflexionar. Le ayudó a hacerlo que en ese momento comenzó una nueva azotaina en una de las habitaciones contiguas con el ruido consiguiente de las palmadas, gemidos, regañina y posteriores lloros y sollozos.
Pensó en Adrián, en todas las veces que en casa de sus padres había escuchado los mismos ruidos, o presenciado muchas de sus zurras, o incluso colaborado en ellas cuando su padre le mandaba en busca de un cepillo, una pala o una correa haciendo caso omiso de las peticiones de clemencia de su joven criado. Recordó su posición ambivalente ante los castigos; el horror que sentía al principio cuando oía desde su habitación el ruido de los azotes en el despacho de su padre y no se atravía a acercarse a la sala. Luego la costumbre había cambiado su actitud de la pena hacia la curiosidad; su padre había dejado de esconderse o de buscar intimidad cuando azotaba a su sirviente y comenzó a hacerlo donde estuviera en ese momento o donde se detectara la travesura o la falta cometida: la habitación del joven, el salón de estar, la cocina o cualquier parte de la casa, aunque siempre lejos de la madre de Tristán. Adrián era azotado siempre en las nalgas desnudas y no hubiera sido decente que una mujer contemplara el castigo, ni para ella ni para la dignidad del muchacho, que, aunque pareciera paradójico, la mayor parte de amos solían respetar, al menos en algunos puntos.
Así que con el tiempo Tristán pasó a acostumbrarse a presenciar el ritual de castigo del criado de la familia: el padre sentado en el sofá del salón, o en una silla de la estancia que fuera, llamando al joven en tono enfadado, reprendiéndolo mientras este escuchaba cabizbajo, y luego atrayéndolo hacia sí para bajarle pantalones y calzoncillos y colocarlo sobre sus rodillas. Los azotes siempre comenzaban con la mano fuerte de papá; Tristán sentía una cierta excitación al ver como el culo redondo y pálido de Adrián empezaba a enrojecer y paulatinamente se iba tiñendo de un rojo más intenso mientras el muchacho emitía unos gemidos que podría haberse dudado si eran de dolor o de placer.
En caso de falta grave, papá desnudaba completamente al joven y se lo llevaba cogido de la oreja al despacho, donde se encontraba un reclinatorio idéntico a los que se usaban en la abadía. Adrián debía inclinarse sobre él con el culo rojo en pompa para recibir normalmente la vara, instrumento al que el papá de Tristán era muy aficionado. Las marcas longitudinales que iban surcando las nalgas ya previamente enrojecidas eran un espectáculo de una belleza brutal o tal vez de una brutalidad bella; ello, sumado al evidente placer que papá obtenía al infligir este castigo, causaba una sensación de lo más turbadora en su hijo.
Una vez debidamente azotado, Adrián pasaba un buen rato de cara a la pared con los pantalones y calzoncillos a la altura del tobillo, o bien completamente desnudo. Más de una vez Tristán había pedido permiso paterno, y le había sido concedido, para saciar su curiosidad y palpar el calor en las nalgas enormemente rojas del sirviente. Eso sí, tocar pero no acariciar, había matizado su padre, puesto que el castigo todavía no había finalizado y no cabía aún suavizar el escozor.
Ahora Tristán se encontraba del otro lado, en la misma posición y conociendo el ardor y el efecto que provocaban los azotes en las nalgas. Y sabiendo que los castigos no constituían algo esporádico, sino una rutina habitual que se repetiría cada pocos días o incluso diariamente o siempre y cuando no mostrara la obediencia debida. Había infringido las normas al no proporcionar a su tutor el placer al que tenía derecho, y ese punto también lo conocía puesto que sabía que Adrián había cumplido también con ese tipo de servicio para su padre. Su conflicto era que temía volver a enfrentarse, totalmente de cara, al fantasma del que había escapado años atrás en la cama compartida con su primo. No le asustaba que la experiencia pudiera ser desagradable, lo que le daba miedo es que pudiera ser placentera, como lo habían sido los besos y las caricias de su tutor, que era un hombre muy atractivo, la noche anterior; esas sensaciones constituían algo a lo que no se veía capaz de enfrentarse, pero se veía obligado a ello porque no podría soportar una nueva paliza.
