EL LADRÓN DE NARANJAS
Aquel verano fue inolvidable. Mi mellizo y yo habíamos cumplido los dieciocho años en mayo, y pensábamos pasar el verano juntos con mis abuelos. Pero seis suspensos hicieron que mi hermano se fuera a pasar el verano en un internado en Sacedón y yo me fuera sólo a la playa. Aunque le echaba de menos, hice buenas migas con un grupo de chicos de mi edad del pueblo y solía pasar con ellos la mañana en la playa. Pero una tardes de finales de junio salí sólo a pasear con mi perro por los campos que había detrás de la casita donde nos alojábamos. Era un paseo delicioso entre naranjos y viñas, por caminos cercados con cañas y arbustos, llenos de recovecos y senderos sin salida. Salimos temprano, casi a la hora en que todos sesteaban, pensando volver para la hora de la cena, hambrientos, cansados y satisfechos de nuestras exploraciones y aventuras.
Siguiendo el camino, me encontré con un riachuelo a cuyas orillas crecían grandes árboles. Lo seguí un buen rato hasta llegar a un naranjal cerrado por una valla y con grandes naranjas colgando de las ramas. Hacía calor y yo tenía sed, por lo que salté la valla, tras ordenar a Dingo que no se moviera de su sitio, y cogí dos hermosas naranjas que me comí con fruición, sintiendo su dulce jugo derramarse de mi boca.
Ya estaba acabando la segunda cuando sentí una mano cogerme el hombro, y al tiempo que me daban la vuelta en redondo una voz tronaba en mis oídos: “¡Ya te tengo, ladrón!, ¿De modo que tú eres el que te dedicas a saquear mi huerto? “¡Ya te enseñaré yo a robar!” Yo intenté excusarme, justificarme, negar la acusación, pero me vi arrastrado sin miramientos y llevado a una caseta donde el hombre guardaba sus herramientas. “Ya te enseñaré yo” – no paraba de repetir aquel hombre. Yo estaba muerto de miedo, y le pedía por favor que me perdonara, que era la primera vez. “¡No mientas!” - me respondía. “Te he visto muchas veces rondar las huertas esperando que no hubiera nadie para robar, pero hoy te vas a llevar tu merecido. Te voy a enseñar a no robar más”. Siempre he sido menudo, y aquel hombre era un coloso que me manejó a su antojo.
Con rapidez, me ató las manos a la espalda, y luego pasó la cuerda por una viga, dejándome medio colgado, con los pies apenas apoyados en el suelo y los brazos retorcidos. De un tirón me despojó del pantalón de deportes que llevaba puesto, dejándome con el culo al aire, indefenso de todo punto. Él se retiró y al mirar, le vi sonreír, una sonrisa de lobo satisfecho. “Bien, señorito” – dijo – “así es como se ve por sus malas acciones. Se va a llevar una buena tunda para que aprenda a no robar” Yo intenté volver a excusarme, a decir que se equivocaba, pero no me sirvió de nada. Me cogió por la camiseta, sujetándome en alto, y me empezó a dar azotazos con la mano en el culo. Tenía una mano callosa, firme y dura como una pala, que me hacía aullar de dolor y bailotear en el aire cada vez que chocaba con mi carne desnuda. Pronto, sentí como si mis nalgas ardieran bajo los azotes, y las lagrimas me corrían por las mejillas de dolor y de vergüenza al verme así tratado. Estuvo un buen rato dándome de azotes hasta que por fin le sentí detenerse, jadeando. ”Y ahora” – dijo mi verdugo – “vamos a rematar con treinta correazos, que estoy seguro que no olvidará fácilmente. Y le aseguro que si le cuenta a alguien la que ha recibido hoy, le encontraré y le daré una que la de hoy le va a parecer una caricia”.
En un momento, se despojó del cinturón, y sujetándome de nuevo, aplicó los treinta correazos prometidos a mis pobres posaderas. Entonces me soltó de mi forzada postura, y casi me caí al suelo antes de recuperar el equilibrio. El trasero me ardía, y me lo froté con las dos manos para intentar aplacar el ardor. Mi verdugo abrió entonces la puerta, y me quedé paralizado al ver recortarse en la puerta una figura que se quedaba parada en el umbral. Le reconocí. Era un muchacho algo mayor que yo – podría tener 20 años – que solía trabajar en la pescadería a la que acompañaba a mi abuela a comprar. La verdad es que siempre me había parecido muy atractivo. Él, en un instante, abarcó la escena con la mirada, y yo, al notarlo, sentí que el rubor ardiente de mi trasero se subía a mi cara. Con sorpresa, le vi entonces ruborizarse también con tanta intensidad como la mía.
“Ah, eres tú” – dijo mi verdugo al chico – “Ya te enseñaré a llegar tarde... aunque me he estado calentando un poco con el ladronzuelo” – se volvió a mí – “Tú, tápate ese culo y largo, y como te vuelva a pillar te aseguro que la que esta no es nada en comparación con la que te daré”. Ruborizado aún, obedecí, subiéndome los calzoncillos y los pantalones cortos mientras salía a la carrera por la puerta. “Y tú” – le oí seguir diciendo al chico – “ya sabes lo que te espera o sea que vete desatacando”
Me alejé unos metros, apretándome las nalgas doloridas, pero apenas salí del campo de vista de la puerta, di media vuelta, me escondí por los matorrales, y me acerqué a la casita por la parte de atrás. Se oía ruido dentro y no tardé en encontrar un agujero entre las maderas por donde atisbar. En la penumbra vi como el muchacho estaba en la misma postura que yo acababa de dejar, con los pantalones y los calzoncillos caídos hasta los tobillos mientras que el hombre, empuñando la gruesa correa que yo había probado, le azotaba las orondas nalgas con una sonrisa en los labios. El muchacho se contorsionaba intentando eludir, sin éxito, los azotes, y el hombre le reñía al tiempo que le castigaba. “Así aprenderás a obedecerme. Así vendrás cuando te llame y no te entretendrás holgazaneando por ahí” – le decía, sin dejar de descargar la correa.
No sé el tiempo que estuvo castigándole, pero me sentía incapaz de moverme, acariciándome mi trasero dolorido y presenciando aquel espectáculo, que yo acababa de sufrir en mis carnes. Los azotes sonaban como el redoble de un tambor sobre las nalgas desnudas del chico, que gemía y se debatía bajo la lluvia de golpes. Por fin, el hombre bajó la correa, y se quedó contemplando al chico. “Por hoy, ya basta” – dijo – “Pero como mañana llegues tarde otra vez, el castigo va a ser el doble” El chico, desde su forzada postura, se limitó a asentir con la cabeza. Un nuevo correazo le hizo responder, con un gemido: “Sí, señor”. “Bien” – dijo el hombre – “Así está mejor”. Desató la cuerda, dejando caer al chico de rodillas sobre el suelo, salió del refugio y se alejó, silbando. El muchacho, con cuidado, se frotó las enrojecidas nalgas, como yo lo había hecho antes. Por fin se levantó, se subió la ropa, y salió a su vez.
1 comentario:
demasiado excitante =)
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