El terror de lo que vendría a continuación fue cediendo el paso a una cierta resignación, y, cuando por fin Horacio le levantó el castigo y le permitió frotarse las nalgas, vio complacido la perfecta obediencia que mostraba el pupilo, que hasta ofreció las muñecas colocadas a la espalda para que le ataran de nuevo y se puso de rodillas sin necesidad de más que un gesto rápido y suave por parte de su tutor. En recompensa a su sumisión, Horacio, ya vestido de manera formal alzacuellos incluido, facilitó el ritual tomando suavemente la cabeza del joven y acercándola a su muy abultada bragueta.
Al abrir esta última y liberar a la bestia de considerable tamaño que necesitaba urgentemente un trabajo de succión, Tristán cerró los ojos y abrió la boca como el criado obediente en el que se estaba ya convirtiendo. La mano de su tutor en su nuca hizo el resto impulsando su cabeza hacia delante y hacia atrás. Aunque pensaba que la prueba se le haría eterna y de hecho la mandíbula y el paladar empezaban a acusar cansancio, fue antes de lo que pensaba cuando Horacio empujó hacia atrás su cabeza suavemente para vaciar en medio de grandes jadeos de alivio su abultada carga sobre los hombros y el pecho de Tristán. En la Abadía no estaba permitido a los tutores eyacular dentro de ningún orificio corporal de sus pupilos, puesto que este privilegio se reservaba a sus futuros amos. El muchacho debería aprender a recibir la descarga en su cara, pero no todo podía ni debía enseñarse el primer día. Por ahora había hecho un excelente trabajo.
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Horacio felicitó a Tristán por su obediencia y le dio varias horas de respiro; tras veinticuatro horas completamente desnudo, le permitió llevar una prenda de ropa por primera vez desde que había llegado a la Abadía. Se trataba de una túnica corta, semejante a una bata de paciente de hospital, que apenas le cubría por debajo de la cintura y debajo de la cual no llevaba ropa interior; una prenda muy práctica para desnudar las nalgas del joven con facilidad siempre que fuera necesario. Sobre todo por un añadido muy bien calculado que consistía en un par de bandas de velcro por cada lado, una situada en medio del torso y otra en el extremo inferior de la prenda, cuya función su cuidador le dio a conocer enseguida; gracias a unas aberturas laterales, la parte de abajo de la bata podía ser levantada y sujetada mediante las tiras de velcro, mostrando bien las nalgas, bien los genitales del travieso, o ambos. El entrenador levantó la parte trasera con la intención de dejar al aire y a la vista de todos el espléndido y colorado trasero del mozo durante el paseo que iban a dar fuera de la celda. Para deleite de Horacio, el traviesillo no se atrevió a realizar ningún comentario ni a protestar por su desnudez.
Tras atravesar el pasillo salieron del edificio y Tristán pudo contemplar por primera vez los hermosos jardines del lugar; no iba atado durante el paseo, pero sí cogido todo el tiempo de la mano firme de su cuidador; la camisa y el pantalón negros de uno, un uniforme oscuro solo interrumpido por el alzacuellos, contrastaba con la blancura de la bata del otro, y también con la desnudez de sus piernas y nalgas. No obstante, el mozalbete se sintió privilegido al cruzarse y contemplar a otras parejas de religioso con joven sumiso a su cargo, en las cuales este último iba atado y era llevado con brusquedad, totalmente desnudo o con una bata idéntica a la suya pero subida en su parte delantera mostrando todas las intimidades del joven tanto por delante como por detrás. Pudo apreciar también el color rojo en diferentes tonos y matices que mostraban la mayoría de los culos de los chicos; más de uno con señales de varas, cinturones o instrumentos de castigo más pesados que la mano de su cuidador.
El tiempo de recreo no significaba que se bajase la guardia en la disciplina de los chicos; de hecho un religioso de edad avanzada, ante una respuesta no lo suficientemente educada por parte de su pupilo, se sentó en uno de los bancos del jardín y lo colocó en sus rodillas para darle unos azotes. Horacio se detuvo pensando en lo educativa que sería para Tristán la contemplación del castigo; sujetó bien al joven pasándole un brazo por los hombros y buscando detrás de su espalda con su mano libre la mano de su acompañante. Observaron entrelazados y en silencio como las nalgas del travieso iban enrojeciendo durante los minutos siguientes mientras el fraile le regañaba por su desobediencia.
Sin modificar la forma en que agarraba a Tristán, Horacio comenzó a caminar de nuevo mientras los azotes todavía continaban, atraído por otro castigo más severo que se preparaba no lejos de allí. El jardín disponía también de reclinatorios donde colocar a jóvenes en posición de sumisión. Dos de ellos contiguos estaban siendo ocupados por sendos traviesos a los que un fraile estaba sujetando las manos por delante y de esa manera elevando aún más sus culos ya en pompa. Una vez bien colocados ambos con los traseros perfectamente ofrecidos para el castigo, el religioso seleccionó una correa de cuero para la disciplina.
Movidos por la curiosidad, la mayoría de los presentes, Horacio y Tristán incluidos, se fueron congregando en círculo en torno al bello espectáculo de la lección de anatomía que ofrecían los dos jóvenes humillados al exponer al sol y a los deleitados espectadores cada detalle de su escroto, ano, periné, y naturalmente las nalgas y los muslos, robustos en un caso y más magros pero igualmente hermosos en el otro. Para incrementar aún más la tensión y el nerviosismo de los traviesos, el Padre que había decidido y organizado aquel castigo se paseó durante unos minutos deleitándose también con la contemplación de un trasero y del otro, palpándolos con delicadeza con las manos o rozándolos con la correa que pronto empezaría a golpearles.
Por fin, conseguido ya el dramatismo que buscaba, levantó la correa y la dejó caer sobre una de las nalgas. Al gemido del muchacho castigado le sucedió una marca rojiza en la parte donde había impactado el cuero mientras el otro trasero travieso recibía a su vez su primer azote. La correa fue cayendo de manera alterna y llenando de señales rojas las preciosas nalgas; el canto de los pájaros era el único sonido que se sumaba al de los cintazos y los jadeos y suspiros de los azotados.
Aunque escenas similares de flagelación de nalgas juveniles masculinas fueran de lo más corriente en la Abadía y su contemplación, y por supuesto el administrar los azotes, el entretenimiento favorito de la inmensa mayoría de los frailes, Horacio comprendió que para un pupilo novato como Tristán constituían un espectáculo fuerte. El muchacho habría presenciado muchas veces en casa como azotaban a Adrián pero según le habían contado su padre, como muchos otros, había limitado el castigo corporal en el hogar al sirviente y no lo había extendido a su hijo. Pero ahora el mozalbete se encontraba en una posición muy diferente y su expresión preocupada evidenciaba que se estaba preguntando cuánto tardaría él en encontrarse en el mismo y doloroso lugar que los mozos castigados.
Mientras los golpes de la correa continuaban, el entrenador condujo con suavidad a su sumiso a una zona más apartada donde los azotes y los gemidos sonaban un poco más alejados. Buscó un asiento y sentó a Tristán entre sus rodillas. El joven, asustado al principio al no conocer las intenciones de su cuidador, se relajó cuando este lo contempló con expresión benévola y dulce, disfrutando de la belleza de su rostro, y también de sus muslos al empezar a acariciarlos. El contraste entre la fuerza con que le pegaba y la ternura que era capaz de mostrar seguía asombrando y confundiendo a Tristán.
- No te asustes, nene. Ya sé que impresiona.
Le besó en la frente y le acarició el pelo antes de continuar.
- Sé que ahora todavía no puedes entender esto, pero escúchame. Esos golfillos merecen ese castigo.
Los azotes y los quejidos seguían sonando en la distancia, pero Tristán ya no les prestaba atención. La voz grave y profunda de Horacio y la mirada penetrante de sus ojos le hipnotizaban.
- Aquí se les da cobijo y alimento, como se les va a dar luego en casa de su amo. Tienen la suerte de ser, como tú, chicos muy guapos. Y gracias a eso van a llevar a cabo tareas mucho más leves que otros sirvientes menos jóvenes o menos agraciados; y sus familias van a recibir mucho más dinero que lo que corresponde al salario que se paga por esos trabajos. Tú tambien eres muy guapo, Tristán. La belleza de un joven como tú es lo más bonito que ofrece la vida. Es un don que no puedes desperdiciar. Y la mejor manera de aprovecharlo es complacer a señores mayores que saben apreciar ese don y pagar por él para disfrutarlo. Es lo mejor, nene; para ellos, para vosotros y para vuestras familias.
Sonrió al muchacho, que intentaba asimilar aquel punto de vista.
-El cambio es muy duro para ti. Pero dada tu situación y la de tu familia eres un privilegiado al tener el don del cuerpo precioso que tienes. Aquí estás para aprender a utilizar tu don; y te castigaré y te pegaré todo lo que haga falta hasta que te quite todo rastro de terquedad y te enseñe a emplearlo bien. Ese es el objetivo de tu estancia aquí.
Hablaba despacio con pausas en las que pasaba la mano por la cara, el pelo, los muslos o las nalgas del joven antes de continuar.
- Además de merecerlos, esos chicos necesitan esos azotes. Después de la zurra, como tú ayer por la noche, van a recibir caricias que les van a suponer mucho alivio y a las que se están negando por orgullo y cabezonería. Si eres bueno y sumiso, Tristán, te voy a hacer muy feliz mientras estés aquí; está en tu mano comprobarlo esta noche. Pero antes tendrás que pasar dos pruebas más.
- ¿Qué ... qué pruebas, señor?
- Ya lo verás. No tienes que tener miedo porque las que te he impuesto hasta ahora las has pasado muy bien. Solo confía en mí; ahora vamos a pasar unas horas tranquilas tú y yo. Quiero que me hables de ti, lo quiero saber todo de ti. Si sigues siendo bueno y dulce como ahora será un rato muy agradable; si te pones borrico tendré que atarte y zurrarte de nuevo y te pasarás la tarde de cara a la pared con el culo como un tomate. ¿Está claro?
- Sí, señor.
Lo levantó de su regazo y le dio un par de azotes en las nalgas desnudas.
- ¡Au!
- Eso porque sabes que es mentira, no lo has entendido - Horacio sonreía al tomarle el pelo. -Pero no importa que no lo entiendas aún, solo tienes que obedecerme. Dame un beso.
No puso resistencia cuando su cuidador le ofreció los labios y no las mejillas para que lo besara.
- Así me gusta. Te voy a enseñar el resto del jardín, que es una preciosidad.
Un azote, más cariñoso y suave que los anteriores, y la mano de Horacio tomando la suya con firmeza indicó a Tristán que se pusiera en marcha.
No tardaron en encontrarse en su paseo con el padre Juan.
- ¿Qué tenemos aquí? ¿Cómo se está portando este mozalbete?
- Ahora mismo muy bien, Padre, aunque ha sido un poco trasto ayer y hoy por la mañana. Nene, date la vuelta, que el Padre Juan vea lo travieso que eres.
Sin que Tristán se atreviera a protestar, su cuidador lo giró para enseñar su trasero desnudo y aún rojo al padre Juan, que no pudo evitar acariciarlo.
- Calentito todavía, jeje. Tienes suerte de estar tan bien cuidado, jovencito. Ya puedes portarte bien o no vas a poder sentarte en mucho tiempo. Y tú, tunante, tienes suerte también, este culito es de los más suaves y bonitos que he visto. Ya puedes tratarlo bien.
Otros compañeros de Horacio que se iban cruzando se acercaron también para felicitarlo y apreciaron también muy favorablemente la sumisión del joven y sus nalgas bien castigadas. Tristán sentía una mezcla de orgullo y humillación al verse expuesto involuntariamente como trofeo o como un cachorro que debía ser adiestrado por parte de un amo evidentemente bien valorado y querido en el lugar.
El cariño de los compañeros y el orgullo de pasearse con un chico guapo que le pertenecía redondeó un día que Horacio consideró como el más feliz de toda su estancia hasta entonces en la Abadía.
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Tristán estaba acurrucado en sus brazos y hablaba. A Horacio le gustaba escuchar a su chico, aunque no era un hombre hablador. Cuando hablaba, como antes en el jardín, solía ser para dar instrucciones y entonces por supuesto exigía atención y obediencia. Por lo demás le gustaba pasear en silencio y no necesitaba de cháchara. Pero Tristán tenía que tener un volcán dentro de sí en esos momentos, con toda la situación nueva a la que se tenía que adaptar, y necesitaba expresarse.
Una vez vencida cierta resistencia y timidez inicial, el joven empezó a hablar, y de hecho era difícil callarle. Le habló de su padre, de su madre, de sus estudios, de sus experimentos caseros; sus temas de conversación sorprendieron a su cuidador, acostumbrado a los chicos más simplones del equipo de rugby, para el que aficiones como inventos, ordenadores o programación eran algo completamente exótico. Acostumbrado a la nobleza y, por qué no decirlo también, a la cierta zafiedad de los bribonzuelos del equipo de rugby, no tenía ninguna experiencia con un joven con estudios, inteligente, sofisticado, sedentario, un tanto cínico y más acostumbrado a moverse entre máquinas que entre personas. Un nuevo reto añadido a los que ya tenía encima, pero aquel jovencito empollón no le iba a intimidar con su cultura ni iba a permitir que se sintiera superior o que mirara a su amo con displicencia; por muy cerebrito que fuera, no dejaba de ser un traviesete que necesitaba que le abrazaran cuando era bueno y que le calentaran el culo cuando era malo, como cualquier otro chaval de su edad según el punto de vista de Horacio, de los monjes de la Abadía y de los señores que Tristán iba a conocer en su nueva vida.
Decidió no preguntarle por Adrián ese día; aunque por primera vez en mucho tiempo se sentía a gusto y completo con un joven entre sus brazos y no echaba de menos nada, prefería darse un poco más de tiempo antes de atreverse a remover el pasado. De todas formas era casi la hora de cenar y cierto traviesete tenía que pasar por un par de pruebas antes de poder relajarse de nuevo.
- De acuerdo, nene, el resto me lo acabarás de contar esta noche. Ahora mírame a los ojos; así, muy bien. Tenemos que continuar tu instrucción, te quedan un par de pruebas que pasar hoy, lo recuerdas, ¿verdad? En primer lugar voy a bañarte. Y digo voy, no vas. Te voy a desnudar, a atar otra vez las manos para que estés quietecito, y te voy a enjabonar y a frotar bien hasta dejarte reluciente. No insistiré en que a partir de ahora estarás callado, hablarás solo cuando se te pregunte y obedecerás; no quiero oír quejas de que si el agua está muy caliente, muy fría o si el cepillo te rasca, salvo que yo te pregunte; si tengo que repetirte algo o si no sigues estas normas ya sabes lo que ocurrirá. ¿Verdad, nene?
- Sí, señor.
- Estupendo; levántate, quítate la bata y extiende las manos mientras busco la cuerda.
Una vez en la ducha, Horacio sujetó la cuerda que unía las muñecas de Tristán con un gancho en la parte superior de la pared, cuidando que el cuerpo del joven quedase lo suficientemente tenso con los brazos estirados hacia arriba pero sin provocarle gran incomodidad. De haberse portado mal o resistido para ser llevado a la ducha, le habría castigado tirando de la cuerda y tensando todos los músculos de su cuerpo hasta ponerlo de puntillas. Y probablemente una vez en esa postura le habría propinado una buena somanta de azotes con el cepillo de baño, cuyo lado romo de gran tamaño estaba confeccionado de madera maciza y pesada enormemente eficaz cuando se aplicaba sobre las nalgas desnudas y mojadas de algún jovencito díscolo.
Abrió el grifo y mezcló la temperatura de la manera que consideró adecuada antes de dirigir la alcachofa sobre el cuerpo desnudo de Tristán. El joven encontró el agua un tanto caliente, pero lo expresó con mucha sutileza sin llegar a quejarse; su cuidador, al que le gustaba premiar el buen compartamiento, añadió un poco de agua fría y le dio un buen remojón mientras enjabonaba el cepillo y también sus propias manos.
Horacio era todo un amante de la limpieza concienzuda, y cuando lo que había que lavar era a un joven guapo, más todavía. Le frotó con energía el pelo con las manos enjabonadas, que luego dirigió a todos los recovecos de la cara del joven, especialmente el interior, los bordes y detrás de las orejas. Alguna débil protesta fue replicada con un sonoro azote que escocía el doble sobre la nalga mojada.
Convertida su cabeza en un montón de espuma que casi le dificultaba ver y respirar, el resto del cuerpo de Tristán fue recorrido por el cepillo con un masaje de intensidad prácticamente exfoliante que iba dejando roja la piel del joven. La contundencia del enjabonado provocó nuevas protestas que el inflexible entrenador resolvió dando la vuelta al joven y propinándole una azotaina con el reverso del cepillo. La pesada madera provocó aullidos de muchos decibelios por parte del traviesete, que volvía a tener el culito en llamas y de un precioso color cereza. Diez o doce impactos del cepillo fueron suficientes para hacerle saltar alguna lágrima y despertar la piedad de su amo, que continuó con su tarea en la espalda del joven sin más quejas ni interrupciones.
Para las partes más delicadas, Horacio dejó el cepillo de lado y empleó las manos enjabonadas. Llevó a cabo una buena limpieza del pene del joven, sin olvidar tirar hacia atrás del prepucio y lavar el glande, los testículos y el periné. Dándole la vuelta frotó con cuidado las nalgas rojas y doloridas e introdujo con firmeza dos dedos enjabonados en su agujerito más íntimo, que debía limpiar de forma exhaustiva para la última prueba del día. Miró el pequeño cepillo cilíndrico de su invención que servía para la limpieza más íntima de los chicos; por un momento llegó a considerar el utilizarlo pero pensó que eran demasiadas emociones para un solo día y el cepillo anal era una prueba extra demasiado dolorosa para un principiante.
Una vez bien lavado, secado y un tanto escocido por la intensidad del cepillado, Tristán no recuperó su bata sino que fue colocado desnudo de cara a la pared con las manos atadas, ahora detrás de la espalda, y con la advertencia de que sería azotado de nuevo si torcía la cabeza para echar alguna mirada curiosa a su alrededor. Sin miradas indiscretas, por lo tanto, su cuidador preparaba con calma la última prueba del día. Examinó la caja con la colección de dilatadores y estuvo sopesando los de menor diámetro para pensar con cuál de ellos empezar el adiestramiento rectal del joven. El más pequeño tenía un grosor ridículo casi inferior al de un dedo; pero la colección consistía de doce aparatos, lo cual permitía una adaptación progresiva del esfinter del joven a las penetraciones de las que sería objeto. Por ser su primer día y para evitar forzarlo demasiado, tomó el número dos, equivalente a poco más que la introducción de dos dedos, aunque el muchacho tal vez habría aguantado el tres. Tras embadurnarlo bien en lubricante, se sentó en el sofá con el aparato a mano.
- Muy bien, nene. Ahora vas a darte la vuelta y venir andando tú solito hasta aquí con papá. La cabeza baja. Así, muy bien. Ahora, ven aquí y túmbate con cuidado sobre mis rodillas. No te preocupes, no es para azotarte salvo que te portes mal. Eso es; buen chico.
Siguió explicando mientras le acariciaba el pelo.
- Ya solo te queda una prueba más hoy y si la pasas te llevarás un premio que te va a gustar. Separa las piernas y estate muy tranquilo. Si no pones resistencia no te va a doler; si te resistes y te pones tenso te dolerá. Por doble motivo, porque además te zurraré. Abre un poco más; un poco más - le separó las nalgas con los dedos. Así, muy bien, ya empieza a entrar. Relaja; relaja. Vaya, se ha salido; ahora hay que volver a empezar. Vamos, separa bien las piernas. Así. Ahora lo empujamos un poco hacia dentro. Muy bien; tranquiiiilo. Un poco más hacia dentro; un poco más ... Vamos, falta poco. Yaaaa está. Ahora muy quietecito para que no se salga; vamos a estar un rato así tranquilitos sin movernos.
Por ser el primer día solo se trataba de ejercitarle en la introducción del dilatador; luego tendría que acostumbrarse a llevarlo durante ratos largos, pero Horacio era partidario de ir poco a poco. Lo había aguantado muy bien sin quejas; un grado de obediencia que nunca habría logrado sin la azotaina con el cepillo previa.
Pasado un tiempo prudencial, Horacio extrajo el dilatador y felicitó al joven por su obediencia. Como premio le puso crema en las nalgas para aliviarlas de los efectos del cepillo, y a continuación le vendó los ojos para la sorpresa final. Con la venda y con las manos atadas, Tristán fue conducido desnudo por varios pasillos hasta entrar en un cuarto donde se escuchaban jadeos de otros jóvenes. Lo primero que pensó, por su experiencia previa en la Abadía, es que se trataba de otra sala de castigo donde los muchachos estaban siendo castigados, pero no se oían azotes y los gemidos parecían más bien de placer.
Fue conducido hasta un punto en el que se le hizo arrodillarse en una plataforma en una posición que le resultó familiar. Se dio cuenta de que estaba en la sala de afeitado y que aquella silla para arrodillarse y no para sentarse era donde le habían quitado el vello púbico delantero. Igual que el día anterior, notó que le estiraban los brazos y se los sujetaban por detrás para tensar su torso y poner la zona pélvica a disposición de su cuidador.
Una mano bien lubricada agarró su miembro; pasado un cierto susto inicial comprendió que en la Abadía, además de muchos lugares para el castigo, existían también zonas, por lo menos aquella, para el placer. La presión ejercida por la mano, que aunque no podía ver habría jurado que era la de su guardián, que conocía ya en varios registros tanto fuertes como suaves, inflamó su pene y lo predispuso a someterse de nuevo a la misma mano, en la que se notaba la experiencia también en proporcionar ese tipo de alivio a los chicos del equipo de rugby, algo que solía ocurrir tras el entrenamiento en recompensa a servicios similares, generalmente orales, recibidos de ellos.
Horacio no pudo evitar sonreír ante la gigantesca descarga y lo escandaloso que podía ser aquel muchacho tan callado. Se la guardaría y le castigaría en otro momento por su indiscreción; desató al joven, le acarició el pelo, le besó, le sacó la venda de los ojos y le facilitó una toalla para que se limpiara. Se disponía para regresar a su celda, cenar y acabar tranquilamente el día cuando entró en la sala un monje guiando a otro traviesillo desnudo, maniatado y con los ojos vendados. Se trataba del padre Fermín y no gozaba de la estima de Horacio, que lo tenía por un envidioso y un chismoso. En otras circunstancias habría intentando rehuirlo, pero estaban cara a cara y no tuvo más remedio que darle conversación.
- ¿Qué tal, Horacio? No sabes lo que me alegro de que te hayan dado este chico tan guapo. Sabes que alguna gente es muy mala y anda diciendo cosas de ti, que ahora el equipo de rugby va a ir a peor, que no vas a poder con todo, que no estás preparado, uf, no sabes todo lo que llevo oyendo todo el día. Pero no hagas ni caso, ¿sabes?, yo sé que te lo mereces.
- Gracias, Fermín.
- ¿Y qué tal se porta? Tiene cara de buen chico. Y es guapísimo. Y a ti se te ve muy feliz; oye -añadió, bajando el tono-, me alegro de que lleves también lo de Adrián.
- ¿Perdona?
- Pues ... bueno, disculpa, si no quieres hablar de ese tema yo no tengo ningún problema. Perdona que lo haya mencionado.
- ¿De que hablas, Fermín?
- Pero, ¿de verdad no lo sabes? Parece que acabo de meter la pata; bueno, olvida lo que te he dicho.
- Fermín, ¿me explicas que ocurre, por favor?
- Bueno, pero no le digas a nadie que te lo he dicho; pensaba que lo sabías. Adrián se va a casar.